domingo, 2 de agosto de 2015

Juéwàng


Cualquiera que haya estado en un centro comercial, en especial durante las fechas navideñas, debe conocer el ajetreo frenético que inunda el ambiente en esos lugares. Luces, sonidos, olores, crios corriendo, voces y gritos, y todo tipo de abigarrados reclamos para los sentidos humanos, persiguiendo embaucar a los clientes potenciales. Una barahúnda mercantil de dimensiones difícilmente descriptibles para quien la explica e imaginables para quien escucha.
Pues en China la cosa no es distinta. Llamadlo capitalismo rojo si queréis, yo no entrare en ese tipo de connotaciones sociopolíticas, pero allí también son de gastarse perras alegremente consumiendo de lo lindo.
Y en medio de aquel eufórico fragor del derroche, en un centro comercial cualquiera, enorme y atiborrado de gente como todos los centros, permanecía absorto en sus pensamientos un buen hombre ensimismado. Ajeno a la comedia humana que tenía lugar a su alrededor, inmutable ante los omnipresentes estímulos sensoriales dispuestos con el fin de atraerle como a un pececillo entre un millón.
Más que en pensamientos distraídos, estaba absorto en lamentaciones y jeremiadas. Carente de tropismo alguno, se encontraba sumido en una severa lasitud anímica, que solo interrumpía eventualmente para renegar con furiosa rabia, pero siempre por dentro de su ser.
Claro que renegaba en chino, así que yo no sabría decir exactamente en qué consistían los reniegos pero todo apunta a que eran exabruptos dedicados en su gran mayoría a la progenitora de alguien: de su novio.
Porque su novio, Aparicio Chan, estaba en las antípodas en cuanto a actitud se refiere. El cabrón estaba feliz, entregado al consumismo y fuera de control y no se podían contar las horas que llevaba en ese estado. Se había gastado ya los ahorros que había acumulado para la universidad, los de la casa, los del viaje que pensaba hacer en verano y los que guardaba para comprarse un palé de botellas de licor de arroz. Menudo frenesí, puro despilfarro.
Nuestro héroe que le esperaba, símbolo del estoicismo, le dijo al empezar aquella jornada diabólica “te espero aquí vida, haz tranquilo”, confiando ingenuamente en la respuesta de Aparicio: “tengo que comprar un par de cosas que venden allí en el centro”. "Fúmate un cigarrito si eso", había añadido con indiferencia para intentar persuadir a su novio, a sabiendas de que no era muy amigo de la situación.
Así que, resignado, había acomodado su trasero en el banquito que se convertiría en su “Wilson”, aunque él aún no lo sabía, y se había dispuesto a aguardar esos minutos en los que consistía la falsa promesa de inmediatez. Y así empezaron a transcurrir horas, horas y horas.
Eternas, sangrantes, anodinas.
¡Cuantas amenazas y plañidos recorrieron su mente durante aquel nudo gordiano! 
Quizás durante las primeras horas, que ya es decir, el suplicio no había sido tan lacerante. Se había dedicado a fantasear con viajes que le llevarían aquí y allá. Se imaginaba en idílicos parajes o viviendo trepidantes aventuras. Pero llegó un momento en el que ya había recorrido el mundo en su interior. Cuando digo el mundo no me refiero a todos los paises y lugares emblemáticos. Por desgracia me temo que hablo de cada comarca, municipio, barrio, calle, casa y hasta retrete. Después había fantaseado con hacerle regurgitar las gónadas a aquel Santa Claus de ojos rasgados mediante el método de encajarle el pie en la entrepierna con cuanta fuerza y violencia le fuesen posibles. Pero lo descartó por no armar numeritos. Luego fantaseó con mil maneras de poner fin a la vida de Aparicio, y ya durante las últimas horas solo maldecía a sus propios padres por no haber usado un condón, aunque fuese hecho en China.
Incluso mientras bisbisaba barbaridades contra la mujer que le había traído a un mundo con demasiados centros comerciales para su gusto, es decir, uno o más, llegó a ser testigo de una aparición paranormal, cuando el mismísimo Job tuvo el detalle de presentarse precisamente a presentarle su admiración ante la prestancia de su paciencia intachable.
Sólo nuestro héroe (a partir de aquí “el mártir”) pudo verlo, al margen de un crío con la suficiente sensibilidad para percibir ese tipo de espectros pero ya con el cerebro completamente abducido por lo material, que corrió presto a entregarle una carta con un listado de deseos, todos de plástico, banales, de mierda, probablemente confundiéndolo con un rey mago. Pero Job no le hizo ni puto caso porque seguía admirando al mártir. “Amigo, tienes agallas”, le repetía entre reverencias.
Luego hasta Job se volvió a esfumar, extenuado y hasta los huevos, abandonando al mártir de nuevo en su calvario. Calvario que duró lo indecible. Unas horitas más de ansiosa y asfixiante resignación en aquel triste banco que estaba convirtiendo a un hombre lúcido en una siniestra elegía a la lucidez devastada.
A estas alturas ya se había fumado siete cartones, había empezado a desarrollar cáncer de pulmón y también había dejado de fumar.
"Podría haberse levantado y haberse ido", supondrán algunos. Pero es que su sentido de la lealtad y del compromiso eran intachables y le condenaban. Incluso llegaba a creer que si demostraba paciencia la vida le tenía que recompensar con justicia. Idea cándida por antonomasia. Allí estaba, pudriéndose asquerosamente. Criando malvas sin haber palmado.

