viernes, 6 de julio de 2018

Hasta la próxima


Una rocambolesca concatenación de peregrinas circunstancias, aún ahora inexplicables para él, fue lo que le llevo hasta allí. Pero bueno, así es el destino.

 Se hallaba frente a la fuente de la concesión, un lugar más allá de todo lugar que escasos mortales han podido apreciar con sus sentidos.
Una vez superado el susto inicial y habiéndose repuesto mínimamente, comprendió la oferta que acababan de hacerle: se le concedería un deseo.
Sin letra pequeña, sin explicaciones, sin requisitos, sin peros, sin trampa ni cartón. Por suerte para él, tampoco sin prisas.
Aquello no era algo para lo que estuviese preparado y se sintió levemente abrumado por el peso de la oferta. Se vio obligado a admitir cuánta razón tenía Sartre. “El hombre es esclavo de su libertad”. Ahora en cierto modo no le pedían decantarse por algo; le pedían renunciar a todo lo demás y esto le hacía dudar hasta la desesperación.
Sin embargo llegó un momento en el que intentó simplificar y recordó el peso de su arrepentimiento. La losa de la culpa que doblegaba su espalda. Tantas decisiones absurdas, tantos reproches hacia sí mismo, tantos errores impulsivos y a veces incluso involuntarios pero con terribles consecuencias para él y los demás.
Pensó, más o menos acertadamente según el criterio de quién lo juzgue: “Volveré atrás y esta vez lo haré mucho mejor”.
En realidad era algo que había deseado en infinidad de ocasiones, así que dar con esta solución fue un verdadero alivio para su cerebro, que se hallaba torturado por el coste de oportunidad como si dos caballos estirasen de los dos extremos de su ser, cada uno en una dirección. Solo que en este caso se trataba de millones de caballos, representando todos sus deseos.
Resopló, apretó los puños y respondió con voz decidida: “Deseo retroceder hasta el día en que cumplí mi primer año de vida”.

Y de manera prosaica e inmediata, sin necesidad de respuesta verbal alguna, así sucedió.
Todo volvió a empezar desde aquel momento de inocente celebración en su hogar.

Lamentablemente, aunque creyó tomar la decisión adecuada, y puede que en efecto así fuese, calculó mal.
Volvía a tener un año y había olvidado toda su experiencia anterior, esa con la que pensaba reconstruir su camino. Así que creció y volvió a decir las mismas sandeces, a creerse las mismas milongas, a aceptar las mismas injusticias, a equivocarse flagrantemente e incluso a tener el mismo orgullo de negarlo, barriéndolo bajo la alfombra y alimentando los reproches futuros.

Y ese no fue su único error de cálculo. Él no podía volver atrás solo, su decisión arrastraba a todo el mundo con él.

Muchas, muchísimas veces creció cagándola a lo bestia hasta que una rocambolesca concatenación de peregrinas circunstancias le llevó una y otra vez hasta la fuente de la concesión. Allí deseó, una y otra vez, volver a empezar, obligando a retroceder a todos los demás en su intento estéril.

No sabría decir cuántas veces se han hecho las mismas guerras, cuantas veces el ser humano ha vuelto a votar no ya al PP sino a cualquiera, las veces que se ha dado la misma ostia inmerecidamente, el mismo coscorrón que te has llevado tú por no prestar atención mientras caminabas. El número exacto de veces en que se ha repetido la misma mentira, en que se ha asesinado vil e injustamente a cada animal, cuántas veces lloró aquel por su error y cuántas veces volvió a reír antes de cometerlo. Las puñaladas traperas, encender la TV, perpetrar “canciones” de reggaeton, los abusos de poder, el cinismo, mear de cara al viento, aquella diarrea inoportuna, Civera, los goles en propia puerta, los nombres equívocados durante el coito, las horas extra, cada insolación, las situaciones embarazosas, los delfinarios, Trump, los condones de imitación, las sobredosis, los deditos metidos en el enchufe, las boñigas pisoteadas y en definitiva cada fallo chabacano, o cínico, o ridículo, o absurdo o en definitiva, humano, repetido una y otra vez. Y otra vez más. Y otra vez más. Y otra vez más. Ad eternum. In secula seculorum. Redundancia cíclica sin final posible.

