Experimentos con el sarcasmo

sábado, 23 de octubre de 2021

Una última oportunidad


1. El visionario.  

Todo empezó, como en tantas otras ocasiones, con una visión. Pero no fue esta una visión halagüeña ni prometedora, ni el ideal previsualizado de la consecución de grandes metas, sino todo lo contrario. El viejo mago A., cuya fama se había edificado sobre los cimientos de un descomunal talento innato para pergeñar sortilegios con los que someter a su sabor la voluntad ajena, fue el primer sorprendido por el apocalipsis expuesto ante sus ojos.
   Aquella cálida mañana, su ajada piedra de obsidiana restalló en coloridas imágenes que no sin guasa mostraban con tanto color el más negro futuro posible. Un porvenir espeluznante se cernía sobre nuestra especie.
   La contemplación no dejaba resquicio para la duda. Los humanos iban a convertirse en esponjas andantes, sin actividad cerebral, o a lo sumo la justa para conservar los automatismos imprescindibles para preservar la llama de la vida. A través de su piedra, el horrorizado mago contemplaba a sus descendientes lejanos en un contexto social que por supuesto no alcanzaba a comprender, lleno de cachivaches de aspecto sofisticado, pero poco le importó esto ante la actitud desplegada por los humanos. Las personas hablaban y actuaban como necias, concatenando sandeces y actitudes infaustas sin mediar pausa entre las mismas. Una idiocia generalizada, impensable en los tiempos en que vivía el mago A., que por un instante sintió el mayor de los aliporis al recordar como sostenía ante otros magos, no sin vehemencia, que el ser humano evolucionaba hacia el perfeccionamiento intelectual y que a no mucho tardar la brillantez sería la norma. Ver ahora que sus congéneres serían émulos del caracol, lentos, babeantes, sin elevado propósito, pudo con él.
   De un manotazo arrojó la piedra a la esquina opuesta de la lejana choza en que moraba y, esforzándose por reconducir su sistema nervioso y recuperar la compostura, tomó asiento y hundió su testa en sus temblorosas manos.
   Las preguntas se arremolinaban en su atormentado cerebro. ¿Cuándo tendría lugar este descenso a la imbecilidad colectiva? Era imposible determinarlo. Evidentemente sería en el futuro, y a juzgar por el escenario de la infamia, tratábase de uno muy lejano.
   Dirigió un rápido vistazo a la obsidiana, en busca de respuestas o nuevas indicaciones, pero esta había vuelto a su color habitual, un negro impenetrable, aunque menos negro que los presagios que acababa de mostrar.
   ¿Por qué a él? Nunca antes dio muestras de estar capacitado para la clarividencia. Tenía un primo que sí era un zahorí de renombre, pero ni siquiera se dirigían la palabra. Por mucho que reflexionó, no logró hallar sentido a la elección del destino, y pese a ello, decidió asumirla. Si le habían confiado esta información, era evidente que respondía a alguna causa mayor. Debía tomar cartas en el asunto.
   Tras unas cuantas jornadas de dudas lacerantes y veladas secuestradas por pesadillas ambientadas en lo observado, pudo organizar un plan de acción. Un plan cuestionable, pero era lo mejor que tenía. A ver quién sabría hacer algo contra una catástrofe a miles de años vista.
   Decidió compilar conocimiento fundamental, acompañado de instrucciones precisas, para aquellas pobres personas del futuro. Un tablón de lucidez al que aferrarse cuando naufragasen en el vasto océano de la mediocridad. Ojalá este empujoncito, que había resuelto ofrecer de forma anónima, dando conocimiento sin pedir reconocimiento, fuese el punto de inflexión que permitiese a la humanidad retomar la senda de la razón.

 Sin embargo, no tardó en comprender los peligros que entrañaba un plan tan simple y carente de certezas en las que apoyarse. No solo existía el interrogante mayúsculo de cómo transportar su legado hasta una fecha indefinida. Había aún otro problema capital. Si un conocimiento superior caía en las manos equivocadas, aquellas masas de zopencos serían carne de abuso y esclavitud. Por suerte, A. era alguien tenaz, y obstinado como estaba en considerar su plan hacedero, halló una solución para ambos escollos.

   Buscaría a las que en aquellos tiempos eran consideradas las ocho personas más sabias de todo el planeta, y les cedería una clave para acceder al pergamino cuando el momento fuese oportuno. Decidió repartir entre ellas la clave para evitarles la tentación de dar mal uso al destino humano, que depositado en tan solo una persona sería difícilmente resistible. Y aun entonces, no les explicó el plan con todo detalle, por si acaso. 
   Antes de dichas reuniones, A. hubo cavilado largamente sobre cada uno de los pasos a dar. Y decidió que la palabra que usarían a modo de santo y seña los elegidos del mañana remoto sería «APARECEN». Los elegidos APARECEN. Le encontró todo el sentido del mundo. Habiendo elegido la palabra, repartió las letras de la misma a partes iguales entre los elegidos del hoy, aquellos cuyo linaje ofrecía mejores garantías, si cabía garantizar algo en un proyecto de tan sencilla confección.
   Con mucha paciencia, se desplazó hasta cada uno de los rincones del mundo en los que se hallaban los ocho sabios y les hizo partícipes de la misma deposición, a saber: que aunque sonara a chiste, debían conservar la letra que se les confiaba, y hacerla perdurar generación tras generación, de manera indefinida. Una espeluznante visión obligaba a semejante deber y ya en el futuro, «sin duda alguna» los descendientes de tan nobles estirpes, notables por su brillantez, sabrían reunirse y dar uso a cada una de las letras en su poder para deshacer el misterio, acceder al legado que él mismo prepararía y devolver a los suyos la capacidad de pensar dentro de los mínimos exigibles.
   ¿Sin duda alguna? Era una manera de hablar, poco fiel a la verdad. En aquellos momentos A. era un mar de dudas. Pero carecía de algo mejor. Con todo, una vez que hubo preparado la tierra para el futuro brote verde, se sintió parcialmente satisfecho. Había llegado el momento de pensar en cómo transportar la semilla a lo largo de lo que probablemente serían milenios.
   Varias posibilidades acudieron enseguida a su cabeza: esconderla en algún lugar remoto, congelarla para preservarla, o confiarla a la fuerza bruta igual que había confiado el uso de la misma a la sabiduría. Y de nuevo, solucionó todo de un solo plumazo, valiéndose de todas las ideas a la vez: depositaría el legado en manos de alguna criatura de fuerza descomunal a la cual congelaría en el más remoto confín del orbe. Los herederos de los ocho sabios sabrían llegar hasta el enclave. Ya dejaría preparado algún conjuro que les impulsase a ello, con la esperanza de que funcionase tanto tiempo después. 