Pero como sabe todo sabio, “todo pasa”. Y de repente, como si todo hubiera sido una horrible pesadilla, de entre la multitud emergió Aparicio, carrancudo, pletórico, con su plétora de bolsas y cajas, que a duras penas habría podido abarcar de haber tenido seis manos.
El mártir no tuvo palabras. No hace mucho había confeccionado los discursos más hirientes y las torturas más retorcidas en su mente, pero ahora estaba demasiado aturdido como para hablar.
En shock y entre agónicos estertores, se limitó a levantarse y decir, con un semblante que contrastaba sensiblemente con el de Aparicio: “vámonos de una puta vez”.
Durante el trayecto al coche ignoró los reproches, que encima, hubo de sufrir por parte de Aparicio, ya sabéis, “alegra esa cara”, “que mosca te ha picado” y blablablá.
Y entonces, a medio camino, pasó algo para lo que no estaba preparado. Aparicio dijo de modo apresurado e indiferente: “Ay, espera, espera, que aún quería ver unos zapatos que hay de oferta en la quinta planta”.
El diálogo fue algo parecido a esto:
-Tienes setenta pares de zapatos ahí, hijo de puta.
-Pero aquellos son preciosos, sería un crimen dejarlos atrás.
-Tienes setenta pares de zapatos ahí, hijo de puta.
-Bueno, espérame un momento sólo, bajaré enseguida.
-Tienes setenta pares de zapatos ahí, hijo de puta.
-Joder,
¿cómo puedes ser tan egoísta? ¿Qué te cuesta esperar a que me compre un puto simple par de zapatos? ¡Sólo eres capaz de pensar en ti! ¿Acaso crees que el dinero sirve para otra cosa que no sea usarlo? Imbécil, me das asco, me has estropeado la navidad con tu actitud egoísta de mierda, para unas compras de nada que hago al día. Voy a ir a comprarme esos zapatos te guste o no, aunque para mí el día ya se haya estropeado. Y de paso revisare algunos escaparates de la tercera planta que solo he visto tres veces, puede que hayan puesto algo nuevo.

No hubo respuesta para eso. El alma de nuestro héroe caía en picado en el pozo de las más profundas oscuridades que pueda albergar una persona corriente. Nada podía detener ya aquel descenso al horror y no cabía solución alguna para él en el mundo de los vivos.
Aparicio se fue a la tercera planta a mirar los escaparates y el mártir se fue a la vigésima planta a observar las vistas de la ciudad.
Enajenado, con espasmos cerebrales, nuestro héroe se asomó al balcón y se arrojó al vacío sin titubeos. Que tosco resulta el vuelo de los mamíferos, por activa o por pasiva, cuando no son murciélagos o ardillas voladoras, respectivamente. Que curiosa manera de planear la del ser humano; decidida y resuelta. Aunque acusa en exceso la ausencia de alas, en mi opinión.
El mártir se hizo papilla contra el suelo, aunque la gente enseguida se distrajo de nuevo con las lucecitas y consideraron sus restos esparcidos apenas una vulgar alfombra roja tendida en la acera, como una invitación a comprar;
¿qué si no en un centro comercial en navidad?
Aparicio solo declaró ante la policía que “seguramente se habría tirado para llamar la atención, porque era tan egoísta que era capaz de sacrificar su vida en pos de atraer los focos” y luego siguió comprando. Ya tendría tiempo para las emociones cuando hubiesen cerrado las tiendas.

Tampoco fue al funeral, porque, según él, “no tenía zapatos adecuados y no quería ir a dar la nota calzado de cualquier modo”.

Fin.