Nuestro protagonista siempre volvía a desear lo mismo y nunca llegó el escarmiento. Así que aquí seguimos, marrando galopantemente en bucle. Sería difícil determinar incluso cuántas veces he malgastado mi tiempo en escribir todo esto y cuántas veces has malgastado tú el tuyo en leerlo.

lunes, 12 de febrero de 2018

Herbadeath


Job Strogoff, como su nombre indica, soportó mucho. Muchísimo. Y además lo hizo siempre pensando en el prójimo. Una vida de renuncia y sacrificio que le pasó por encima como un camión cisterna lleno de plomo líquido resquebrajando hasta el último de sus huesos. Job Strogoff estaba hasta la polla de aguantar, aunque obtenía cierta satisfacción de ver al menos a los demás a salvo, cuando lo conseguía, que tampoco era siempre.

Cuando en el ocaso de su sufrida vida alcanzó por fin la situación soñada en la que nadie precisaba de su sangrante altruismo, cuando por fin acariciaba con la punta de sus dedos la paz soñada, esa paz que le permitiría solazarse en plenitud, tumbado en la hamaca pensando solo en las nubes y las flores, entonces un desgarrador accidente frustró la consumación de sus eternamente pospuestos objetivos.
“Abre fácil”, ponía en la lata de espárragos. Abre fácil mis cojones. Habría resultado más sencillo introducirse en el Fort Knox.  Habría resultado más fácil expandir la mente de un pepero. Habría supuesto menos esfuerzo convencer a la iglesia de que donase todo el oro de sus estatuas a quienes mueren de hambre. Abrir esa lata de espárragos era tarea imposible, incluso con el abrelatas suponía una lucha extenuante. Y en pleno forcejeo, maldiciendo la estrella con la que había nacido, resbaló con su propio sudor y cayó por la ventana a la calle. Que su piso estaba a ras de suelo es cierto, pero cayó de espaldas y se lesionó irreversiblemente el espinazo, lo cual le llevó a la tetraplejia, sin haber podido siquiera abrir la lata.
No tenía quien cuidara de él. Sus protegidos ahora estaban a salvo y lo habían olvidado casi por completo, limitándose a enviarle alguna escueta postal cuando la culpa atenazaba su conciencia. Aunque él nunca exigió nada, su ayuda había sido incondicional.
Pero sus circunstancias eran acuciantes, nadie le ayudaba porque suponía un inconveniente para todo el mundo. El estado le daba la espalda, toda diferencia que implique gasto se resuelve con el ostracismo según la lógica estatal. La caridad cristiana hacía poco menos que ofrecerle un consuelo imbécil que no hacía sino ofender su intelecto y dignidad.
Dijo que había tenido suficiente ya y solicitó la eutanasia. Ah no, eso no podía ser. No era legal. No era moral. Envuelto en las excusas más altisonantes, entre discursos rimbombantes e hipócritas hasta el hastío, recibía una y otra vez el mismo veredicto como única respuesta a su súplica: NO.
Gruñía entre dientes Job. Y tras largas noches en vela, esperando a que su arrendatario viniera a echarle a la calle por no pagar su alquiler del último mes, pese a que él le había ayudado a cargar peso durante quince años desinteresadamente, piensa y piensa, y piensa que te piensa, por fin creyó hallar una solución a su martirio.
Solicitó la ayuda de las hierbecitas, alegando que ayudarían a su mente a encontrar la paz, y poco después contactó con un dicharachero comercial de Herbolaif.  Un niñato desesperado de amabilidad fingida y forzada, que venía a casa a darle la barrila hasta que la boca se le secaba, cada puta tarde hasta el anochecer, sin descanso ni perdón. Pero Job había soportado tanto que a duras penas le afectaban aquellos soliloquios plomizos y desproporcionados, que habrían hecho estallar la cabeza de cualquier persona mentalmente sana. El señor Strogoff, el altruista postrado, estaba realmente interesado en sus productos.
A los pocos días de empezar con uno de sus tratamientos, y tal y como lo había planeado, palmó. Palmó sin que los médicos pudieran hacer nada por obligarle a seguir vivo en contra de su voluntad, que era lo legal y lo moral. Palmó de un modo irrebatible, fulminado, gracias a la “terapia” contraproducente que le habían encasquetado por un módico precio sin tener ni idea del tema.