2. El mensajero.

   Alene era solo uno más en la colosal tribu de los gigantes. Ni siquiera el de mayor altura. Un tipo singular, de carácter tornadizo y no mucha paciencia, que rehuía de los convencionalismos sociales extendidos entre los de su condición, por no ser demasiado dado a compartir el aire con nadie. A duras penas sobrellevaba la presencia de otros seres vivos y rara vez no terminaba esta por irritarle. La única concesión que hizo nunca en este sentido fue a la serpiente Bogry, que así tuvo a bien llamarla. Este animal, valiéndose de las sombras, se había deslizado una noche en la enorme cueva de Alene, dispuesto a acabar con él, asegurándose así alimento de por vida, y si no concluyó en tragedia el temerario intento fue porque Alene, que soñaba que era querido y abrazado por un ente indeterminado, confundió sus sueños con el abrazo del reptil, que se enroscaba en su gaznate.
   El grandullón, inocente, devolvió el abrazo y despertó inmediatamente feliz y dispuesto  a corresponder para siempre esa muestra de cariño por parte de la bestia sibilina. Al final los temperamentos huraños no son más que una mascarada. A la bestia le hizo maldita la gracia la idea de ser secuestrada, pero el paso del tiempo y los constantes animales que Alene cazaba –o más bien cogía por las patas con apenas dos de sus titánicos dedos– y ofrecía a Bogry a modo de sustento, terminaron por aplacar sus ofidios ánimos, mientras su cuerpo crecía sin mesura a causa de tantísimo alimento y quién sabe si para adaptarse al gigantismo que la rodeaba y auspiciaba.
    Admiraba Alene las relucientes escamas de Bogry una bella tarde de la canícula cuando una bruma inexplicable, de hermoso livor, se formó en la entrada de la cueva del gigante.
   De entre ella emergió un ser pintoresco, de ropajes abigarrados y mirada decidida a todo. Era el mago A., quien sin demorarse en preámbulos, sostuvo la mirada a Alene, y le espetó una misiva tan concisa como terminante: «amiguito –A. tenía tendencia a la ironía, véase este diminutivo–, vas a tener el honor de custodiar una segunda oportunidad para la especie humana». 
   Acto seguido, uso de la magia mediante, se hallaban el brujo, el gigante y la serpiente –a quien Alene asió con fuerza por instinto tan pronto apareció la bruma, aunque ya se había arrepentido de ello varias veces en el breve espacio de tiempo transcurrido– más allá de la última barrera de hielo en las latitudes interboreales.    Incapacitado por las artes de A., el gigante era víctima de una frustración indecible mientras el hechicero le daba unas rápidas instrucciones, expresadas en segundos pero que habían de cumplirse per sécula seculórum. Según entendía, habría de aguardar congelado quién sabe cuánto, hasta que un grupo de humanos lo despertarían del gélido letargo con sus voces combinadas. Y solo cuando le comunicasen la palabra clave, «aparecen», el les entregaría el objeto contenido en la cista que con sumo cuidado A. depositaba ahora en sus enormes manos, entre conjuros susurrados para facilitar el éxito de tan rocambolesca empresa. 
   El taumaturgo consideraba un sinfín de escenarios en los que todo se torcía, pero escapaban los mismos a su control. Esto era lo único que podía hacer. Por supuesto sabía de sobras que obraba de un modo injusto, pero el fin justificaba los medios. Un gigante no valía más que toda la especie humana, y acaso esta tuviera a bien recompensar el sacrificio del coloso cuando llegase el día.
   Convencido por sus propios pensamientos, puso término a su maquinación: congeló al gigante y a la serpiente, bisbisando aun más palabras mágicas imprescindibles para que Alene no fuese víctima de la inedia ni el desfallecimiento y dejando todo preparado para el día crucial en que los elegidos aparecerían ante él y reclamarían el renacer humano. Alene permanecería vivo y conciente pero inmovilizado hasta nuevo aviso.
   La misma bruma violácea, ahora un poco más pálida debido a la escarcha que flotaba en la atmósfera, envolvió al viejo A. y le hizo desaparecer.
  Alene quedó allí a solas con sus tósigos, maldiciendo en idiomas que ni siquiera conocía, consumido por el ardimiento del rencor y amargado por un picor en la planta del pie que no podía aliviar a causa de su forzoso estatismo, o más bien estatuismo. Le hubiera sido de gran ayuda conocer la postura de Epicteto, pero el bueno de Epicteto tardaría siglos y más siglos en nacer, por lo que Alene no podía valerse de sus consejos sobre la aceptación del destino. Ni del amor fati, pues Nietzsche tampoco había existido.
   Alene pasó la friolera –nunca mejor dicho– de cincuenta siglos reducido a la forma de un carámbano de dimensiones inabarcables, calentándose solo gracias al odio acumulado y deseando que los humanos de marras aparecieran de una vez para darles la puñetera cista con el pergamino y largarse de allí tan rápidamente como sus enormes zancadas lo permitiesen.



3. Los elegidos.

   Cinco mil años habían transcurrido y el mundo había cambiado sobremanera. Alene no habría reconocido nada. Tampoco habría hallado su cueva, que había sido vilmente saqueada por su alto contenido en minerales valiosos para la producción de sabe Dios qué disparate.
   La humanidad, tal como había podido contemplar A. mucho tiempo atrás, había sido víctima –aunque cargando con buena parte de la responsabilidad– de una devaluación intelectual escalofriante. «Ya se han cumplido preclaros designios, esto ya es el planeta de los simios», en palabras del poeta Abarca. Millones y millones de lerdos, que para terminar de rizar el rizo, se creían muy listos. Dunning-Kruger global. El desastre era absoluto y todos los niveles de la existencia pendían de un hilo sobre el abismo del colapso.
   Fue entonces cuando sucedió lo que anunciara la profecía, lo que tenía que suceder. Ocho humanos, descendientes de una antiquísima línea sanguínea reconocida otrora por su altas capacidades, sintieron a la vez el misterioso impulso de dirigirse al extremo de la tierra, si es que existen extremos en una esfera, con perdón del terraplanismo.
   No había explicación racional que justificase su impulso, pero vamos, ¿quién necesitaba explicaciones racionales en esta etapa de la historia? Eran un incordio. Así pues, abrigándose y exigiendo algunos de ellos la compañía de sus ayudantes en tan impreciso y atolondrado viaje, pusiéronse todos en marcha a la misma vez.
   Semanas después, tras unos periplos llenos de fatigas y penurias de toda clase, el grupo se reunía, conocía y reconocía, en las tierras más alejadas de la civilización, donde el hielo era eterno. Y prosiguieron el camino juntos, sus espaldas cubiertas por los ayudantes que acompañaban a unos y otros, pues a fin de cuentas el estímulo inexplicable que les empujaba los llevaba a todos sin equívoco posible hacia el mismo punto.
   Tras algunas frías jornadas de marcha sobre la nieve, oteaban entre el velo de volátil hielo que conformaba el horizonte, una criatura como jamás habrían sido capaces de concebir, del tamaño de una montaña –con la que en realidad confundieron a Alene en primera instancia– congelada a más no poder. Y hacia allí se encaminaron con alacridad.
   Una vez en las cercanías, los ocho escogidos, descendientes de los genios, se separaron del campamento y recorrieron, ateridos y atenazados, los últimos metros que los separaban del gigante. En un momento de solemnidad absoluta, arrostrando el destino de toda una especie, demostraron que la imbecilidad había hecho metástasis a lo largo de todo el globo y que no había quedado una sola mente en condiciones de operar, ni siquiera aquellas privilegiadas y con un mejor historial en su haber. 
   Se comunicaron atropelladamente no sabían qué sobre unas letras –yo soy la ce, yo soy la ene, yo soy la a, no, no, la a soy yo, etcétera– que habían heredado y tras superar penosamente la confusión inicial y habiendo comprendido su misión, no sin antes dejarse arrastrar por un estallido de risa tonta y propinándose necios codazos entre ellos, vociferaron a grito herido: ¡CARA PENE!
  Qué buenas risotadas se pegaron mientras sus voces despertaban al bueno de Alene de su interminable letargo. Pero cuando la mole se empezó a incorporar, las carcajadas desaparecieron. Los congelados entonces parecieron ellos.
   Aquella injuria era lo último que necesitaba Alene, que ya estaba bastante quemado. «Alene cara pene». Para esto había aguardado todo aquel tiempo. Y sin embargo, aquí estaba su pequeña y merecida venganza. Los zotes llamados a sacar a su especie de la sentina cognitiva no habían dicho la palabra correcta. Alene los miró con indescriptible asco, masculló entre dientes «tenéis lo que os merecéis» y destruyó el legado que tanto había protegido, comiéndose el destrozo resultante para asegurarse de que nadie fuera a recuperarlo. Después, abrió de un puñetazo un boquete en el hielo que había poco más allá, puñetazo que paralizó aún más a los ocho necios, y tras haber agrandado el agujero lo suficiente con la ayuda de sus poderosos aunque entumecidos brazos, se zambulló dispuesto a morir en las gélidas aguas polares, convencido de haber cumplido ya demasiados años, casi todos para nada.

