domingo, 28 de julio de 2013

Forever young





Cuando uno tiene que lidiar con el tormento del despertador, suele arrastrar la molestia todo el día, como un zumbido impertinente sacudiendo el cerebro.
Son horas de trance y sopor, en las que el alma divaga y el cuerpo sufre espasmos, máxime cuando las mencionadas horas se dilatan hasta el infinito en un trabajo repetitivo y monótono.

Así que cuando mis ojos se abrieron como platos ante aquel escenario absolutamente surrealista e insólito, sólo pude pensar que se trataba de una alucinación provocada por el cansancio más atenazador.



Nada más lejos.



Al salir del curro como cada día, vi en el cielo aeronaves desplazándose a gran velocidad y me quedé estupefacto. Aeronaves con publicidad de objetos que no conocía recomendados por meapilas de aspecto plástico que jamás había visto antes.

Mientras mis compañeros salían hacia la calle, se sucedían las reacciones más expresivas, desde los “buat de fac” hasta las paradas cardiacas, pero si hubiera que calificar aquello de algún modo preciso, las palabras certeras serían pavor y desbandada frenética.



Así (habiendo ya fichado claro está, no íbamos a eludir nuestro deber por un quítame de aquí este suceso apocalíptico), pusimos todxs pies en polvorosa en pos de encontrar refugio, explicaciones y en general, la supervivencia.



Pronto descubrimos que habían pasado doscientos años, y doscientos años son mucho tiempo.

El mundo ahora era gobernado por alguna descendiente bizarra de Belén Esteban, que se había casado con algún memo de la generación de turno de los Rotschild, en pos de pegar un braguetazo para salir en las revistas holográficas del corazón más asqueroso; y mira por donde, le había acabado reportando su cuota en la dominación global totalitaria.



Mis compañerxs supervivientes se horrorizaban ante las nefastas consecuencias de todo ese patético devenir del destino. Ahora el mundo era garrulo por imposición, tan garrulo como la nueva tecnología imperante le permitía ser. Mis pobres colegas se tiraban de los pelos, se arrinconaban y se mecían sobre ellxs mismxs, repitiendo la palabra “no” como un mantra desesperado y extenuante. En fin, no lo llevaban bien.



Yo no tardé en entender como cabía semejante posibilidad espacio-temporal tan aplastantemente paradójica. Como demonios podían pasar doscientos años sin que esto afectase de modo alguno a mí ni a mis compañerxs.

Y si no tardé en comprender lo sucedido fue porque en realidad venía avisando hace tiempo del riesgo que corríamos.

Solía decirles “¿chicxs, no os parece que hoy la mañana va más despacio?”, solía pedir a lxs encargadxs que al menos pusieran hilo musical; hasta escribí una poesía en la puerta del lavabo mientras deyectaba, un hermoso verso que rezaba algo así como “nunca vamos a envejecer, el tiempo se espesa hasta hacerse puré”.



Es más, en una ocasión hasta noté como me costaba desplazarme en el espacio, como si de alguna anomalía física relativa a la cuarta dimensión se tratase. Pero claro, uno siempre da por sentado que es culpa del sueño.



Pues ese día fatídico la impresión no se debió a sinestesia alguna. Ese día el trabajo fue tan devastadoramente lento, anodino e infumable, al parecer para la plantilla al completo simultáneamente, que sucedió lo previsible. El drama anunciado. El desenlace de nuestro horror cotidiano. Nuestra nefanda tragedia obrera. El tiempo se detuvo dentro... aunque siguió corriendo fuera.













domingo, 3 de marzo de 2013

Ferrankenstein


A sabiendas de mi escasa enjundia a la hora de pretender riquezas, es normal que te preguntes como puedo vivir de este modo tan abundante y cómodo.
Y a sabiendas de mi escasa vocación por perseguir el éxito material, pues te imaginaras que toda esta fortuna ha venido a mí por obra y gracia de la divina providencia, y en efecto, así es.

Todo lo que soy (en argot moderno: tengo) lo debo a mi sótano, ahora ya cuna de razas y La Meca de los científicos.
Es una habitación de lo más normal, y ni yo nadie hubiera podido adivinar que me reportaría pingües beneficios.
Pero resulta que emulando a Moureau, Mengele, Frankenstein y otras eminencias del campo de la genética, y sin tener ni pajolera idea de lo bien que se me daba, me puse yo también a jugar con la vida.

