domingo, 18 de noviembre de 2012

Cerbero, desertor con causa.


Cuando uno decide tumbarse a la bartola a explayarse en el asueto, merecidamente o no, lo último que desea es que vengan a hincharle las narices.

Y con éste noble afan de entregarse a no hacer nada de nada, se había refugiado Pandoro en su cueva. ¿Porqué? Porque fuera de ella sentía asco de lo mal que estaba el patio. Había decidido salir ya única y exclusivamente para ir hasta su lugar de trabajo; lugar que también le asqueaba sobremanera, pero que le permitía mantener y sustentar su guarida cómoda y protectora.

Había sufrido experiencias indecibles y presenciado la aberración social llevada al límite ahí fuera, y por esta razón, un buen día díjose basta. Apagó el teléfono, desconectó el timbre y se repantingó en su sofá dispuesto a gozar del sosiego más improductivo.

Tranquilo estaba él, inundando su fuero interno con profundas reflexiones sobre la naturaleza del cacahuete, cuando alguien irrumpió en aquel sopor aporreando con brío la fuerza.

Resopló, maldijo entre dientes y fue a abrir. Él no salía a molestar a nadie, había renunciado a la interacción con el prójimo, ¿porqué demonios irían a molestarle a él? Le producía cierta urticaria esta injusticia que él consideraba capital.

Al abrir la puerta, se encontró con un tipo pintoresco. Se identificó como un emisario de Azamon, o ago así. Al parecer buscaban reclutar nuevos empleados pues la venta online era un infinito tragín frenético que siempre exigía de recursos humanos frescos. Pandoro preguntó que porque no mantenían simplemente los empleados que ya tenían y así se ahorraban la molestia de picar puertas y en especial le ahorraban a él la molestia de tener que levantarse a verle la puta cara a su interlocutor. La respuesta fue una retahíla de balbuceos entre los que apenas pudo distinguir conceptos tales como “mortadelosis”, “campo de refugiados Seepark”, “autobuses patinando”, y otros tantos términos completamente confusos. Pandoro se hastió y mirando fijamente a los ojos del papanatas, juró que si se le ocurría volver a molestarle le daría de puñetazos hasta cansarse. El panoli titubeó y Pandoro le espetó un portazo.

Pandoro estaba demasiado quemado. Estas cosas le afectaban, que él sólo quería paz, y entre sudores fríos y ciertas arritmias, volvió hasta su sofá.

Necesitó veinte minutos para recuperar la relajación que anhelaba y al vigésimo primer minuto, oyó como aporreaban su puerta. Pandoro rugió la blasfemia más grande jamás pronunciada por el ser humano, y la educación que le habían dado, esa maldita educación contra la que no podía luchar, le obligó a levantarse. Otra vez.

Llegó a la puerta con las mandibulas y los brazos adoloridos de apretar dientes y puños, y al abrir vio ante sí a la muerte.

-¿¿Qué cojones??...
La dama de negro se lo quedo mirando perpleja y él miró perplejo a la dama de negro.
- Mira, ¿¿sabes que?? prefiero que me lleves a seguir vivo para que me sigan manoseando las gónadas, hala, vámonos.
Pero la implacable se limitó a contestar: -¿Es que no vive aquí Hermenegilda, viuda, 81 años? Si tengo esta direccion...-
- Vive en aquella puerta, so imbecil, maldita sea-, contesto Pandoro.
- Ah vale, perdona eh... ya volveré otro día.-

Poca capacidad de reacción tuvo Pandoro tras cerrar la puerta. Se sintió a merced de los brincos y cabriolas de su sistema nervioso, y entre espasmos, algunos de ellos dolorosos, y los tics espontáneos de su ojo derecho, que parecía pedir auxilio a la desesperada en código morse, se desplazó hasta el sofá, el puto sofá, una vez más.

Le costó algo más recuperar la estabilidad en esta ocasión. Estuvo sesenta minutos maldiciendo el mecanismo social infundado que le impedía simplemente ignorar la puerta, y tras respirar profundamente trescientas veinte veces, los espasmos se fueron apaciguando. Aunque ya nunca jamás le abandonaría un eventual guiño de ojo derecho, siempre esporádico e involuntario.
Ya no podía reflexionar sobre la extravagante estética del esturión lombardo, pero aunque sólo pudiese pensar en lo asqueroso de la especie humana, al menos podía tumbarse a pensar en algo en soledad y paz, al fin.