   Los ocho pasmarotes siguieron aterrorizados, incapaces de articular palabra, hasta que una risa gradual fue tomando forma desde lo profundo de sus entrañas. Esa fue su única respuesta a la oportunidad marrada: reír como necios. Se reunieron con sus ayudantes, que también reían sin saber por qué, y reemprendieron el largo camino de vuelta a casa, cada uno a la suya.
   El que cerraba la procesión, en un momento de lucidez, vestigio de una capacidad pretérita, sintió como la contrición le llevaba a mirar atrás, al lugar reservado en vano para la gloria humana. Pero enseguida se colocó unos auriculares en los oídos y canturreando «mi cama suena, mi cama suena, pam, pam, pam, urgh», mientras un hilillo de baba se congelaba ornando su rostro con una simpática estalactita viscosa, retomó el rumbo sin más inconveniente.

   Y aquí se acaba el cuento. La hemos hecho buena. El intelecto periclita sin remedio. Los esfuerzos individuales, aunque honrados y dignos de loa, son estériles. El declive está en todas partes; en los medios, en el aire, en la propaganda, en los alimentos. La egrégora se hunde en el cieno. Por si esto sirviera a alguien de consuelo, ser cada vez más zoquetes tiene un lado bueno. Y es que pronto lo seremos tanto, que ya ni sufriremos por ello. A decir verdad, ni siquiera nos percataremos.



domingo, 3 de octubre de 2021

Usura social


   Qué lejos parecen quedar ahora, cuando se observa la triste tendencia actual, aquellas pasiones innatas que empellaban a la gente a hacer de un oficio o profesión su telos.
   La vocación. Dignísima virtud humana que ha allanado el camino para el avance de toda suerte de artes y ciencias, merced a aquellas personas afortunadas que decidieron vivirla sin ofrecer resistencia, aceptándola como un don.
   Por supuesto el primer impulso es el de expresarse respecto a esta circunstancia en términos positivos. ¿Qué puede haber de malo en sentir la llamada de una meta superior, en entregarse al cumplimiento de un propósito, en convertirse con humildad en herramienta para el progreso humano? Concedido, las bondades de la vocación en sí parecen irrefragables. Pero el propósito no tiene por qué ser del mismo modo positivo, muy a mi pesar mío y de mi especie.

  Esto viene a colación del personaje que me dispongo a describir, quien fue presa de una profunda vocación que se apoderó de él hasta el tuétano. Su inclinación innata era la de llegar a ser banquero. ¿Puede considerarse el ejercicio de la banca como algo positivo? No es mi intención meter los pies en complicadísimos cenagales de los que no podría salir sino sucio, así que me limitaré a admitir que para los banqueros debe ser, en efecto, algo muy positivo y provechoso, mientras que para el resto de la humanidad, en especial a largo e incluso medio plazo, sospecho que no tanto. Diría que sus víctimas observan la profesión financiera, el vampirismo pecuniario, desde todo un espectro de emociones, que incluye escasas amabilidades.
   Pero insisto, no quiero extraviarme en estas divagaciones, sean más o menos ciertas. Allá cada cual con su opinión al respecto. Nuestro protagonista, Josué, sentía bullir en su ser la proclividad a las actividades financieras.
   No obstante, por desgracia era un zopenco y el empuje de su espíritu no se vio acompañado por un intelecto a la altura. Por lo tanto tuvo que conformarse con ser un obrero; el concurso de las circunstancias no siempre resulta favorable a nuestros deseos, esto es de sobras conocido por todos.

   Josué pasó por la vida luchando por su jornal como cualquier hijo de vecino. Así que no me extenderé en tediosas explicaciones sobre su rutina, que es la de tantos otros, e iré directamente al punto de inflexión en que pudo aunar la existencia gris con su aurífero anhelo.
   Por mor de una serie de carambolas, llegó el día en que pudo empezar una nueva etapa laboral en el extranjero; una nueva vida abría sus puertas para él. Y por supuesto, el instinto le hizo ver la oportunidad 𝘪𝘯 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘪𝘯𝘦𝘯𝘵𝘪, pues la vocación es siempre preclara: ejercería de banquero a pequeña escala, sería un diletante de las finanzas.
   ¿Cómo pensaba hacer eso? Es más sencillo de lo que puede creerse. Cuentas hay de muchos tipos. Y él dio inicio a un inaudito libro contable. Un libro de favores.

   Se frotó las manos ante la perspectiva y se lanzó a la caza de clientes. Necesitaba a personas que desearan préstamos. Él los ofrecía a diestra y siniestra, de noche y de día. Favores siempre cómodos de realizar, que no salpicasen demasiado y que se ajustasen a su conveniencia, sobra decir. «¿Quieres que te ayude con eso? ¿Necesitas tal cosa? Vamos, vamos, sin problema, para eso estamos». En ocasiones, ante la negativa de personas que se sentían perturbadas por su insistencia, endurecía el discurso y lo elevaba al imperativo: «Que te hago el favor y punto», imposición que esta gente timorata no hallaba modo de contradecir. Y si es que no hallaba el medio de conceder favores, entonces se dedicaba a repartir golosinas con frenesí, a poder ser a aquellas personas de su entorno que gozasen de cierta autoridad o influencia. Por supuesto jamás mencionó el tipo de interés. Por su discurso se deducía con claridad que el interés era del orden del cero, del más inofensivo e inexistente cero. Sus clientes, que no lo conocían de nada, llegaban a sentirse conmovidos por una actitud tan servicial. Qué sinnúmero de socorros llevó a cabo. Qué buena persona era.