Creé las condiciones precisas, sin saberlo, y la vida, siempre abriéndose paso, hizo el resto. Tú dirás que la culpa es de los cerdos del ayuntamiento, por sacar a paseo el camión de la basura orgánica una escasa vez al mes, bueno, puede ser.
De acuerdo, he estado estudiando el árbol genealógico del alcalde, y sí, desciende directamente de Diógenes, y sí, me he colado en su oficina y he descubierto que trama mil subterfugios para sepultar la ciudad bajo toneladas de basura podrida... pero resulta que los bichos aparecieron primero en mi sótano, así que jódete. No importa a quien le atribuyas todo éste dudoso merito, la guita es para un servidor.

Reconozco que me asusté un poco cuando los vi por vez primera, todos allí en mi sótano jugando al mus, durmiendo por los rincones... que yo bajaba distraído y en pantuflas, y fue todo un impacto topar de bruces con aquel pesebre.
Porqué los había de todos los colores y tamaños. Parecía mentira que todo aquel circo de los horrores hubiera podido salir de unas, cada vez más radiactivas, bolsas de basura. Aunque en fin, considerando que la verdura cada día lleva mas petroquímicos, que el camión de la basura tuvo un fallo mecánico una vez, que al mes siguiente tuvo un fallo gastrointestinal su conductor y que todos sus posibles substitutos estaban en Mallorca perfeccionando el dialecto balear del alemán, pues el desenlace no se antoja tan descabellado. Tres meses de basura orgánica adulterada en plena metamorfosis sólo porque el camión dejó de pasar dos veces. Así es el mundo de mi (ese lentísimo) Sr. Alcalde.

Su mundo y sus subsiguientes submundos, claro está. El de mi sótano estaba bastante bien distribuido, con un sistema social de castas jerarquizado aunque bastante equitativo, criaturas sin catalogar que convivían entre la inmundicia en bastante armonía y no obstante, con cachondeo y despiporre. Una maravilla.

Pero es que el sótano es mío y no hay más que hablar. Por lo tanto decidí deshacerme de ellos. Y en realidad pensé dejarlo en manos de mi espinazo y Mr. Proper (me contó que se había quedado calvo del estrés de luchar contra criaturas del averno cada vez que se estropeaba el camión de la basura en éste pueblo, que antes de eso se hacia cosquillitas en la entrepierna con las puntas de su melena), pero al final pensé que igual los científicos estarían interesados en... en fin, en “aquello”. Y juro solemnemente que no lo hice con ánimo de lucro. Pero me sentí tan profundamente presionado cuando sugirieron distraída e indirectamente darme dinero por ver como me limpiaban la cueva, que pensé... “bueno va”.

Ahora me baño en leche de burra y esnifo cristales de Swarovski, por pasar el rato, porque tanto dinero la verdad es que te vuelve ocioso. Vale, bastardos envidiosos, y vil, ya lo he dicho.

Eso sí, aún conservo el alma pese a ser un potentado, aunque sea mínimamente. Lo sé porque el otro día sentí algo parecido a una ligera emoción cuando vi a una de las criaturillas de mi sótano por la TV. Se conoce que es un personaje muy popular entre los imbéciles que conforman el vulgo, ya se sabe como son, idolatran e imitan cualquier cosa si aparece en esa pantalla.
Y también es cierto que cuando mis vasallos me pasean a hombros por las calles del pueblo me parece distinguir en ocasiones a algunas de mis criaturas bípedas... pero nunca estoy seguro porque la gente de este pueblo es rara de cojones.

La verdad es que observándolos cualquiera diría que son todos criaturas salidas de... Oh, espera! Oh sí, Sr. Alcalde, su maquiavélico plan es sencillamente genial.









domingo, 13 de enero de 2013

Deconstruye


Estuve allí cuando todo pasó. Yo vi el cielo nublarse de un modo abrumador y traer consigo la penumbra y la quietud, una especie de sosiego que nada tenía que ver con todo el vértigo pausado que sobrevendría después.
Estuve allí sin saber lo que iba a suceder y tan pronto como empezaron a caer cuatro gotas de lluvia en medio del silencio, todxs nos estremecimos y todo se desvaneció.

Todas las cosas se esfumaron, todas. Y de todas las maneras. No quisimos entender nada, ni yo ni ningunx de nosotrxs, sólo lo contemplamos todo con la quietud solemne que embargó la vida durante ese rato.

