jueves, 22 de abril de 2010

Las aventuras y desventuras de Simbad el marino y Simbad el morino.




                                            Simbad senior el marino.
                                                 




Hace muchos, muchísimos años, en la ciudad de Bagdad vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y, para ganarse la vida, se veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que se le conocía como Simbad el Cargador. - ¡Pobre de mí! -se lamentaba- ¡qué triste suerte la mía!

Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por el dueño de una hermosa casa, el cual ordenó a un criado que hiciera entrar al joven.
A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones.

En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las más exóticas viandas y los más deliciosos vinos. En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que destacaba un anciano, que habló de la siguiente manera:
-Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a contar mis aventuras...
"Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable; fue tanto lo que derroché que, al fin, me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué con unos mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir hasta el barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el primer barco que zarpó de vuelta a Bagdad..."

Llegado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al muchacho 100 monedas de oro y le rogó que volviera al día siguiente.

Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas...
"Volví  a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté, el barco se había marchado sin mí.
Llegué hasta un profundo valle sembrado de diamantes. Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo de carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar."
Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven 100 monedas de oro, con el ruego de que volviera al día siguiente...
"Hubiera podido quedarme en Bagdad disfrutando de la fortuna conseguida, pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una gran tormenta y el barco naufragó.
Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos terribles, que nos cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca ardiente en su único ojo  y escapamos de aquel espantoso lugar.
De vuelta a Bagdad, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré mañana..."
Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.

"Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta vez fuimos a dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino: que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último momento, logré escaparme y regresé a Bagdad cargado de joyas..."

Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De este modo el muchacho supo de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna.

El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido como esclavo a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un día, huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar más elefantes.
Simbad así lo comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría encontrar gran número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y le hizo muchos y valiosos regalos.

"Regresé a Bagdad y ya no he vuelto a embarcarme -continuó hablando el anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes he conocido todos los padecimientos."

Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara quedarse a vivir con él. El joven Simbad aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo que soportar el peso de ningún fardo...

Aún así, al cabo de un tiempo, el anciano añoró sus excursiones marítimas y el aliciente de descubrir mundo, y decidió enrolarse en una nueva travesía, cediendo el timón por quincuagésima vez a la jurisdicción de la diosa Fortuna.



Confiando en esta, y llevándose al muchacho consigo, surco los mares durante unas cuantas jornadas, anotando en su cuaderno de bitácora sus sensaciones y las fantasías que evocaban en él los nuevos horizontes.

Una mañana, hallábase precisamente anotando sus impresiones, cuando escuchó al vigía exclamar “¡¡tierra a la vista!!”, y rápidamente, excitado, se asomo por la borda a contemplar con su catalejo su próximo destino.
Aquellas tierras le parecieron a priori fascinantes, y deseó tener mejor suerte esta vez.

Pero a posteriori deseó haberse quedado viendo el techo de su salita de estar.

Poco antes de haber conseguido incluso acercarse, unos extraños personajes con uniforme verde empezaron a arrojar piedras sobre él y su embarcación, y de hecho extrayendo pistolas de sus cinturas, consiguieron hundirla y obligarle a nadar los extensos metros que le separaban aún de la orilla entre disparos e improperios.

Simbad el anciano, presa del pánico y exhausto por el esfuerzo, terminó por sentir sus pulmones abnegados irse al fondo del mar mediterráneo, donde se mezclarían con mil residuos industriales. Fue un trágico fin para una longeva vida de peripecias.

Simbad el muchacho y algunos de los tripulantes del navío, en cambio, persistieron. La fuerza y el coraje juveniles empujaron a Simbad hasta la orilla, y aunque estaba agotado al alcanzarla, tras toser agua con violencia no pudo sino echar a correr, pues seguía cayendo sobre el una lluvia de piedras e insultos, y algún que otro balazo por suerte lanzado por alguien demasiado idiota como para acertar.

Se topó de frente con una alambrada, circunstancia que no había notificado el vigía, (ahora pasto de los peces y las gambas) y sin pensarlo dos veces, saltó y apretó a correr como alma que lleva el diablo, como vio hacer a sus compañeros. Consiguió alejarse lo suficiente y oyó a sus depredadores incluso reír en la lejanía, pero al menos estaba a salvo.
Con rasguños, una hipotermia, hambre y agotamiento, en un país extraño, pero a salvo.

Lo primero que sintió fueron las lacerantes quejas de su estómago. Había oído con pasión los relatos del difunto Simbad, pero nunca hubiera imaginado que sería tan duro verse en tan precaria situación, siempre habíase mostrado mucho más valiente en su imaginación.