   Esta encarnación del servicio al prójimo, empero, apuntaba todo en un gran libro en blanco, de tapa dura, que se había agenciado para tal fin. Cada pequeño favor, hasta la última golosina obsequiada; todo era patentizado y cuantificado en su libro contable. Un libro contable, cabe señalar, de una deficiencia tal, que solo consideraba el debe y jamás tuvo espacio para el haber. Josué registraba siempre cuanto daba y nunca cuanto recibía. Si sus cuentas aumentaban, pese a ser consideradas únicamente en la mitad de su todo, fue porque cada vez disponía de más y más clientes. Más y más personas sibilinamente embaucadas.

   Así que toda vez creada tan suculenta cartera de clientes, llegó el tiempo de la cosecha. Aquel método empleado por la CIA, coloquial aunque merecidamente llamado «terrorismo financiero» consistente en destrozar países y empobrecerlos, para, una vez obligados a aceptar préstamos, adueñarse de todos sus recursos naturales, su sangre y la sangre de sus hijos y hasta el cielo sobre su territorio, 𝘢𝘥 𝘢𝘦𝘵𝘦𝘳𝘯𝘶𝘮, era un juego de chiquillos. Los semblantes de dichos emisarios del Poder se arrebolarían ante el despotismo con el que Josué extendía sus facturas. ¡Ay, amigo! ¡Qué caro el caramelo! Si le vendes tu alma a Satanás será más flexible contigo.

   Josué se sentía ahora como el dueño de su entorno. Poseía un ejército de secretarios, peones de mudanza, traductores, amanuenses, pintores, electricistas, fontaneros, recaderos, masajistas y hasta jefes y astronautas, lo que le apeteciese y conviniese, todos sometidos por el peso de la deuda. «Al mundo ya no lo mueve el dinero sino la deuda». Y el entorno de nuestro aspirante a banquero era a esta premisa lo que los átomos son a los planetas. A juzgar por la intensidad y densidad de la concentración de deuda, ofrecía visos de llegar a convertirse en el núcleo de la deuda universal, con la macroeconomía girando en órbitas lejanas e inabarcables, pero siempre en torno a la usura más condensada, que era la suya.

   Poco duró, eso sí, su majestuoso poder. Sus planes omitieron un detalle de bastante relevancia: los banqueros antes de ejercer de sanguijuelas, tuvieron la precaución de establecer un marco legal que les amparase y respaldase. Él no. Así que con el paso de los meses, empezaron a surgir las primeras protestas por parte de sus, hablemos claro, explotados. ¿Y cómo iba a obligarles a nada? Qué desamparado llegó a sentirse ante las primeras negativas. Desarrolló para combatir tal desvergonzada actitud un abanico de herramientas que comprendía desde el chantaje emocional hasta la amenaza física, pasando por la renegociación de la deuda, pero siempre aderezadas con dosis más o menos evidentes de violencia verbal y dominación.

   Ni por esas. Puede que a los más necios o cobardes los hiciese comulgar con su visión mercantilista de las relaciones, pero cada vez más gente aprendió a mandarle a tomar viento, a freír espárragos, al infierno o directamente a la mierda. Él jamás pudo comprender cómo podía ser la gente tan desagradecida. Se le escuchaba sollozar por los rincones, entre hipos desolados, «con todo lo que yo he hecho por ti».

   Se fue quedando solo. Cada vez introducía menos favores en su libro y lloraba observando sus páginas en blanco. Este mundo, con su ingratitud, no merecía a personas como él. Era una víctima, un incomprendido. Desde el resentimiento, observaba a los demás hacer una vida normal, y juzgaba como mezquino todo favor altruista que se llevara a cabo entre sus congéneres. Su mente no era capaz de concebir algo así. «Mírale –se decía–, es evidente que es un interesado, ofreciéndose para ayudar. Es un falso que solo aspira a ascender valiéndose de esa mascarada». Este era el único escenario posible en su comprensión de la realidad.
   Le habría venido bien reflexionar. A fin de cuentas el ostracismo le estaba afectando. No solo le faltaba la legión de vasallos, a estas alturas le faltaban incluso el afecto, el calor humano, la compañía. Pero seguía obstinado, el orgullo era un escollo demasiado grande para él.
   Un paseo por el campo, con objeto de lanzar el libro al río y empezar, lentamente pero con ganas y compromiso, el proceso de aprender a actuar desinteresadamente, de satisfacerse con la solidaridad y el altruismo, habría sido la solución a todos sus problemas.

  Pero, tal vez porque se había convertido en un inútil demasiado dependiente de sus deudores o quizás por miedo a su propio recibo, el tipo de los favores ya no era capaz de hacerse un favor a sí mismo. 


 


jueves, 13 de mayo de 2021

Mi retiro espiritual

 En la primera habitación convivían siete almas: la de una mujer adulta y las de sus seis gigantescos canes. Dos dogos, tres mastines y un lobero irlandés. Perros de unas dimensiones desproporcionadas que se disputaban cada centímetro cuadrado de aquella reducida estancia y que compartían con su ama un acentuado deje de misantropía en general, particularmente enfocado hacia los vecinos de las otras habitaciones. Tan pronto como sus finísimos sentidos les hacían advertir la llegada o siquiera la presencia de algún otro inquilino, los colosales chuchos enloquecían y estallaban en un ronco concierto de ladridos y espumarajos, rebosantes de compartida insania, que recordaban lejanamente a los discos de Enrique Iglesias y a los que incluso, en las noches de luna llena, se añadían los gruñidos de la señora. De un modo muy natural, eso sí. Una nota de armonía que exornaba el caos.
 Cuando el yerno suizo de esta buena mujer le quiso obsequiar con un San Bernardo, ella consideró que era una idea fantástica y que ya aprenderían a apretujarse todos un poquito más en la habitación. El yerno se ofreció a traerle en persona el San Bernardo desde los mismos Alpes suizos, y ella, ante tanta amabilidad, convino en ir a recibir a ambos, yerno y can, al aeropuerto. Declaró que pensaba acudir a la cita acompañada de sus seis «hijos», noticia que sentó como una patada en los riñones al obsequiante, conciente del bochinche que se armaría en la terminal, pero contra la que no encontró a tiempo ninguna argucia que le permitiese intentar impedirla. Aterrizaría en unos pocos días, concretamente el quince de marzo.

 En la segunda habitación vivía un solo hombre pero también toda una orquesta. Era uno de esos músicos apasionados que se esmeraba en emplear cuantos más instrumentos a la vez, mejor. Un hombre orquesta. El artista se dejaba el alma en cada interpretación, y no era tarea sencilla conseguir que todos aquellos instrumentos produjesen música, a poder ser la misma música, al unísono. Sus amigos le decían que fuese un poco más realista, que sus pretensiones superaban con mucho a la capacidad humana, pero él era demasiado tozudo, autodenominado eufemísticamente soñador, para dar su brazo a torcer ante aquellas reconvenciones. El brazo ya se lo torcía la tuba. La orquesta con la que intentaba cargar constaba de dicha tuba, contrabajo, piano de cola, bombo, hidraulófono y triangulito. Había pergeñado un curioso sistema de cuerdas y arneses para poder cargar con todos esos artísticos cachivaches sin dejar de sacarles notas.
 Por supuesto, era humanamente imposible que tal empresa tuviera éxito, y pese a sus denodados esfuerzos y su perseverancia, solo había conseguido cosechar un fracaso tras otro hasta aquel entonces. Estos dolorosos fracasos le hundieron en el abismo de las drogas y le convirtieron en un adicto al sulfato anfetamínico, llamado cariñosamente spiz. ¿Le ayudaron a sobrellevar sus incapacidades los estupefacientes? Por lo menos le sirvieron de acicate. Tras inhalar polvo por la nariz hasta sangrar, volvía furioso a sus instrumentos y se fundían, el hombre y la orquesta, como si le fuera la vida en ello.
 Su calendario tenía una fecha marcada en rojo, rojo sangre nasal, en la que tendría una audiencia con un jefe de circo, audiencia en la que depositaba todas sus esperanzas (seamos claros, se mascaba la tragedia) y que tendría lugar el quince de marzo.  