Volvieron a aporrear la puerta. Pandoro sintió entonces que le faltaba el aire, como un pez al que arrancan con violencia del abrazo del agua. Dudó, por primera vez en su vida, dudó, pero que va, su educación fue muy eficiente y no pudo resistirlo. Fue a abrir cagándose en la puta madre de todo ser viviente.
Ahí estaban, dos testigos de Jehová plomizos de esos que no despegas ni con agua caliente. Le traían tiras cómicas de portadas espectaculares, con leones y corderitos abrazándose y leprosos bailando breakdance felices. No se molestaron ni en saludar y ya habían dado rienda suelta a su verborrea. Sometieron a Pandoro a un severo correctivo compuesto por un sinfín de dogmas, aforismos, contradicciones místicas, promesas de cosquilleos póstumos y axiomas sacrosantos, pero Pandoro no estaba ahí.
Aunque su cuerpo estuviera enfrente, su mirada ida evidenciaba que su mente estaba ausente. Su cerebro, en pos de proporcionarle una realidad mejor, le había llevado a revivir los episodios más traumáticos de su infancia y adolescencia, la mayoría de los cuales no había podido superar aún. Estas retrospectivas hicieron asomar una lagrimilla en su ojo derecho, el del tic crónico. Los testigos, emocionados, lo asumieron como una muestra de la enorme contundencia de sus verdades y su efecto sobre el espíritu y le cogieron la mano al hombre ausente, para hacerle firmar documentos como si de un maniquí de tratase. Esto hizo reaccionar al bueno de Pandoro: -“Pero vosotros... ¿cotizáis en bolsa no?”-
Ellos se miraron entre sí, sin saber muy bien que responder. Un momento de estupefacción que aprovechó Pandoro para berrear: -“Pues a tomar por culo, fariseos...”- Les pateó el culo, rodaron por las escaleras y cerró una vez más la puertecita infernal.

Fue cerrarla y cayó allí mismo. Se vio superado por un histórico ataque de ansiedad histérico, que aún se estudia en las universidades y salas de tortura hoy en día. De no ser porque estos ataques no son mortales, habria muerto siete veces, y desde luego la agonía que vivió fue pocas veces experimentada antes en éste planeta. Cinco horas de tormento hasta que su cuerpo sintió compasión y le hizo perder la conciencia.



Le despertó la puerta. Alguien llamaba.



Él , tras levantarse como pudo y babeando, abrió automáticamente, como siempre, pero ya no era él. Al otro lado de la puerta había un hombre desgreñado y ataviado con un traje gris. Un tal Mingo, que representaba a “Sanlu”.
- “Verá es que hemos estado prospectando a saco en la zona y tal, pero aún no habíamos podido hablar con usted...”- y así prosiguió, con una labia impecable mientras Pandoro pensaba si ir a por un cuchillo. -”¿¿Que si tengo seguro de salud?? Mi respuesta es: ¿¿es que no puede uno ya ni perder la conciencia sin que vengan a sodomizar su alma y su paciencia??-
Dio el ultimo portazo que pudo dar aquel dia, su único día de descanso en meses pues en su curro le explotaban, y se arrastró llorando, literalmente, hasta el sofá. Allí le dieron quince soplos consecutivos al corazón y volvió a perder el sentido, desfilando por la delgada linea que divide los mundos.


Despertó en un hospital de mala muerte y relató su martirio al doctor, un charcutero pluriempleado por ETT. Le explicó que no podía negarse a abrir, pero que no podía soportar más que no le diesen tregua. El “galeno”, por llamar de algun modo al carnicero de las SS, le dijo que alguna manera de complicarse a si mismo para abrir la puerta debía existir. Así, tras quedarse en babia cavilando sobre el cacahuete y el esturión, secuelas cognitivas de lo acaecido, Pandoro dedicó unos minutos a reflexionar sobre las palabras del doctor y dio con una solución.

Al día siguiente se instaló una cadenita especial en la puerta, mascullando un juramento solemne: “Por mi alma inmortal que os aburrís y largáis antes de que haya abierto, ahorrándome veros el careto, y eso suponiendo que venza la pereza de enfrentarme a éste laberinto cada vez. Pero como consiga abrir y aun estés ahí, seas quien seas, juro que vacio tu propio instentino grueso en tu bocaza de estólido.”


Por eso yo que conozco la desgracia de Pandoro, me pongo nervioso cada vez que alguien tarda un poco en abrirme la puerta. No es que sea impaciente joder, sólo velo por la integridad de mi intestino, que os gusta mucho criticar.