El instinto le hizo olvidar sus temores, o mejor, atenazar levemente su pánico, e intento solicitar ayuda por las calles, pero antes de poder mediar palabra, siete transeúntes de poco pelo en la cabeza le estaban dejando el rostro hecho un mapa, pisoteando sus sienes y rompiendo sus costillas al rebuzno de “¡viva España!”, o algo así le pareció entender, pues no entendía el idioma y para colmo la sangre encharcaba sus oídos.

Cuando volvió en sí, se recuperaba en una especie de tienda que en vez de media luna roja lucía una cruz roja, y donde le interrogaban con desdén y agresividad unos cuantos tipos de verde como aquellos que acabaron con la vida de su benefactor y casi con la suya.

Tal fue la impresión al abrir los ojos y encontrarse con los sádicos, que echó a correr dejándose el catéter y parte de la vena tras de sí, y tras esquivar a algunos sádicos mas de tricornio y mostacho, con una pizca de suerte, pudo poner pies en polvorosa.

Vagó acojonado y procurando pasar desapercibido durante unas cuantas horas hasta que encontró a algunos hombres que hablaban un dialecto parecido al suyo, y le ofrecieron algo de comida y techo al menos por una noche. Les narró su traumática odisea, y se rieron de él como se ríe la gente experta de la ingenuidad de los principiantes.

Ellos también habían luchado contra los elementos y los sádicos, y contra la furia del mar.
Le explicaron que no esperaban encontrar el paraíso con incertidumbre, sino que en su país el hambre y los conflictos bélicos, (propiciados paradójicamente por Europa) estaban devastando sus pueblos, y que les habían jurado que Europa era la tierra prometida donde abundaban el trabajo, las comodidades y los lujos.
Tenían esa certeza inocente.
Así pues, tras ahorrar durante meses y meses de duro trabajo míseramente remunerado, consiguieron un carísimo billete para una patera, cayuco, crucero mal visto, o como diablos se llamase, y tras despedirse entre lágrimas y desesperación de sus mujeres e hijxs, se habían embarcado, apretando los dientes dispuestos a arriesgar su vida por dignificar y estabilizar la de su familia.

Esto impactó a Simbad, que había vivido una experiencia náutica de lo más placentera y que ahora, pese al territorio hostil que le rodeaba, se sentía sin derecho a quejarse ante estos hombres.

Cuando preguntó por alternativas para sobrevivir, le ofrecieron algunas. Uno de ellos conocía a un nativo llamado “Manolo”, que les proporcionaba droga mal cortada a precios relativamente asequibles y otro dijo poder ponerle en contacto con una casa donde había un tipo que les vendía música estúpida de esa que escuchaban lxs nativxs de cerebro adormecido.
No parecían ser del todo halagüeñas las perspectivas, pues Simbad tenía un gran sentido de la ética y no quería ser participe de la decadencia ajena vendiendo drogas, y en cuanto a la música, pues es que nunca había valido para negociar, lo suyo era cargar fardos.

Así, gracias a la propuesta de un tercero, decidió ir a recoger fresas.
A modo de advertencia, éste tambíen le explicó que le humillarían y le tratarían como a un perro, que lxs nativxs le acusarían de usurpador, que le pagarían una PUTA MIERDA que en comparación a lo que ellos conocían como sueldos en sus países estaba bien pero que en este “paraíso” no tendría suficiente para pagarse un café al día.
También le ofrecieron unirse a sus rezos, agradeciendo a Alá estar vivos una jornada más, pero el respondió que era agnóstico.

Esa misma madrugada, débil y con las costillas aún doliéndole horrores, pero esperanzado, se aseó como buenamente pudo y se dirigió junto al que esperaba sería su nuevo compañero hacia el campo en cuestión.

Allí vio a los gallos dormir a lo lejos, y a muchos de sus paisanos jadear con la lengua fuera, y poner las manos brevemente en sus riñones antes de proseguir con su labor.
También vio al tipo que su compañero le había señalado como el mandamás, hacer un extraño y sospechoso negociete con un sádico de aquellos de gracioso sombrero de charol.
Su compañero le aseguró que no debía preocuparse por la presencia del torturador, y que procurase no mirar con demasiado descaro el trapicheo que allí se estaba llevando a cabo.
Al final, el de verde se fue en su Nissan Patrol (verde también), y llegó el turno de Simbad.

El tal “Empre-no-se-que-más”, le gritó con un pesado aliento a brandy cuatro cosas relativas a unas monedas y unas cajas de fresas diarias, y le dijo a su compañero que le pusiese manos a la obra de inmediato, con unos guantes roídos, que el chaval parecía provechoso y no quería perder unos dedos productivos.

Simbad recordó sus días de cargador de fardos, llenándose de valor. Se convenció de sus propias capacidades y arrancó a trabajar, jurando que en cuanto consiguiese el dinero necesario, volvería a su país, donde al menos tenía parte de la riqueza que Simbad Senior le había regalado.