La tercera habitación la ocupaba una señora casi inmortal, de edad difícilmente calculable, que había perdido el oído, para bien o para mal, ya hacía décadas. Estaba sorda como una tapia. Le suponía un esfuerzo titánico llegar a oír su propia voz interior.
 Ella solo fue una víctima más de aquel infame drama humano conocido como la telebasura. Cuanto más gritaban los botarates que conformasen la tertulia de turno, cuanto más estridentes fuesen sus chillidos, tanto más se resentían los tímpanos de nuestra heroína, que concedía poquísima importancia al precio que estaba pagando por su adicción a la coprofagia audiovisual, el cual combatía de un modo tan sencillo como eficaz: subiendo el volumen de la caja tonta. Evidentemente los decibelios cada vez le sabían a menos y tuvo que incorporar dispositivos específicos que le permitieran aumentarlos de un modo todavía perceptible por sus tímpanos en huelga (¿quién puede juzgarlos? Todos preferiríamos morir a vivir en esas condiciones).
 Se compró altavoces, el estéreo, el dolby surround, mega bass, audífonos y una trompeta de oído de elegante remate. Toda esa inversión fue un acto de altruismo. Ahora se enteraba la comarca entera de las sandeces que se discutían en aquellas tertulias. Se enteraban todos menos ella, sí, pero no era óbice para interrumpir su incansable lucha. Había visto en la televisión que próximamente saldría al mercado un altavoz de tecnología alienígena reforzado con el eslogan “sonido súper bestia”. Su sueño se materializaba. Estaría allí horas antes de que abriese la tienda, dispuesta a golpear al prójimo si fuese menester para ser la primera en hacerse con aquella monstruosidad. Salía a la venta el quince de marzo.
 
La quinta habitación era hogar de un incansable artesano consagrado a la producción casera de bocinas de compresión. Trabajaba a destajo durante jornadas que parecían no tener fin, y en sus escasos ratos libres se entregaba a la noble afición de elaborar vuvuzelas. No existe criatura en este mundo en condiciones de desmerecer el empeño de este señor en su trabajo; su compromiso con la producción de bocinas rayaba en lo vesánico. Sin embargo, contaba para su descargo con un pequeño aunque eficaz ayudante. Un mono malayo al cual había domesticado y que había llegado a aprender, con mucha paciencia, el oficio de bocinero. A veces se relevaban en las funciones, y era el mono quien creaba una potente bocina que probaba el artesano, pero lo habitual era que el gaje del mono consistiese en experimentar con las creaciones de su amo. Tenía buenos pulmones la criatura para ser tan pequeñita, y se le llenaba el tórax de aire y de placer por igual cuando llegaba el momento de entonar una buena vuvuzela, porque sí, había aprendido a deleitarse también con la afición del artífice humano y se recreaba con aquellos gozos infundibuliformes.
 En las últimas semanas se habían empleado a fondo, sin ceder terreno siquiera al descanso, en la producción y testeo de una cantidad ingente de bocinas. El motivo de este frenesí laboral era la cada vez más cercana en el tiempo “gran feria anual de la bocina de compresión”, a la que acudían fabricantes y usuarios de los cuatro puntos cardinales, ávidos de una buena ración de potentes bocinazos, y en casos como el que nos ocupa, en busca de un suculento contrato. Aunque este artesano y su mono malayo no caían en el pueril desatino de reducir su actividad al lucro. Amaban su oficio y no solo asistirían a la feria con afán de vender, sino también de comprar los últimos productos y novedades. La esperadísima feria tendría lugar el quince de marzo.

 La sexta habitación era todo un nidito de amor. O tal vez lo fuera tiempo atrás, porque la situación se había complicado un pelín. Aquel techo daba cobijo a un joven matrimonio que se hallaba inmerso en un doloroso y violento proceso de separación. Las discusiones habrían hecho palidecer a un veterano de guerra y consistían por lo común en un ledo intercambio de exabruptos entonados a todo pulmón. Violencia verbal, en ambas direcciones, salpicada con sutiles toques de violencia física, en ambas direcciones también. Belicismo concentrado. Para acabar de complicar la coyuntura, la pareja tenía tres vástagos, de la misma edad, esto es, seis, seis, seis añitos, y que pasaban por ser sendas encarnaciones de cada una de las testas de Cerbero. Surgidos del cieno del más profundo pozo del Yahannam, estos querubines invertidos pugnaban ferozmente por obtener la atención de sus padres, aunque era una meta inalcanzable porque aquellos estaban siempre demasiado entretenidos atosigándose mutuamente. Los niños habían desarrollado estrategias varias en busca de satisfacer su propósito. A veces entonaban trenos, a veces se golpeaban hasta llenarse de moratones y arrancarse buena parte de sus rútilos cabellos, y en cualquier caso organizaban siempre una babel indescriptible, tristemente improductiva en cada ocasión.
 Las autoridades estaban al tanto de aquella debacle humana y una asistente social se había remangado y había jurado poner orden en aquel núcleo familiar. Mucho tiempo después se estremecería entre carcajadas histéricas al oír el apellido de aquellos seres a los que ahora pretendía pacificar, pero, desconocedora aún del trágico destino que estos le depararían, empezó por citarlos para una primera entrevista colectiva, en la que intentarían trazar una estrategia de conciliación. Ingenua. Este primer tete-a-tete se produciría el quince de marzo.

La séptima y última de las habitaciones era morada de un tranquilo señor de austera y ordenada vida monástica, que vivió sumido durante largos lustros en unas profundas meditaciones. Inalterable, sereno, ejemplo de mansedumbre y quietud taoísta, su vida se fue al traste cuando yendo a por incienso se extravió y acabó, sin saber cómo, en un evento político. Una gran reunión con miles de abducidos de un signo u otro, circunstancia irrelevante pues todos los colores políticos son el mismo en un tono distinto. Al pobre hombre aquel día se le introdujo un demonio ancestral en el cuerpo. Quedó poseído. Y esto es lo mínimo que puede ocurrirle a quien se aventura a participar de eventos de índole marcadamente satánica como son los mítines políticos.
 Volvió a casa vomitando bilis y profiriendo unos chillidos de ultratumba espeluznantes. Parecía el primo afónico de Dani Filth. No conseguía permanecer quieto ni un solo instante y alternaba sus desgarradores gritos con el lanzamiento de objetos contra las paredes, añadiendo la percusión a los coros de las múltiples voces que le subían desde las corrompidas profundidades del alma.
 Sus familiares se asustaron mucho cuando se enteraron de la noticia y acudieron prestos a las autoridades eclesiásticas pertinentes, que a su vez enviaron un whatsapp al más reputado exorcista de Roma. Este se comprometió a acudir desde la Santa (santa mis cojones) Sede hasta la diócesis parroquial del barrio, donde procedería a echarle una garrafa de agua bendita al desafortunado y a decirle cuatro cosas bien dichas en latín, como si eso fuera a servir de algo. El poseído sería entrevistado, y siendo optimistas, quizás incluso sanado, el quince de marzo.

