sábado, 23 de octubre de 2010

L=s autistas de Hamelín


No hace mucho tiempo, en una ciudad llamada Hamelín, típica ciudad occidental con mucho escaparate y poco respeto, sucedió algo que era a todas luces previsible, pero que nadie intentó evitar a tiempo.



La ciudad, cuna del brutal desequilibrio entre clases,  tras acelerar el insostenible ritmo de vida hasta límites diabólicos siempre bajo el pretexto del progreso, terminó por llenarse de cemento y de indigentes.

Los prohombres de la ciudad estaban realmente contrariados, pues dentro de sus planes avaros no entraba el mostrarse condescendientes con ningún tipo de efecto colateral, y aquellas personas no sólo no generaban más riquezas para los prohombres, sino que entorpecían la senda del consumo. Ensuciaban asquerosamente con sus andrajos y sus pieles sucias la imagen de los escaparates que durante tanto tiempo habían dispuesto para mantener dopada a la población productiva.

Por más que los mandamases habían contratado a toda una legión de individuos con severas deficiencias psicosociales y los había uniformado, armado y dotado de poder sobre lxs hamelines=s, estos no podían eliminar indigentes al mismo ritmo al que aparecían.

La situación se les escapaba de las manos, pues no estaban dispuestos a perder un solo céntimo en reinsertar a aquella gente maloliente en el mundo laboral, y proliferaban como setas dado el injusto reparto de riquezas establecido en Hamelín.
Completamente desesperados, decidieron ofrecer la oportunidad de chupar los huesos que ellos desechaban, lo que equivalía a ofrecer cuatro perras para avivar el ingenio popular, a cambio de soluciones prácticas, pues quizás aquella escoria borreguil que maquinalmente engordaba sus arcas le ofrecería algún remedio.
Tras elaborar una campaña mediática a bombo y platillo, que para eso los medios de comunicación eran suyos, consiguieron movilizar a unas cuantas personas, que sobretodo temían acabar en la indigencia también. 
Había propuestas para todos los gustos y muy pintorescas, pero la que más llamó la atención a los “hombres de bien” que gobernaban, dominaban, exprimían y esclavizaban Hamelín, fue la de un extraño que prometía arrastrar a los sin techo fuera de la ciudad con tan sólo tocar su flauta.
Tenía gracia que fuese un músico quien les fuese a convencer. Ellos siempre habían despreciado a esxs librepensador=s recalcitrantes, de hecho, ellos siempre habían despreciado la música y sus efectos positivos sobre la gente, y hasta habían empezado a asesinarla sutilmente, sustituyéndola por pop y bazofias electrónicas sin mensaje ni trasfondo. 
Pero ahora estaban dispuestos a escuchar al estúpido bohemio aquel.
Le exigieron con tono altivo que “limpiase” de organismos parasitarios su gran tienda al día siguiente y ellos a su vez le darían dinero para que lo pudiese gastar en su gran tienda de la farsa social, Hamelín, perpetuando la rueda de la esclavitud consumista.
A la mañana siguiente el flautista se puso manos a la obra.
Salió a la calle, y esquivando al rebaño imbécil y homogeneizado que siempre le hacía sentir como un farillón, sacó la flauta y empezó a entonar una hermosa melodía hipnótica que arrastró tras de si a las ingentes hordas indigentes de un modo tan misterioso como implacable.
La gente asistía extrañada al espectáculo, pues no entendían de hermosas melodías ni comprendían el destino de todxs aquellxs parias que avanzaban incansables tras el personaje de la flauta, pero el poder pronto les puso en pantalla un programa especial sobre las liviandades cometidas por Paquirrín y el desfile de vagabundos pasó al olvido.
Aunque el flautista prometió a los tiranos exterminar a aquellas víctimas del sistema depredador de personas, no las llevó a despeñarse por un barranco sino a un pueblo rural no muy lejano, que la gente había abandonado tiempo atrás en busca de los fuegos de artificio consumistas que ofrecía la gran ciudad. 
Allí lxs indigentes establecieron una colonia basada en la autogestión y el apoyo mutuo que prosperaría feliz y dignamente hasta ser exterminada mediante el uso de napalm por el poder dos lustros después, pero esa es otra historia.
Una vez concluida su labor, el bohemio de la flauta de madera se dirigió a los prohombres con una consigna indubitable entre ceja y ceja, ser justamente remunerado.
Pero las consecuencias de su acción complicaron un poco la retribución de la misma, pues había impulsado el comercio, ya que la gente se sentía mucho más empujada a gastar sin la molesta presencia de lxs sucixs indigentes.
Que ahora hubiera más dinero en circulación, no debería haber sino multiplicado sus emolumentos, pero ya se sabe que en arca de avariento, yace el diablo dentro.
Con las nuevas ganancias, la codicia de los prohombres se había disparado un poquito más si cabe, y su respuesta a la demanda del flautista fue sencilla. En primera instancia se rieron en su cara a carcajada limpia, y luego llamaron a dos vasallos policiales para que le propinasen una paliza legal, por insolente. Además, le pusieron una multa por valor de la lujosa alfombra que su sangre había mancillado en el despacho de los prohombres.
Aquellos burgueses exentos de escrúpulos habían conseguido enojar con su avaricia e ingratitud al flautista, que se debatía entre no rebajarse a su nivel y limitarse a vivir una vida feliz con lxs indigentes en aquel pueblo ahora lleno de vida, o si obedecer a sus impulsos primarios y vengarse.
Al final, sucumbió a sus deseos más viscerales y juró venganza; sembraría su rencor donde más doliera.
Tras reflexionar sobre las posibles vías de las que disponía para apaciguar su sed de venganza, concluyó que bien podría arrebatar a la infancia como hiciera con lxs vagabundxs. Sabía que esto sería asestar una certera puñalada al corazón de la bestia, y no porque lxs niñxs a los mandamases le importaran más que una puta mierda, sino porque representaban el relevo generacional de maquinaria orgánica a la que explotar e inducir a consumir desaforadamente. Así lo decidió, les desposeería de sus futurxs vasall=s.