Fue una jornada bestial. Con apenas tres tragos de una manguera en la que había visto también beber a un perro, su cuerpo se vio sometido a un esfuerzo sobrehumano, bajo el sol andaluz, sol que le dejó la piel hecha jirones. Por suerte, los riñones le impedían sentir dolor en cualquier otro lugar del cuerpo, tal era la intensidad con que reclamaban protagonismo.

Le dijeron que hasta el viernes no vería un céntimo por el sudor de su frente, pero allí conoció a dos chicos que le ofrecieron unirse a su campamento, bajo un puente considerablemente próximo. Lo sopesó y llegó a la conclusión de que al menos tendría compañía y de que así podría ahorrar, por lo tanto aunque con algún reparo, accedió.

En el “campamento”, que no era más que una colección de cartones y trozos de metal desvencijados, de colchones con manchas acojonantes y de residuos del “paraíso” (situado a siete kilómetros de ellos) de toda índole, pudo ver a más personas de las que esperaba.

Personas de varías nacionalidades y edades. Eso sí, ni un solo nativo, aunque le explicaron que a veces se acercaban dos o tres de ellxs de buena voluntad, a repartir un poco de comida y abrigo, pero que los sádicos los perseguían con las porras en alto así que eran ocasiones muy esporádicas.

Transcurrieron los días entre idas y venidas del campo de concentración de fresas al campamento y viceversa, y al fin llegó el viernes.
Estaba exhausto, quería morir. Deseaba que uno de esos sádicos por fin acertase con la pistola y acabase con su tormento, deseaba poder cargar el doble de fardos de los que cargó en su día, pero con los suyos, deseo ser un pájaro y poder volar lejos y lejos, escurriéndose entre nubes de algodón pero estaba divagando de puro cansancio, y su amigo le hizo reaccionar de un grito.
-¡Eh, Simbad! Te estoy hablando, joder. ¿Me acompañarás mañana a la ciudad a por algunas provisiones?
- ¡Claro!- exclamó mientras unas monedas tintineaban en sus manos alegrándole ligerísimamente. La perspectiva de comer y entablar amistad le hizo olvidar por unos instantes el emético devenir de su destino.

Por la mañana, moribundos pero con las fuerzas que imprimen cierta libertad, se acercaron a la ciudad.
No fue muy larga su estancia, pero pese a su brevedad, se sorprendió de que la mitad de las personas le mirasen con desprecio y asco, con cierto brillo en sus ojos, como el brillo de una pantalla de televisión o algún cristal parecido, aunque más bien ese.
Mas lo que le acabo de dejar atónito fue que la otra mitad, sin conocerle de nada, le paraba para preguntarle por “Costo”. El no conocía a ningún Costo, ¿que coño querían?, estaba hecho polvo y le imprecaban con sandeces inoportunas, por suerte su amigo les daba puerta rápidamente.

Compraron dos o tres paquetes de arroz y poco más, y volvían cargados con algunas bolsas cuando a Simbad se le congeló el alma del susto. Otra panda de la que conformaban los chicos de una ceja que gritaban “Viva Ejpaña” o algo así, estaba frente a ellos sonriendo con malicia. Oyó decir a uno de ellos “Sí mamá, enseguida llegaré” a través de una especie de teléfono que guardó en su bolsillo, e instantes después, el arroz había
caído al suelo y se había iniciado una frenética persecución.

Rebuznaban otra vez aquello de ejpaña mientras corrían, y esto daba más fuerzas a Simbad, que se habría enfrentado a ellos de no ser porque les triplicaban en número y porque estaba desnutrido. Al final, consiguió darles esquinazo, pero se percató de que había perdido a su amigo por el camino.

Así, aterrorizado ante la posibilidad de cruzarse con los niños violentos o los sádicos del mostacho, sin arroz, y sobre todas las cosas, sin saber nada de su amigo, volvió al campamento. A punto de echarse a llorar.

Su único día libre se había consumido entre desgracias, y ese mismo amanecer, debía volver a la rutina.
Pasó unas semanas de calamitosa exigencia física, y aun mas dolorosa exigencia anímica, pues nada supo de su amigo hasta los veintitrés días, cuando un conocido común le comunico que había sido apuñalado por los niñatos violentos.
Un sádico uniformado de verde encontró un teléfono móvil en la escena del crimen y había reestablecido la última llamada, para hacer sus pesquisas respecto al sospechoso, y resulta que le había contestado su mujer.
Así, su hijo y su panda de amigos habían quedado libres de sospecha y posibles consecuencias.