 Si eres una persona atenta habrás notado que me he saltado la cuarta puerta. La del medio. Eje y centro de aquella vecindad. No ha sido despiste. Lo que sucede es que la cuarta puerta daba a una habitación desocupada que buscaba, o mejor dicho rebuscaba una y otra vez, un nuevo inquilino. La convivencia era… cómo decirlo… conflictiva. Pero todo eso fue imposible de saber todavía para mí, que concerté una entrevista para ir a verla aquella soleada tarde del día, oh casualidad, quince de marzo.
El casero vino desde lejos porque él vivía en la gran ciudad y aquellas habitaciones se ubicaban en una masía muy en las afueras. El enclave era precioso, un templo del verdín, y conquisto de inmediato mi corazón. Esto era lo que buscaba, PAZ, en mayúsculas.
 El casero tan pronto miraba extrañado a las paredes como si oyera, o más bien como si no oyera voces que sí debería oír, como me miraba a mí con una amplísima sonrisa y cierta ansía febril por sellar nuestro arrendamiento.
Algo en su estampa, unido a aquella silenciosa habitación y aquel hermoso entorno, terminó por conmoverme, y así, le confesé:
  -Escuche, quiero ser honesto. Si he venido hasta aquí en busca de alojamiento es porque huyo de dos fantasmas que me atormentan sin tregua. El primero es una migraña sempiterna y horriblemente destructora que me impide casi el contacto con la existencia. El segundo, quizás ilación del primero, es un temperamento atrabiliario y tornadizo que oscila entre dos extremos muy marcados, siendo uno un mal genio intratable y el otro la cólera homicida. Estoy aquí por recomendación no solo de mi neurólogo, sino también de mi abogado. Y ambos han sintetizado el consejo con las mismas palabras: «así evitaremos una tragedia irreparable». No sabe usted lo mucho que me emociona llegar hasta aquí y disfrutar de este hermoso silencio. Siento un agradecimiento enternecedor y estoy dispuesto a aumentar una pequeña cantidad a la suma que tenga usted a bien pedirme, porque le considero mi salvador.
 Hubo entonces un bonito silencio.
El tipo se limitó a responder escuetamente «por supuesto, disfrute de su nuevo hogar» y a extenderme el contrato entre camanduleros guiños de ojos y otros gestos de una amabilísima cortesía.
En ese momento sentí que podía confiar en él y sí, así, así el bolígrafo con la determinación de quien sabe que está tomando la mejor decisión posible. 

jueves, 6 de mayo de 2021

Olvidé el título ingenioso


En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no consigo acordarme, ha mucho tiempo que vivía un hombre de nombre Toribio, de muy buen corazón y talante, pero aplastado por las circunstancias.
Sus esfuerzos por comprender el cúmulo de adversidades que, infatigables, se encarnizaban con él, derivaban por lo común en la misma conclusión: no hay justicia en este mundo.
Cornudo, explotado, estafado, repudiado, traicionado, lesionado, feo, enfermo y con halitosis, y lo peor, sabiéndose bondadoso y altruista. Sabiéndose poco merecedor de tanta desdicha. 
No estoy en posición de cuestionar la capacidad del buen Toribio para el estoicismo o para la valentía de apechugar con una sonrisa, pues yo mismo soy del género quejica, así que me limitaré a exponer lo que él consideró como la solución que disiparía las persistentes nubes que ensombrecían el bello paisaje de su interior. A saber: beber para olvidar.
Ah, pero no lo condenes aún. Toribio no era de esa laya de personas que se aferran a recursos mediocres, a remedios que solo lo empeoran todo. No pensó en beber alcohol y no habla muy bien de ti que hayas dado por sentada semejante vulgaridad. Pensó en beber las cristalinas aguas del olvido. Es decir, Toribio resolvió peregrinar hasta el legendario río Lete, para una vez allí, dejarse mecer por sus aguas y disfrutar de sus efectos, de la preterición que las acompaña, sobre su mente ya agotada.

El camino ya fue en sí una suerte de liberación; otear la salvación en lontananza le insuflaba esperanzas y energías para seguir recortando distancias con el horizonte.
Tras muchas jornadas de una fatiga alegre como pocas, alcanzó al fin su meta. Y no habría sabido decir si el poderoso río ya ejercía sus bondades sobre él o si, a semejanza de la Ítaca de Kavafis, el recorrido ya había obrado lo que él esperaba hallar en la meta misma. Pero fuera por una causa u otra, había olvidado todas sus miserias y tribulaciones, y esto le satisfizo.
De todos modos, cayó en la cuenta de que había ido hasta ahí con la intención de beber, aunque ahora ya hubiese olvidado, así que por si acaso, bebió de un solo trago dos litros y medio de aquellas misteriosas aguas. Entonces olvidó no solo los pesares sino también todo lo demás, hasta el extremo de abandonar incluso su nombre y su razón de ser. La palingenesia fue repentina e irreversible.

¿Qué hacer con su nueva y flamante existencia? Respiró hondo, y admirando el hermoso paisaje y sintiéndose tan vivo y a salvo, cometió el error fatal que ningún necio antes osó siquiera considerar. Se instaló allí mismo, a orillas del caudal de las amnesias.
Luego pasó lo que tenía que pasar. Aquello que con tanta precisión describió Knopfler: «otros viajeros pasaron por allí y no volvieron sobre sus pasos, ni fueron más allá. Entonces llegaron las iglesias, entonces llegaron las escuelas. Llegaron los abogados y llegaron las leyes».
Un hombre (ahora sin nombre) acampado, atrajo a otros hombres despistados, y el asentamiento creció y se convirtió, con el paso implacable del tiempo, en aldea, en ciudad, en metrópolis.

La gran metrópolis a orillas del mítico río Lete. Algo que ni los más valientes se habrían aventurado a proyectar. Una realidad completamente distinta a todas las demás. El poder de la corriente se desbordaba sobre todo aquel hábitat, pues evidentemente, aun si no hubiesen bebido el agua directamente, esta se filtraba y desleía en el suelo, en el aire, en los alimentos cosechados y en definitiva por doquier, pero es que de todos modos no olvidemos (ironía fina) que también aplacaba la sed de los ciudadanos de forma directa. Así pues se entreveraba en el día a día de aquel lugar, afectando a todos los ámbitos de la cotidianeidad.
No es de extrañar que la vida en semejantes condiciones fuese complicada. El verdadero mérito no era que la ciudad progresase, lo cual ya podía considerarse excepcional; el mérito era que sobreviviese.
Debo señalar que en algún momento de la evolución de aquella curiosa urbe, alguien, poco menos que un arbitrista, tuvo el tino de intentar poner un límite a las consecuencias de haberse establecido en semejante enclave. Este alguien tuvo la brillante ocurrencia de minimizar los estragos mnemónicos instalando un descomunal filtro capaz de suavizar la potencia de la mayor parte del agua que acababa en la ciudad. Solo aquello evitaba la tragedia absoluta. Gracias al filtro la gente podía por lo menos recordarse a sí misma y a los suyos y se limitaba a olvidar, parcial e irregularmente, todo lo externo a sus relaciones personales, evitando el colapso y derrumbe del insólito lugar. El aparato depurador salvaba a la ciudad de un devastador alzheimer colectivo que nadie sabe en qué habría podido derivar pero que habría significado el fin a todas luces. 