Paz a los vendedores de hierbecitas “inocuas” de buena voluntad, que llevan el alivio eterno a las almas atormentadas, que ofrecen el descanso a los seres a quienes la moral les niega el último viaje, auténticos Carontes que guían los cuerpos vivos a la orilla del no retorno. Y por apenas cuatro perras de nada, ¿quién da más?



domingo, 4 de febrero de 2018

La ley de la atracción.





Mientras aguardaba a que llegase la comida, sentado junto a su familia en un bar de carretera en medio de la nada, el adolescente mostró un leve gesto de preocupación.
-¿Qué te sucede? – le preguntó su tía al ver su semblante.
- Esta noche juega el equipo al que apoyo, como visitante en casa de su máximo rival, y no pinta muy bien el asunto, la verdad– respondió él.
- Pero no puedes mantener esa actitud, así no les ayudas, así les mandas ENERGÍAS NEGATIVAS y poco más- sentenció con convicción ella.
Él la observó mientras su cerebro comenzaba a procesar el argumento que acababa de recibir. Y lógicamente, lo primero que hizo fue plantearse el peso de esas supuestas energías en el transcurso de los acontecimientos.

“Dejando de lado cualquier análisis racional sobre la naturaleza de las mismas –empezó a considerar su mente, arremangándose- y aceptando que realmente la cosa funcione así… entonces el resultado de los partidos puede verse condicionado por mi estado de ánimo respecto a los mismos, antes  de que empiecen y durante su disputa.
Es decir; si yo por ejemplo he atravesado una mala racha que ha minado mi moral y me siento taciturno y especialmente pesimista, aunque no hayan motivos reales para mantener esa actitud de cara a lo que sucederá en el futuro, puedo estar jodiendo al delantero centro de mi equipo, que golpeará mal el balón merced a las energías negativas que le he mandado.
En cambio, si voy feliz por la vida y me muestro convencido de que todo marchará según mis deseos, el mismo golpeo mandará el balón a la escuadra.
¡Realmente esto me otorga un poder extraordinario! Puedo contribuir a la consecución de goleadas de escándalo con tan solo sonreír, es maravilloso visto así. Incluso puedo lucrarme abundantemente apostando, dado que en tal caso las energías serían dobles, las del deseo de que gane “mi” (soy consciente de que no me pertenece) equipo, las del deseo de ganar yo.
Aunque… es de suponer que el delantero centro del equipo en cuestión, también tendrá algo que decir en todo esto. Si ese tío esta asqueado de vivir o se ve superado por la presión del partido y no termina de estar convencido a la hora de chutar… ¿debo cargar yo con la responsabilidad de compensar eso hasta que su disparo sea efectivo? ¿Qué porcentaje energético debe atribuirse a cada cual? Supongamos que nuestro héroe siente emociones contradictorias. El portero del equipo rival es su hermano, está buscando que le echen del equipo y no osa declararse en rebeldía, siente culpa cuando las cosas le salen bien debido a profundos traumas infantiles, etcétera. Y sin embargo, su deber como profesional y su objetivo (a nivel consciente y nada más), es marcar el gol. ¿Cómo resuelven semejante dilema las leyes de la física? ¿Es por eso que algunos balones toman efectos incomprensibles al ser golpeados, por la contradicción de las vibraciones emocionales aplicadas al proceso?

Bien, supongamos ahora que el delantero está comprometido y convencido al cien por cien del resultado de su golpeo, y que yo lo estoy por igual. El portero rival, tendrá algo que decir, intuyo. Si el portero rival también está comprometido y convencido al cien por cien de que será capaz de detener el balón, ¿qué será de nuestra pobre y siempre pateada esfera? ¿Colapsará y se desintegrará, incapaz de arrostrar ambas fuerzas a la vez empujándola por igual en dos direcciones distintas? Es posible que en un noble intento por satisfacer a ambas partes, decide ser protagonista de una especie de carambola rocambolesca que tras golpear dos veces el palo y una vez más el lomo del arquero, termina saliendo rebotada hacia cualquier parte. ¿Hacia qué parte debería dirigirse? ¿Hacia dónde se ubique el jugador con mayor cantidad de energía positiva? ¿Con mayor calidad de energía positiva? ¿Debería existir un lugar especial para que balones tan castigados por las circunstancias pudieran escapar sin perjudicar a ninguno de los dos equipos? Está atrapado en medio de una disputa atroz en la que si beneficia a uno perjudica al otro e impelida por toda suerte de energías emocionales en todas direcciones.
Eso reduce el partido a un evento mucho más emocional que deportivo. Ambos equipos miden en esforzado pulso cual de ellos desea más y mejor, y de esto depende todo lo demás, es algo meridiano una vez aceptado el peso de las energías emocionales en el evento.
Así pues los empates a cero no pasan de ser la igualdad absoluta por parte de las vibraciones de ambas formaciones, y cuando los empates implican goles, se deduce que es la consecuencia de la alternancia en la fuerza de los deseos rivales hasta que tras mucho compensarse en ambas direcciones, termina por establecerse un plano de igualdad.