No habían pasado dos días y la gente volvía a ver al excéntrico flautista, aquel que no vestía “como hay que vestir”, hacer sonar bellas melodías a través de su flauta de madera.
Sin embargo, esta vez caminaba solo, y además con cara de incredulidad.
El flautista se esmeraba, tocaba con la emoción a flor de piel, vertiendo su alma en la flauta, y no obtenía resultado alguno.
Su melodía, compuesta para embrujar y atraer los espíritus infantiles a su vera, resultaba ser completamente estéril. 
Estupefacto, corrió a asomarse por las ventanas, a ver si veía a algún niño y alcanzaba a comprender que demonios estaba sucediendo.
Y así fue como vio en varias ventanas la misma estampa: niñxs con expresión perdida machacando botones, atent=s a pantallas. Habían sido hipnotizadxs por los videojuegos antes que por él, y ahora no había quien les rescatase del letargo, estaban sumid=s irreversiblemente en la dolce far niente mental.
Imaginó como debían disfrutar los prohombres sometiendo a la infancia y sintió más rabia aún, pero no le dio tiempo a expresarla porque la policía, que había sido alertada por un amargado ciudadano ejemplar preocupado por ver arte en las calles, le había reducido y ya le estaba dando de porrazos hasta en la flauta, por haber alterado el orden público.

Todo derivó en su encarcelamiento, difamación y pérdida de derechos y de salud. Ahora yacía encerrado entre barrotes, silbando apáticamente y contando los días para poder largarse al sencillo pueblo habitado por gente de valores que sin querer había fundado a algunos kilómetros de donde se encontraba. Pero ignoraba que nunca le iban a dejar salir, pues su existencia suponía "peligro" para el maquiavélico engranaje social.