No obstante, allí las cosas por lo general se hacían atolondradamente. Y cuando había suerte, a fuerza de oportunos y salvadores destellos de lucidez. La ciudad hubiera podido llamarse «Ah, sí». Aunque nadie habría recordado que la ciudad tenía un nombre de todos modos. Todo debía agradecerse a la fortuna y la casualidad. La gente cogía el coche sin recordar hacia dónde se dirigía. Pero tampoco llegaba a su destino porque olvidaba poner gasolina. O bien recordaba súbitamente que la gasolina existía, pero era en balde ir a buscarla porque el encargado del suministro olvidaba que debía ir a trabajar.
Jamás se aprobó un examen a menos que el examinado tuviese un alarde de inspiración y canalizase la ciencia infusa. Proeza no recompensada porque el maestro olvidaba corregir la prueba. Profesiones había, pero sujetas a la buena improvisación y el buen tuntún. La gente abandonaba sus objetos constantemente, sin que la oficina de objetos perdidos tuviera trabajo alguno, pues no recordaba la oficina quien había perdido la gorra, ni la recordaba quien se encontraba la misma gorra. Allí se perdía buena parte de las posesiones materiales propias, pero al mismo tiempo se podía encontrar buena parte de las posesiones materiales ajenas, con lo que, a su descuidada manera, prácticamente habían abolido la propiedad privada. 
Se olvidaba cerrar el gas y se causaba un incendio, pero no se recordaba el número de los bomberos, ni se recordaba dónde estaba el teléfono. Y si es que alguien rememoraba que estaba encomendado a la lucha contra el fuego y veía por casualidad la columna de humo adornado el cielo, entonces corría hasta el lugar siniestrado, para darse cuenta de que había olvidado que necesitaba la bomba de agua. Aquello era el reino del despiste y la improvisación, pero avanzaba, aunque fuese de un modo peculiar.  
Los que realmente hacían su agosto en aquellas tierras eran los vendedores de agendas, despertadores, mapas y calendarios. Estos verdaderos estafadores vendían sus productos, inútiles por otra parte, a las mismas personas una y otra vez, las cuales a duras penas recordaban poseer una agenda, mucho menos conseguían recordar darle uso. Se encontraban un buen día con un rimero de agendas sobre la mesita de su salón y entonces se preguntaban, ¿para qué demonios habré venido hasta el salón?

Pero el filtro que sostenía este precario y desordenado orden no funcionaba solo. El encargado de su uso era venerado, cuando se acordaban de él. Era un puesto fundamental, como ya he dicho, para la supervivencia de la urbe y se heredaba de generación en generación, creando así un verdadero linaje de suavizadores del poder del agua. Cabría preguntarse cómo aquellos héroes de la sociedad del despiste conseguían recordar y acometer a diario su labor. Lo cierto es que poseían un secreto que garantizaba su eficacia profesional. El primero de su estirpe se tomó la molestia de ir hasta el río Mnemósine (era obligación de los dioses crear una contrapartida para el influjo del Lete, en aras de preservar el equilibrio universal) y venir cargado de garrafas llenas de su preciado líquido, capaz de hacer recordar cualquier cosa. Es cierto que tuvo que ir dos veces porque el primer viaje solo sirvió para, una vez ingeridas las aguas de la memoria, recordar que había olvidado las garrafas. Pero pese al contratiempo, la empresa tuvo éxito y las instalaciones del filtro urbano fueron aprovisionadas abundantemente con agua útil a la memoria. Por lo tanto aquellos centinelas de la ciudad se esmeraban puntualmente sin problema alguno.
Cabría preguntarse también por qué estos protectores de la ciudadanía no advertían a los demás de la existencia de otras aguas que contrarrestaban los efectos de las aguas del Lete. O por qué simplemente no se mudaban todos a las orillas del otro río y se evitaban este confuso proceder estocástico que les caracterizaba. Paradójicamente el primer impulso de nuestra especie es la pereza, más o menos disimulada, no nos engañemos. El Mnemósine estaba demasiado lejos. Y además, como sabe cualquier persona que se jacte de tener una memoria digna, los báratros de la memoria son mucho más horribles que los del olvido.  

¿Por dónde iba? Ah, ya recuerdo. Pues resulta que los custodios del filtro tenían un antídoto que les permitía moderar la catástrofe. Bueno, eso fue hasta que el último custodio se equivocó de garrafa una buena mañana, en la que para colmo venía hidrópico perdido, y empinó el codo de lo lindo vertiéndose agua del Lete por el gollete.
Naturalmente, como ya le sucediera a aquel buen hombre llamado originalmente Toribio, olvidó 𝘪𝘱𝘴𝘰 𝘧𝘢𝘤𝘵𝘰 hasta su nombre. Y habiendo olvidado su nombre, ¿cómo no iba a olvidar el filtro?
Por lo que el triste despiste trajo el caos, y este se cernió sobre la urbe como un enorme contagio irrefrenable. Los ciudadanos sucumbieron a un pánico cerval al sentirse desposeídos de sí mismos en mitad de aquella jungla de cemento y asfalto y rodeados de extraños aterrorizados a su vez. En cuestión de horas la convivencia degeneró hasta límites insostenibles y ya no se contaba siquiera con los oportunos destellos de lucidez. La civilización había descendido hasta una confusión visceral, engalanada de un inexplicable y furioso odio mutuo. Muy a lo Golding. Los tortazos se decuplicaban entre los nuevos desconocidos.
Y aún tuvo aquella ciudad maldita la postrera oportunidad. Una feliz casualidad hizo que el alcalde aquel día se extraviara al no recordar el camino al ayuntamiento y acabara en el extrarradio. Para esta buena gente la última Tule era cualquier cosa más allá de los límites del presente inmediato y si no llega a ser por el olor a comida que le trajo de vuelta a la ciudad, no sabemos qué habría sido de él ni de sus conciudadanos. Pero consiguió volver, consiguió recordar que era el alcalde y además consiguió comprender que la situación era apocalíptica. No podíamos pedirle también que recordara el filtro de marras.