Ha llegado el día en el que he comprendido cómo funciona el deporte, quién me lo iba a decir. Me gustaría comprender como funciona el mismo precepto a todos los niveles. Por ejemplo si el empate pese a ser lo más justo tras el fragor de la contienda energética, no era lo deseado a efectos de clasificación por uno de los equipos o por ambos a la vez. ¿Cómo compaginar el deseo de un partido, que se compone del deseo de cada una de las jugadas, con el deseo de que el resultado sea favorable de cara a la clasificación? Si por ejemplo, deseabas ganar porque la victoria te daba el campeonato… pero dependías de que tu rival perdiese también. Tus emociones te han llevado a vencer en el partido, pero las energías de tu rival le han reportado el mismo resultado en su contienda y terminas segundo. ¿No habría sido mejor invertir tus energías en sabotear al rival? Deduzco que habría que estudiar cada caso, calculadora en mano, para entonces decidir con precisión donde es más conveniente depositar todas las ilusiones y esforzarse en acallar los miedos. A veces te vale con un empate. Pero a veces necesitas una carambola a tres bandas en la que te favorezcan tres o más resultados. Tal vez alguno de los que ha acabado perdiendo el juicio sea sólo una víctima de su clarividencia, de comprender todo esto y pretender intervenir en todos los partidos al mismo tiempo. Alguien que vislumbró  el intrincado juego de tirar de la cuerda al que se reducía todo y decidió consagrarle sus energías positivas y negativas, a la vez, hasta la última y vesánica consecuencia;  y que puede que incluso ahora mientras mantiene acaloradas discusiones consigo mismo, las siga consagrando y jodiendo tus quinielas y las del vecino. Al menos ya tienes a quien culpar.

Si dejamos a un lado la gestión por parte de los profesionales del tira y afloja emocional del cual penden los marcadores finales de las competiciones deportivas, aún hay algo más importante que debemos recordar, y que si bien ha sido mi punto de partida, lo ha sido a nivel individual. A nivel colectivo adquiere proporciones inconmensurables. ¿Cuál es el peso del estado de ánimo no de un aficionado, si no de toda la afición completa?
Esto ya es canela fina. El pulso de quienes batallan en pos de su objetivo es poco menos que un chiste si contemplamos el escenario de, literalmente, millones de personas metiendo baza en el asunto con sus vibraciones, ya sea a sabiendas de lo que está sucediendo o ignorándolo por completo. Imagínate a once tíos (en el caso que nos ocupa) remando en una sola dirección. Ahora confronta su esfuerzo al de un millón de tíos y tías remando en la dirección contraria.
La primera conclusión lógica parece ser que siempre ganará el equipo que juega como local, pues dispone de muchas más almas arrimando el hombro. Aunque hay también en el estadio siempre un sector reservado para los hinchas del equipo visitante. ¿Y si fueran estos hinchas menores en número pero mucho más intensos en sus energías? O mejor aún, considerando que hoy en día estos eventos son retransmitidos a nivel global y que debemos sumar las fuerzas de cada persona que presta su atención al partido… ¿no deberíamos poder ver un descenso estadístico en las victorias locales, como consecuencia de que al principio solo animaba la gente del estadio y a posteriori pasó a meter cucharada cualquiera desde cualquier rincón del mundo? Son dudas que precisan de investigación y búsqueda de datos y que pospondré temporalmente.
Pero volvamos al tema de la voluntad colectiva. Si antes pudimos decir que el marcador era el resultado de enfrentar las energías de los implicados activamente en el concurso, ¿podríamos negar ahora que más bien sea el resultado de todas y cada una de las personas atentas al mismo?
Al final pues, gana el equipo que más simpatizantes tenga (¡por fin comprendo el enorme peso que tiene el merchandising! Yo que siempre pensé que era metérsela doblada a la gente por puro propósito lucrativo). O no. Ya que en ocasiones hay aficionados que circunstancialmente no desean lo que se supone que deberían. Por ejemplo quien, pesimista (o como todos conocemos al pesimismo: optimistas con experiencia) apuesta en contra de su propio equipo. Quien anima al equipo rival por amor a su pareja que es simpatizante del mismo. Quien está deseando que el club atraviese una renovación profunda para que vengan tiempos mejores y sabe que el único camino es una concatenación de derrotas que haga la situación insostenible. Y un millón de posibilidades según las cuales no toda la masa social acumulada por un equipo apoye al mismo.