Esto sentó como un mazazo a Simbad que sintiendo como todo se acumulaba dentro de su ser, empezó a notar algo peor que la combustión de sus riñones y súbitamente, entre bellos recuerdos de su tierra, arrepintiéndose por haberse lamentado entonces por su suerte, cayó fulminado entre los campos de concentración de fresas para no volverse a levantar.
El cansancio, el desánimo, la injusticia, la discriminación, la soledad, el miedo, la desnutrición, los prejuicios, en definitiva, el estar rodeado de garrulxs, habían sido más fuertes que él.

Simbad Senior había sobrevivido a muchos horrores y situaciones peliagudas gracias a su ingenio y su valor, pero el pobre Simbad Junior había ido a parar a un país de garrulismo y crueldad, y no hay nada más peligroso que eso. Ni cíclopes gigantes antropófagos, ni pollas en vinagre. El horror cabalga desatado a lomos del etnocentrismo egoísta e ignorante.



                        
                                            Simbad junior el morino.

viernes, 16 de abril de 2010

Aurelicántropo.










En una distante aldea,
por la verde falda de una montaña,
pastorea Aurelio a sus cabras.

Es Aurelio un cateto de la vieja escuela,
de ideas fijas y mente estrecha,
un machito facha.

No es que en la aldea le aprecien en demasía,
no podría decirse que destaca,
y no es por que no ponga empeño,
es solo que la mayoría son igual de carcas.

Mas no gozan de tiempo
para solazarse en su estupidez,
pues de un tiempo a esta parte algo les quita el sueño:
un monstruo sigiloso ataca a sus borregos.
Y se caga en sus arados.
Todo a la vez.

“Maldita bestia inmunda”,
exclaman en la asamblea,
“¡quien la cace nos rescata!”
Y esto a Aurelio se la levanta,
su ceja, una,
clavada en la escopeta.

“¡Lo tiraremos del campanario!”,
“¡Le prenderemos fuego!”,
“¡Le llevaremos al bibliotecario, que le lea textos!”

Dejábanse llevar por el frenesí,
sopesando castigos crueles,
y Aurelio ya lejos de allí,
buscaba a la bestia entre vaivenes.
La idea del éxito le hacía sonreír,
y saboreaba ya sus mieles.

Mas tropezó como un idiota,
en realidad como lo que era,
y sangró su boca,
y se descargó su escopeta.

Así, de pronto,
pues no dejaba de ser un machito,
se sintió tonto,
asténico y desprotegido.
Se le encogió aún más el pito.

Miró hacia atrás,
predispuesto a poner pies en polvorosa,
y mientras se incorporaba, sin más,
emergió de entre los arbustos,
“la cosa”.

¡Acabáramos tanto revuelo!
Se había dejado llevar por la inventiva el pueblo,
No era un monstruo sino un lobo,
aunque grande desde luego.

Se conoce que aquella criatura,
quedo abandonada a su suerte,
pues diez cazadores de algún pueblo vecino,
dieron a su manada fin, que no sepultura,
y tan sólo él había escapado a la muerte.

Aurelio se relajó ligerísimamente,
al no tener al diablo enfrente,
y aunque aún temblaba por ir desarmado,
concluyó que debía saberlo la gente.
Entre todos ya arreglarían el desaguisado.

Sin tiempo para más cábalas,
el lobo se lanzo sobre el muy necio,
y hundió los colmillos en sus carnes blandas.

El cateto en un alarde intelectual, hizo lo mismo,
combinando así en su gesto,
la sandez con el desprecio,
la pataleta con el garrulismo.

Ambos seres retrocedieron al instante,
con expresiones nauseabundas,
el lobo estaba sucio de tres meses,
y aunque Aurelio si se había duchado antes,
quien tanta idiocia acumula,
a cualquiera hace rechinar los dientes.

Vomitaban con violencia,
se rehuían como cobardes,
y resplandeciente lucía la luna llena,
se había hecho ya bastante tarde.

Así, en plena medianoche,
sometidos a su influjo,
la bestia y el fantoche,
tornáronse licántropos,
como por obra de algún brujo.

El Aurelio por fin tenia tranca,
aunque ahora le importara menos,
y el lobo se percató de que pensaba,
había conciencia refleja en su cerebro.

Ambos en la noche desaparecieron,
espantados, confundidos,
huyeron durante un tiempo

Y tras llorar el pueblo a Aurelio,
suponiendo que había muerto matando al monstruo,
una vez finiquitadas pompas y sepelios,
consiguieron en dos días,
olvidar al pobre tonto

Pero al cabo de algunos meses,
volvió la bestia por la aldea,
y no fue con ninguna sana intención.
Volvió follando nenes y degollando abuelas,
sembrando caos y destrucción,
poniendo patas arriba la villa entera.

Es que el lobito había adquirido rasgos humanos,
desarrollando la crueldad, el egoísmo y la venganza,
y ahora cual bestia despiadada,
escupiendo a los cadáveres y cagando en las camas,
disfrutaba como enano.