Desesperado e impotente, evocó (su última proeza heroica) a los dioses que regían sobre estos ríos del Hades, a los que reconocía como única autoridad sobre aquellos designios. Es verdad que no recordó cómo contactar con estos entes pero no le fue necesario; por obra de birlibirloque estaba de súbito ante su presencia, pues al parecer funciona así el asunto, y postrose ante ellos en actitud suplicante. Mas su desesperación no fue tomada en serio. Los dioses estaban de tornaboda y a lo suyo. Habían creado esos ríos en tiempos inmemoriales y los habían puesto a disposición de los mortales, ¿qué les importaba el mal o buen uso de sus cauces? ¿A qué venir a dar la lata con estos lloriqueos? Trabajo le costó al pobre alcalde convencer a las deidades de que se dignasen a intervenir, y no consiguió más que la promesa del envío de un centurión angelical, «de aquí a un rato», que las cosas de palacio van despacio, y ni siquiera garantizaron al más espabilado de dichos centuriones. En realidad eligieron a aleve a Aleve, que así se hacía llamar. Un torpe ángel recién ascendido de manera circunstancial pues se había producido entre dichos centuriones una baja por defunción tan atípica como rocambolesca. El alcalde dio las gracias entre dientes y no del todo convencido y tan de pronto como fue traído, así de pronto fue devuelto.

Estaba en medio del caos de nuevo. Y casi le da un síncope cuando vio abrirse la bóveda celeste e irrumpir con brío a una descomunal mole alada, pues había olvidado ya la olímpica reunión en la que había participado poco antes. Así que no entendió un pimiento, pero su instinto le dijo que aquella criatura gigantesca había venido a ayudar. Y estaba en lo cierto, pero las cosas no salieron como habían sido previstas. Fue tocar el suelo y aquel centurión novato fue víctima de los vapores de aquella atmosfera, al igual que todo hijo de vecino. Se quedó clavado, como si fuera idiota, intentando esclarecer su mente y comprender qué era todo aquello y por qué estaba él ahí. Pudo dar gracias la gente de su imbécil gesto estatuario, pues de haber sido corrompido por el mismo odio que secuestraba sendas amígdalas a los mortales bajo sus pies, habría exterminado toda forma de vida en cuestión de segundos. Y eso que los mortales, ajenos a toda conciencia, la tomaron con él. Pero merced a su naturaleza pétrea aquellos ataques ridículos ni los notó y permaneció indefinidamente en sus bobas cavilaciones.
El que había venido a poner orden no puso más que una sombra enorme sobre los disturbios y estos continuaron hasta que solo hubo vida vegetal en aquella ciudad condenada. Los animales no humanos se largaron todos a tiempo en intrépida desbandada, mostrando una sensatez superior una vez más. Quedó la vida vegetal y por supuesto la angelical, pues el patoso centurión sigue allí discurriendo sin moverse un ápice siquiera. Y tampoco puede decirse que le echen de menos sus jefes, quienes no necesitaron de un traguito del fantástico río Lete para olvidar por completo a su subordinado.


 


domingo, 30 de agosto de 2020

Tres renuncias embotelladas

 
  Mecida durante años por los embates marinos, una vieja y desgastada botella verde recorrió un interminable trayecto que la llevo por las aguas de medio mundo.
Atravesó tormentas, recibió picotazos de gaviotas, dejó que el sol degradara su color de un modo implacable y siempre se mantuvo a flote, siempre a la misma altura sin importar las hondas profundidades que tuviese bajo su cuerpo.
Su húmedo vaivén tocó a su fin el día en que llegó a las costas de una remota ínsula oceánica, donde fue depositada de manera casi despectiva, como escupida, sobre una arena extraordinariamente limpia.
Allí permaneció durante días hasta que fue a dar con ella un anciano de rostro cetrino y pingajos por atavío que se había acercado a observar el mar desde aquella cala muy escondida a la que casi nadie tenía acceso. El anciano solía visitar este recóndito paraje casi siempre con el mismo deseo, el de encontrar paz y soledad. Su contemplación del ponto respondía sobre todas las cosas a su necesidad de dar la espalda al mundo. Su divorcio con ese mismo mundo era irreversible. Había agotado muchas de sus fuerzas y esperanzas y cada vez dependía más de estos momentos llenos de salitre para obtener las respuestas correctas, y a menudo incluso para obtener las preguntas correctas, que le insuflaran algo de tenacidad.
Su primer instinto al observar el cuerpo extraño de vidrio reposando en aquel rincón alejado del mundo al que venía a someterse a sí mismo a severos interrogatorios, fue de alerta. Pensó que la civilización había llegado hasta su cala oculta, y temió por las consecuencias de tal circunstancia que él solo podía juzgar como trágica.
Un vistazo más detenido al envase le hizo cambiar de opinión, no sin alivio.

Un primer y pequeño alivio.

  La botella portaba en su interior lo que aparentaba ser una hoja, enrollada y retorcida de tal guisa que ocupaba por completo el contenedor que la mantuvo a salvo en su travesía salada.
El anciano se arrodilló en la arena y con un pulso que temblaba un poco por la decadencia celular y otro poco por la excitación de la serendipia, extrajo cuidadosamente del envase el rezago vegetal.
  Se asombró de su tamaño al desplegarlo por completo, no recordaba haber visto nunca hojas de semejantes dimensiones. Y aún se asombró más al descubrir la considerable serie de cicatrices concatenadas que mostraba aquel pedazo amputado de alguna planta; planta que su imaginación situó tan lejos como pudo.
Las marcas seguían algún tipo de patrón y sonrió y se declaró tonto a sí mismo al dar la vuelta a la hoja y ver un texto grabado en ella por mor de precisas punzadas.
Le llevó varios días y la asistencia de un diccionario requisado de la biblioteca pública (para siempre aunque lo ignorase todavía) conseguir descifrar lo que allí había escrito. El idioma era desconocido para él y la escritura se había deteriorado con el paso del tiempo y las agitadas circunstancias del medio que la transportó, pero él no cejó en su empeño y acometió resuelto la empresa, hasta la satisfacción del éxito final.
  La misiva resultó ser algo parecido a una alerta, a una llamada de socorro, a un grito de auxilio. Rezaba exactamente así:

  «He naufragado y permanezco solo en una isla que no sé ubicar. Tampoco sé decir cuánto tiempo llevó aquí.
Pero he aprendido algunas cosas y quiero decirte:

Renuncia a la edad. Eso me han enseñado los animales de la isla. Solo al principio medí el paso del tiempo. Luego me liberé de esa carga absurda. Eres ahora, eso basta.

Renuncia a los espejos. Si aún no eres honesto, feliz o compasivo, despreocúpate por tu flequillo. Solo al principio observé mi reflejo en el agua. Luego me liberé de esa carga absurda. Eres dentro de ti, eso basta.

Renuncia a los adjetivos. Los positivos y los negativos. ¿Qué eres? ¿Alto? Las palmeras lo son más. Todo es relativo. Fuiste pequeño como niño y empequeñecerás como anciano. Solo al principio me consideré esto o aquello. Luego me liberé de esa carga absurda. Eres cambiante en todas las direcciones, eso basta.   

Espero haberte auxiliado y socorrido.» 



  Una vez descifrado el texto, el anciano se sintió conmovido. Esta vez el viejo mar le había traído respuestas más certeras que en cualquier ocasión anterior, y le estaba sinceramente agradecido por ello.
Por primera vez en mucho tiempo sintió que alguien, pese a morar (y quién sabía si moraba aún) en algún lejano punto, le comprendía y apoyaba. Y habiendo vuelto a su dilecta cala a observar el despliegue cromático de los arreboles del atardecer sobre las olas infatigables, respiró hondo.
 
Un segundo y definitivo alivio.