-Esto está inspirado en lamentables hechos reales.
-Si nuestro héroe sucumbió tras varias horas, yo apenas necesito algunos minutos. Los centros comerciales son centros de exterminio. Búscate a otro, yo me voy al campo.



martes, 30 de junio de 2015

Leyenda de dos princesas y un dragón.


En un reino más o menos lejano, vivían dos princesas llamadas Alma y Astrid.
Se querían y cuidaban mucho y eran unas aventureras de mucho cuidado.
Todo el mundo se divertía mucho con sus ocurrencias.
A su vez, más o menos lejos de allí vivía un dragón, un gran dragón llamado Alcachofo, nombre que le pusieron con sorna el resto de dragones, porque él no comía humanos, ni vacas, ni cerdos, ni perros, él sólo comía plantas y usaba su feroz aliento de fuego para asar pimientos.
Esto le convirtió en un dragón algo tímido y aislado del resto de dragones, que nunca querían acompañarlo a merendar. Así que merendaba sólo, pero contento de ser amigo de los humanos y los animales.
Una buena mañana, Alma, que tenía una admirable vocación de ornitóloga y sentía fascinación por la naturaleza, decidió pintarse el pelo de color verde para camuflarse mejor entre las plantas y los arbustos y así observar a los pajaritos, aprender sus cantos y pintarlos, pues era una fantástica cantante y una pintora de excepción.
Fue a sorprender a Astrid con su nueva imagen:
-Hola Astrid, ¡mi valiente hermana!
-¡Hala! Que pelo tan bonito llevas, ¡aunque pareces un vegetal!
-¡Lo sé! Quiero ir al valle Lechiposo, a camuflarme entre la maleza, ¡ahora es primavera y se llena de pájaros y aves por todas partes!
-Sí, es una idea fantástica, así podrás aprender de ellos sin molestar su paz.
-¡Eso mismo me han dicho todos! Además dicen que el pelo verde es muy bonito, incluso Sansón, el herrero, me ha dicho que tal vez se lo pintaba él también ji, ji, ji
-¡Estará bonito cuando lo haga! Tú ahora ten cuidado en el valle, es un sitio pacífico, ¡pero nunca se sabe!
-Lo haré, ¡gracias por preocuparte Astrid! ¿Qué vas a hacer tú?
-¡Oh! Yo me quedaré aquí entrenando, ¡quiero correr más rápido y saltar más alto que ayer! ¿Sabes Alma? El otro día me costó mucho sacar a un perrito que había caído en el río, ¡debo estar más preparada!
-¡Tienes toda la razón! ¡Me voy ya! Te traeré pájaros, ¡pintados, eso sí!
-Vale, ¡hasta luego! ¡Yo intentaré preparar una receta nueva para la cena más tarde!




El valle Lechiposo, como era conocido en todo el planeta, por su singularidad y belleza, recibía su nombre de las lechugas y las mariposas que lo inundaban por doquier.
Aquel era un valle que por supuesto hacía las delicias de nuestro querido dragón Alcachofo, quien se dirigía también hacia allí a toda velocidad, creando auténticos ríos con la baba que le caía al pensar en las lechugas que devoraría…  ¡le encantaban las lechugas!
Allí se encontraba ya agazapada Alma, observando el paisaje cuando un estornudo la hizo sacudirse y esto llamó la atención de Alcachofo que al instante exclamó en su idioma dragón:
- ¡Albricias! ¡Una lechuga que estornuda y se menea!
Pues al volar tan alto y ser un poco miope, la había confundido con una lechuga al ver su pelo verde. Así que raudo y veloz se lanzó en picado, y apresándola entre sus garras, se la llevo a dar un paseo por las nubes, de camino a su cueva.
Pensaba en recetas mientras surcaba los cielos, pero por otra parte, más allá del hambre que le atenazaba la panza, sentía curiosidad por aquella extraña lechuga que se movía, gritaba y pataleaba, y pensó que quizás la estudiaría un rato al llegar a su morada.