El lobo-hombre destruía por doquier,
a merced de su nueva conciencia,
y ya había huido media aldea,
pues los catetos ni relacionaban al bicho con la luna llena,
ni tenían puta idea de que hacer.

Organizaron cierta resistencia,
con antorchas y rastrillos,
y prendieron fuego incluso a sus propias casas,
pero nada pudieron contra el monstruo,
ni dejaron de temblar ante la visión de sus colmillos.

Al final llegó a un acuerdo con el alcalde,
bestia mucho más inmunda que él,
se haría militar o policía,
que a la porquería el uniforme le sienta bien.
Total podría seguir dando rienda suelta a la crueldad,
pero al menos ya no en balde,
sino “cumpliendo con su deber”.

Por su parte Aurelio, de por si tonto, perdió facultades cognitivas,
y eso le convirtió en un ser aún más simple,
con ideas claras y definidas y de espíritu libre.
Su otrora idiota vida, habíase vuelto digna.

Ya no se sentía superior a nadie,
ni pegaba a su mujer,
vivía buscándose el sustento,
pues las noches de luna llena,
le hacían sentir contento,
y sacaban “lo mejor” de él.


Así sucedió que Aurelio
perdió el raciocinio,
y al actuar solo por instinto,
se pareció ligeramente,
a lo que se entiende por criatura noble.

Por vez primera,
actuó (casi) como un hombre.

Es bien sabido que a fin de cuentas,
la bestia no es la que vive guiada por su instinto,
sino la que teniendo conciencia,
actúa sin compasión ni benevolencia
hacia el resto de seres vivos.



viernes, 9 de abril de 2010

Más temática con pena: la matemática condena.





Golpearon su puerta con una fuerza de 7’5 newtons, y profiriendo alaridos a unos terribles 70 decibelios, consiguieron activar las 2 neuronas que conservaba en la región cerebral encargada de alertarle, despertándole así.
Sus tímpanos y trompas de Eustaquio, con esfuerzo y 6 miligramos de cerumen mediante, consiguieron descifrar, entre las vibraciones que arrastraba el aire, el siguiente conjunto de 38 letras y en el siguiente orden: “Joder, ya vas teniendo una edad, ¡baja a por zanahorias!”***.
Resopló, desplazando 15 millones de ácaros en suspensión, y tras asir 2 zapatos del número 42 cada uno, alivió los 200 muelles de su cama de la resistencia de 60 kilogramos que su masa les había ofrecido durante 374 minutos y 38 segundos.
Tras incorporarse y elevar su punto de gravedad hasta los 160 cm desde el suelo del 4to piso que habitaba, cogió 5 piezas de ropa, que sumaban un total de 425% algodón y el 75% restante polyester, y se las puso por encima, para evitar denuncias según el artículo G-235 del código penal, que trata sobre el exhibicionismo. Se calzó los mencionados 2 zapatos y bostezó poniendo a prueba la elasticidad de sus comisuras.
Giró unos 24 grados el pomo de su puerta, y tras dar 7 pasos un poco torpes hasta el lavabo, giró otro pomo 17 grados esta vez, entro en la estancia, levanto una tapa hasta los 45 grados y sosteniéndola en aquella posición, descargó 0’18 litros de orina.
Se apresuró en girar sobre su propio eje antes de que le espetaran más lindezas relativas a la escala de valores, y tras recorrer la distancia de 15 pasos que le separaba de la puerta principal, introdujo la llave, de una composición metálica con un 80% de aluminio en una ranura de escasos 1’6 x 0’9 pulgadas, y girándola 180 grados, consiguió un espacio mediante el cual atravesar la pared de 230 centímetros de altura que se interponía en su camino hacia la verdulería.
Pulsó el 3er botón, y el ascensor se desplazó diligente hasta su posición, rechinante, evidenciando la falta de lubricante en las poleas que empleaba para equilibrarse con el contrapeso de 350 Kg y que le permitían alejarse o acercarse a sus 2 límites, el superior y el inferior.
Al salir a la calle, la brisa le acarició la cara a unos afables 6 m/s, y eso le ayudo a combatir los 36º Celsius que los 152 000 000 Km que separaban el sol de la tierra imponían con dureza.
Se cruzó con un canis lupus familiaris, vertebrado, mamífero, cuadrúpedo, reino animal, un chucho en definitiva, que no parecía dispuesto a mover sus 4 patas de la sombra en que las había apalancado, pues esta le evitaba el impacto directo de la longitud de onda ultravioleta del orden de 15 000 000 de angstroms, tan perniciosa para los millones de células epidérmicas. La sombra, por cierto, provenía de un naranjo de 3 metros de altura, común en la flora local, junto a 24 especies geraniáceas y algunas malas hierbas. La fauna se componía de elevados porcentajes de palomas, siendo el número de individuos de esta población 500 000 aproximadamente, aunque también se contaban múltiples insectos y alguna que otra rata dentro de la misma.