Es menester coger una calculadora y empezar a sumar y restar vibraciones, a poder ser cuantificando la intensidad de las mismas; preguntar a cada persona cual es su situación energética de cara al partido, y tras conseguir esta laboriosa cifra de muchísimos dígitos, sabríamos el resultado exacto de cada partido antes de que este empiece (el resultado final, ya sabemos que el resultado de cualquier partido antes de que empiece es de 0-0, no te pases de listo).
Si en un principio pensé que podría obtener un rédito económico de mi voluntad y mi (nunca desinteresada) energía positiva, o sea, acumular pingües beneficios apostando, me pregunto, ahora que ya está claro el proceso que determinará el resultado final, por qué razón deberían renunciar los magnates que hayan comprendido esto a los trillones y trillones de monedas en ganancias que pueden obtenerse. Y de hecho, no descartó que esté sucediendo ya. Podrían estar manipulándose las voluntades de millones de personas de manera subrepticia para canalizar las energías en tal o cual dirección y bañarse en oro con el resultado de las mismas (bendito merchandising una vez más, aunque con toda probabilidad la manipulación alcance niveles mucho más profundos y complejos a niveles que no sabría explicar desde mi ignorancia). Esto lleva más que a una lucha titánica global de voluntades, a una lucha titánica global por el control de las voluntades, las vibraciones, las energías. ¡Era cierto! La fe mueve montañas... pero montañas de dinero.

Así pues, cuando me siento a ver una disputa deportiva, lo que estoy viendo (tal vez manipulado como un pelafustán), es la feroz disputa entre dos tíos con corbata que han peleado a brazo partido por conseguir el máximo de energías, bien para la institución deportiva a la que representan, bien para la casa de apuestas que regentan. Sospecho incluso que pueda existir un pacto entre sendos tipos de institución (y no olvido que el estado y su fiscal afán recaudatorio con esencia de Curro Jiménez también participará del tinglado) si quedan en manos de la misma gente, circunstancia que antes o después ha de tener lugar.
Esto me lleva a preguntarme: ¿Cómo era el deporte primitivo? Más allá de la fuerza y la disciplina mental que se supone forma parte de todo deportista en mayor o menor medida, ¿tuvieron importancia alguna vez las aptitudes deportivas de los participantes en las competiciones? ¿Por qué, en tiempos pretéritos o en la actualidad, no podría atiborrarse a donuts un deportista que sabe que su equipo con millones de simpatizantes se va a enfrentar a un equipo que tiene muchos menos seguidores, si total la suma de las energías positivas totales de su bando ya mandarán el balón a la escuadra? ¿Será que se preocupa de mantener la forma para cuando le toque enfrentarse a equipos de la misma envergadura numérica en cuanto a masa social y por ende misma envergadura energético-emocional? Deberías ir preguntando todas estas cosas a tu tía –le decía su mente, perversa y un poco ociosa-, la verdad, ella te lo ha propuesto, que se haga cargo de sus palabras…”

El chaval levantó la vista. Su tía seguía mirándolo con impávida expresión sonriente, algunos minutos después de su vibrante consejo vibratorio. La comida aún no llegaba. No debía estar poniendo todo su empeño el cocinero porque a fe de Dios que el estómago del muchacho mandaba energías positivas (y negativas también si incluímos los reniegos en el cómputo emocional) en dirección al pasillo en cuyo final se ubicaban los fogones. Su mente, traviesa y desesperada por distraer la panza, empezó a pensar de este modo: “Apliquemos ahora todo lo estudiado al resto de ámbitos de la vida; la política, las relaciones humanas, la ciencia…” pero el chaval consiguió dominarse y zanjó el asunto en seco con un “Bah”, que en contra de su voluntad y para sorpresa de su tía, masculló en voz alta. ¡Qué grosería, que manera de agradecer  semejante serendipia!