Mientras tanto, Astrid completaba su durísimo entrenamiento en el jardín, cuando de repente, presintió el peligro.
Ella y Alma se entendían y querían tanto que sabían de inmediato cuando la otra estaba feliz, preocupada, triste o estaba en peligro, sin importar cuanta distancia las separará. Solo las princesas que se quieren mucho consiguen jamás algo así.
Así que tan llena de valor como siempre, cogió su escudo de madera y se preparó para salir presta al rescate de su hermana. Ella no usaba espada, porque era demasiado inteligente como para necesitar atacar a nadie. Atacar era para los tontos, ella siempre ganaba usando la inteligencia y así nunca necesitaba provocar heridas a ningún adversario.
Pero antes de salir del castillo, se dio cuenta de que estaba bastante cansada después del ejercicio y pensó, o más bien sabía, que encontraría a su hermana bastante hambrienta también, así que antes de partir preparó una gran cesta con muchas frutas, nueces, almendras... ¡y por supuesto espinacas que les darían fuerzas!
Cargando con el escudo y la cesta de la comida, se encaminó hacia el valle Lechiposo, donde encontró un montón de esas mariposas rosas que siempre aparecían al atardecer. Ellas habían visto lo sucedido y se ofrecieron a acompañar a la heroína Astrid en su aventura.
Con la ayuda de estas mariposas y el viscoso rastro de baba que Alcachofo dejaba a su paso, Astrid tuvo suficiente como para encontrar el camino hacia su cueva.
El camino fue largo y duro, atravesó muchos obstáculos y ansiaba rescatar a su hermana, pero ella era tan valiente y decidida y las nueces le dieron tanta energía, que al final lo superó como si de un paseo se tratase.
Había llegado ya al hogar de Alcachofo, y escondida tras la puerta, trazaba planes para liberar a su hermana querida de las fauces del monstruo, porque ella siempre tenía algún buen plan, cuando escuchó risas que venían desde dentro. Risas de dragón… y de Alma!

¡Entró sorprendida y descubrió que Alma y Alcachofo se habían hecho amigos! En cuestión de horas, Alma había aprendido incluso a hablar el dragonolo, el idioma dragón. ¡Que lista era!

-¡Astrid! ¡Adelante!-dijo Alma sorprendida al ver aparecer a su hermana-.
-Pero… ¿¿estás bien??
-Sí, ¡claro! Éste grandullón se llama Alcachofo, ¡y es mi nuevo amigo!
-¡Pensé que quería echarte salsa por encima y devorarte!
-Oh no, no, él come únicamente frutas saludables y legumbres que le dan vigor. ¿Verdad, Alcachofo? –preguntó dirigiéndose al dragón, que tímido como era y sin entender el idioma de las niñas, estaba sonrojado en un rincón ante la presencia de la nueva visitante.
Volvió a preguntarle en dragonolo, y el dragón asintió con una sonrisa enorme que hizo respirar de alivio a Astrid.
-¡Pues fantástico! –exclamó la pequeña heroína- Vine tan aprisa como pude, creyéndote en peligro hermanita mía. Pero si estamos con un amigo… ¡hay algo que quiero mostraros!
Entró entonces la cesta de las viandas, que había dejado fuera por precaución, hasta completar el rescate, y aquello alegró mucho a Alma, pero sobretodo a Alcachofo, cuyos ojos brillaron, enormes como eran, de puro placer. ¡Cuantas cosas ricas contenía aquella cesta!
Al principio comía despacito porque todo aquello era muy pequeñito para su enorme boca, pero las princesas lo calmaron diciéndole que podía acompañarlas a palacio donde había verduras, setas y zumos en abundancia.
Era lo único que faltaba para que se hicieran amigos para siempre los tres.
Alcachofo las llevo volando a casa, con las mariposas rosas como séquito. Y aunque al principio en palacio todos se pusieron pálidos del susto al ver al dragón volando directo hacia allí, pronto gracias a las traducciones de Alma, se dieron cuenta de que Alcachofo era un dragón benévolo con un corazón tan grande como sus enormes colmillos. Así que no hubo ningún problema en que se quedase en palacio.
Su vida se volvió entonces muy feliz.
Ayudaba a diario a entrenar a Astrid y la preparaba para ser una gran heroína aunque tenía que tener cuidado de no pisarla porque tenía unas patas enormes. También compartían recetas hechas con plantas y ambos se chupaban los dedos. Cada uno los suyos, porque los dedos de Alcachofo eran como Astrid entera.
Por supuesto también se llevaba a Alma a navegar por los aires, desde donde los pájaros se veían mucho mejor y le enseñaba a hablar dragonolo cada vez que tenía ocasión.
Alcachofo, siempre había sido tímido y se había sentido un poco sólo, pero con dos amigas tan valientes ya nunca más sintió dudas.
Ayudaba mucho en palacio, encendía la chimenea en invierno con su aliento y daba sombra en verano durmiendo mientras flotaba encima del castillo. El rey cambiaba cada día, porque en aquel reino todo el mundo podía ser rey o reina, pero fuese quien fuese, siempre adoraba al dragón.
Así fueron felices siempre en la corte el dragón, las princesas y todos los presentes. Por supuesto junto al revoltoso montón de mariposas rosas, que también decidieron quedarse.