Tras avanzar 0’32 yardas hasta alcanzar la verdulería, situada en un enclave con un 10% más de humedad que el camino previo, dada su cercanía a un estanque de unos 72 metros cúbicos, apartó las 55 cadenas suspendidas de una barra de hierro en el marco superior, que habían dispuestas a modo de cortina, e hizo vibrar sus cuerdas vocales hasta que las ondas se propagaron en el aire cargado de polen y otras materias volátiles orgánicas: “Buenos días”.
El verdulero, hizo una mueca consistente en alzar los 700 000 pelos de 15 mm que conformaban su mostacho con desgana.
Una vez hubo pedido 1 galón de agua y 0’001 toneladas de zanahorias, pagó con aproximadamente 300 céntimos de la moneda en curso, el euro, otrora peseta o ducado, y aún más distante en la línea cronológica, doblón, o denario, o a saber.
Otra vez, aún con 5 legañas aproximadamente en sus ojos, se dispuso a reducir la distancia que le separaba de la intimidad cúbica de su habitación, donde los 15 cm de espesor de sus paredes le separaban de los 24 ojos de sus vecinos de enfrente, y los millones de peatones que pudieran atravesar el segmento de ciudad que conformaba su calle rectilínea.
Sonrió al perro, que aun seguía allí pese a los 3 crí=s que despilfarraban bastantes centilitros de agua entre gritos estridentes a escasos 2 metros de la criatura, y esta no pareció prestar importancia al tamaño de su colmillo, molares e incisivos diestros, pulcramente dispuestos por pura casualidad.
Tras avanzar entre un insoportable caos sonoro ocasionado por el parque móvil de 40 000 coches existente en la ciudad, que debía rondar los 110 impertinentes decibelios, y que iba acompañado de una densidad de CO2 del 7’5% en el aire, tornándolo semi opaco alcanzó por fin su objetivo, y por la pereza de no sacar la llave del bolsillo mientras ejercía a la vez la fuerza contraria a la gravedad indispensable para sostener en alto su carga, pulso un botón que hizo recorrer los amperios suficientes mediante los circuitos allí colocados para tal menester, hasta un martillo que repicó con insistencia una campana metálica, a razón de 25 veces por segundo.
Así, mediante las maravillas de la ciencia, la puerta de abajo se abrió automáticamente tras la pulsación del pertinente botón 4 pisos más arriba.
Empezó a subir, por las escaleras esta vez, pues quería desgastar algunos centenares de calorías y exigir esfuerzo a su sistema cardiovascular, y mientras contaba los escalones, 1, 2, 3, … 35, … tuvo un súbito mareo  y se sentó.


Y al perder la cuenta de los escalones, mareado, se preguntó para que carajo los había estado contando, y de repente se dio cuenta de lo estúpido que era el afán humano por medirlo, contarlo y calcularlo TODO, y lo corto que se le habría hecho el mismo camino y el texto hasta las zanahorias sin ese estúpido impulso, necesario a veces, pero definitivamente estúpido en su exceso.

Y así, olvidó de sopetón y voluntariamente sus dimensiones y longitudes. Y se alegró de ser como era, por estar.

Olvidó la cifra de segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, lustros y décadas que había existido, y se emocionó con todos aquellos intensos momentos que recordaba.
Y se alegro de ser quien era, por ser.

El mundo de repente se sacudió de ecuaciones y fórmulas a sus ojos y se torno algo próximo, cercano y cómplice.

Se había quitado un peso incalculable de encima.



Incalculable.








***”Ya tienes edad de...”, sólo es una fórmula chantajista para exigir tu sometimiento y obediencia, mediante la que debería ser tu conducta prototípica en base a lo establecido. No importa cuantos años cuentes, puedes oírla cuando no te sometas. No hagas caso, la edad no existe. 





jueves, 1 de abril de 2010

¡Cereales cerebrales y a celebrar!











A tientas por el tubular pasillo estrellado, cuento puertas, grandes, pequeñas, triangulares. La tercera, de madera a rombos, es la mía.
El pomo se deshace en mis manos, parece caucho sometido a temperaturas extremas. Y tras darle doscientas cincuenta y tres vueltas, me dice “me he mareado”, y la puerta desaparece y tras dar un saltito sobre el abismo sin mirar hacia abajo, entro en mi habitación.

No lo recordaba yo todo así, ni recuerdo como lo recordaba, pero así era como estaba, y al mal tiempo buena cara.
La cama está intratable, bravía, con su intempestivo oleaje, con las sabanas bramando y agitándose diabólicamente. Y eso que las había puesto limpias dos días antes. Siempre las preferí impías que limpias, aunque ahora no me puedo permitir ese tipo de reflexión, porque amenazan con inundar de textil los jardines bocabajo que me rodean.
Del corcho cuelgan tampones, ristras de ajos y cáscaras de nueces que suplantan a las típicas cuentas del rosario. Nada parecido ni de lejos a recortes de prensa, ¡pues esta será mi protección ante las embestidas del edredón! El corcho me sirve como escudo y me siento algo mejor, más protegido, incluso me infunda cierta sagacidad imprudente, y aunque me cae un poco la baba, me gustaría poseer una lanza, o una espada, o cualquier otro arma blanca contundente.
Avanzo haciendo unas minúsculas eses en apenas un metro cuadrado, o circular, que huele a geranios pero sabe a polvo, y el somier muaré, el mar de arrugas, se amansa porque ya no le presto importancia y los sapos de trapo hacen carreras absurdas sobre el escritorio. ¿Qué motivo os empuja a competir de un modo tan feroz? Pregunté. Croaron el “Movimiento perpetuo” de Strauss y no sin talento la verdad. Aunque no me sirvió en absoluto para comprender la enjundia de su omnium. Les observé un rato más y tras mucho esfuerzo me percaté de dos cosas. Bueno, tres.
1) Sapos de trapo los hay de muchos colores, pero el tamaño es uniforme hasta el punto de que parecen estar hechos con molde los muy hijos de la gran puta.
2) No corrían hacia adelante, sino hacia atrás. Sucede que sin fijarme en la dirección, mi cabeza asentía en sentido contrario a la órbita que describían. Supuse que no competían por quedar primeros sino últimos pues.
3) En un soleado rincón del escritorio un sapo de trapo permanecía absorto en sus cosas, ajeno a los vaivenes de su especie. Absorto en sus cosas y practicando el pecado de Onán. Y es que según pude entender en su mirada, así como el pazguato hebreo original, el también estaba jodido, y dije jodido sin buscar tres pies al gato.
Bueno, este último detalle quizás no fuera de mi incumbencia, ya podía darse palillo sobre mis muebles aquella criatura, mientras no me salpicase. Ese era sin duda el motivo de las tonalidades fluorescentes de verde, añil y beige que constantemente aparecían y desaparecían de mis paredes. Que manera de reír, me dolía la barriga. Me hacia gracia que gotearan colores fosforitos de unos testículos de trapo. Aun así, no era una lefa viscosa en exceso. Sí que goteaba por mis paredes túrgidas e inundaba la vegetación de los zócalos, sin embargo observé que al impactar tal semen sobre mis altavoces se formaba una especie de densa malla que impedía huir a las semicorcheas y las claves de sol.
Estas retrocedían atropelladamente, pisándose, insultándose, presas de la ansiedad y el pánico, y formando un estruendo insufrible, un galimatías sonoro que laceraba mis tímpanos, que oprimía mis sienes y que me recordaba vagamente a una vieja canción de King África. Las pobres notas musicales se envolvían en los pentagramas e iban a morir sin conseguir ser melodía, todo por el sabo de sapo. Maldito.

Me fijé también en que el póster que solía decorar mis paredes curvas había huido ante la fosforescencia, y me pregunté como demonios lo habría conseguido, porque la ventana no había Dios que la abriese. Si me acercaba, veía el cristal mirarme burlón. Con ojos enajenados enojados y rojos, que supuse serían los míos y me alegre de poder seguir haciendo suposiciones un ratito más, dilatando el colapso neurotransmisor.
Me veía reflejado, con las mil bestias, los colores y los gansos revoloteando a mis espaldas, con la puerta detrás de mí acercándose y alejándose a una velocidad pasmosa. Entonces, seguía la ventana cerrada. Sí. Pero donde a veces la brisa me abrazaba con la ventana abierta en noches de verano, ahora el viento me abrasa con la ventana cerrada en un confín fuera de estación o límite temporal, en el espacio entre las dimensiones.
 Era un viento sofocante, que secaba la boca y la garganta, que hacia que el sudor  sólido se evaporase y que obligaba a la manada de gansos a interrumpir sus danzas griegas para permitirse un solaz y refugiarse unos a otros cubriéndose mutuamente con plumas y nylon.

En cuanto a los sapos, no querían saber nada de todo esto al decir verdad. Bastante tenían con lo suyo, pues tras precipitarse trece de ellos por los lindes del escritorio, únicamente quedaban el pajillero que ahora eyectaba pétalos de alguna extraña flor tropical saxífraga que se enganchaban de un modo repulsivo sobre la argamasa de lefazos coloridos, y un solo sapo corredor.
Un solo sapo corredor que decía que lo importante era participar y le avergonzaría ganar y que no sabría consentir la derrota porque habían muchas expectativas depositadas en él. Su destino era morir corriendo hacia atrás completamente solo, hasta que el trapo de sus órganos simétricos e irregulares cediese y se desgarrase.
Me senté, esperando con paciencia tal momento y la silla casi me absorbe. Pensaría que se había vuelto una insociable antropófaga insaciable, pero es que el cojín se hundía muy por encima de sus posibilidades. Muy por debajo según se mire. Así que mosqueado, le recriminé su actitud y me remitió al armario. Se excusó jurando que llamaba mi atención en busca de ayuda. El armario, un ser monstruoso y vil, había robado sus ruedas mediante la fuerza bruta, y ahora estaba recorriendo el mundo, con dos cajones. Pero estaba obligado a volver porque se había dejado aquí el cajón de la documentación, y era cuestión de tiempo que la requirieran las autoridades mobiliarias. Que el armario siempre había sido bastante timorato a la hora de hacer frente a ese tipo de adversidades.

 Bien, ahora que ya estaba clara la línea de actuación, podía soltarme ya la puta silla. Debía pensar que huiría al otro lado de la ventana, a los jardines de fuentes secas, y me olvidaría de su problema, pero eso no era cierto.
Tras forcejear y chamuscarla con un encendedor que más que fuego expelía cava y chispas de vainillina, conseguí zafarme. Y para hacer tiempo hasta que el sapo muriese estúpidamente o el armario regresase de Kuala Lumpur, decidí hacer una orgía con la pléyade de ánades, poetas en su mayoría.
Así pues, follamos hasta que el viento árido y la fricción terminaron por desplumarlos, y así fue como sus plumas se unieron a los pétalos tropicales de las paredes iridiscentes donde también se juntaron mis lefas humanas con las del sapo que se la meneaba como un maníaco.
Fumamos unos cigarrillos de después y otros de después del cigarrillo, y así nos pilló el armario, que entraba hecho una furia, discutiendo y divagando sobre las connotaciones empíricas de la negación del ego y su trascendencia.
Rápidamente, sostuve el corcho con firmeza, y asestando el mechero rimbombante hacia sus puertas, aseveré:
- “Nefando villano, ¡torna a mi silla aquello que le arrebataste con tan poca honra, y póstrate en busca de su perdón, o haré astillas la espuma, ¿espuma?, de tu cuerpo amorfo!
Pareció consternado, pero pronto replicó:
- “Stultorum infinitus est numerus”
La virgen. Por ahí si que no pensaba pasar.
- Sucio imbécil, ¿que carajo dices? ¿Cómo osas?
- "Timeo hominem unius libri" -Suspiró-  "Tolle, lege".
Y me ofreció un tomo que a simple vista no tenía portada ni tapa alguna, pero que una vez abierto no contenía páginas en su interior, y que llevaba por título “Las sillas depresivas, se atiborran de novocaína y saltan al vacío”.
Y en efecto, mi silla antropófaga, pisoteando al único sapo corredor de mi escritorio y ahorrándole un interminable suplicio, sí había hallado el modo de abrir la ventana y se había arrojado a la acera de azúcar y plomo sin poder ser rescatada por los siluros con hélices que patrullan las alturas precisamente con el objeto de evitar tales percances.
Ahora las cortinas de moleskín bailaban cada una a su bola, cada una según su propio ritmo, gracias al (o por culpa del) gélido aire que entraba, que además escarchaba los fluidos que ornamentaban mis paredes cóncavas.
Al girarme noté la ausencia del cajón de la documentación y de su dueño de conglomerado, y vi también una manada de gansos desplumados muertos por culpa del frío polar que recorría la estancia. Nunca debimos follarnos tanto, pobres animales, cuantos versos se iban para no volver.
Sin gansos, ni sapos, sin tanto somatén, con las paredes recuperando su color y firmeza en principio gracias al soplo siberiano, con la cama en calma y la calma en cama, solo con bastante frío, pensé que debía meditar, una vez más.

 Tras soliloquiar desde el solipsismo y la fatiga, recuperé mi escasa sindéresis y concluí, merced al propincuo hueco, que el bagaje había sido el siguiente: Una silla chamuscada y lanzada a través de la ventana, un armario empujado hasta el pasillo, paredes expuestas a mi eyaculación, un corcho arrancado de la pared y el boquete en la misma, cigarrillos tirados por los suelos tras la orgia y millones de delirios.

 Por suerte, aún me quedaba hambre y algunos residuos del LSD recorriendo mis sinapsis, y gracias a estos últimos pude ver mi balón de baloncesto botar por su propia voluntad indicándome el camino hacia la cocina otra vez.
El desayuno es la comida más importante del día, todo el mundo sabe eso.