Era extraño ver como se desmantelaban las cosas. Vimos separarse las tejas de las casas una a una, vimos como desaparecían gradualmente. El metal se hacia líquido y formaba grandes chorros en el suelo que se disolvían entre el agua que el cielo nos regalaba para limpiarlo todo. Los surtidores de gasolina se desvanecían, los coches, despiezados, volaban unos metros y dejaban de existir; y lo mismo sucedía con todo lo demás. El mundo se sostenía en el aire, sin que las fuerzas gravitatorias se esmerasen en llevar la contraria al destino, para luego desaparecer. Y era todo un espectáculo, a veces uno no se da cuenta de la enorme cantidad de cosas que le rodean.

Volaban las chinchetas, los billetes y los bolígrafos. Los teléfonos móviles, las carteras, las perchas y los vasos. Los ordenadores, la mesas, las armas y las macetas. Todo se desintegraba, se desvanecía, se diluía o esfumaba, de un modo u otro, todo desapareció. Ya no había nada.

Tras la cortina de agua ya solo se veían los colores de verdad, los de la vida, ningún sucedáneo accesorio. Se distinguían los bosques y la montañas contrastando con aquel cielo ennegrecido. Descubrimos sonrientes que había paisaje tras los edificios y había suelo bajo el asfalto.

Atonitxs, pero sintiendo más paz que miedo, quedamos todos los seres vivos.
Sin entender nada y aún sin pretender entenderlo, intentando no movernos por si algo nos hacia desintegrarnos a nosotrxs también, allí estábamos, en pie, las ardillas, las vacas, las ratas, los búhos, todos. Naturalmente, también las personas humanas.

Fueron apenas unos minutos de confusión, minutos efímeros en comparación a la espera seglar que había soportado nuestra Madre. Y tras toda esa paz empapada y silenciosa, las personas empezaron a sentir aquel extraño hormigueo a su alrededor y súbitamente se vieron rodeadas por la desintegración; sus ropas empezaban a desvanecerse también.

Algunxs chillaban por puro instinto de supervivencia, con la angustia de no saber si luego serían sus cuerpos los volátiles, mientras todos sus trapos y complementos se elevaban huyendo.
Otrxs, ajenxs a la magnitud de lo que sucedía, intentaban ridículamente ocultar su desnudez con las manos. Anillos, collares, gorras y pantalones, todo sobraba.

Así que en muy corto espacio de tiempo, allí seguíamos todxs, pero ahora desnudxs. A los linces y las urracas no pareció importarles demasiado este ultimo giro, pero a muchxs humanxs aún les provocaba sensaciones que a la postre comprenderían como necias.

Tras toda aquella confusión, continuó la paz de quien asiste a eventos tan grandiosos que le hacen sentir muy pequeño. Y tras esa paz, el miedo.

Un miedo escalofriante que no venía de ninguna amenaza externa, porque ya nada más sucedió, sino del peor sitio posible, de las profundidades de cada ser.

La contemplación de toda esa desnudez y silencio pareció obligar a las personas a mirar dentro, pues fuera todo lo que les distraía había desaparecido, y aquel horror duró horas. Recuerdo como nos desplomamos la mayoría, pálidxs y con el pelo chorreando. Caíamos de rodillas y nos cuestionábamos todos los niveles, los generales y los individuales. En que habíamos convertido nuestra casa y cuanto odio habíamos sentido por seguir unas normas que siempre fueron antinaturales.
El llanto era casi unísono, y una vez más, los animales nos miraban quietos, aunque su quietud también nos delataba y solo nos hacía experimentar la miseria de un modo más acuciante. Lagrimas, temblores y lamentos desgarradores que terminaron por sucumbir cuando hubimos comprendido.


Y cuando hubimos comprendido, todo eso que nos consumía por dentro, también dejó de ser. Las penas se hicieron lágrimas, las culpas gritos de muchos decibelios, y terminaron esfumándose junto con los plásticos y los metales. Con la única salvedad de que esta vez la autoría de tal desintegración era nuestra y sólo nuestra.

De nuevo vivimos intensos instantes de paz y esta vez, nos sentimos bien y no creímos necesario aguardar expectantes que sucedería luego, ya no importaba. Esta vez, los animales se acercaron sin miedo al vernos, y nosotrxs tampoco tuvimos miedo de ellos. Ya no éramos una amenaza mutua.

Desde los nuevos niveles de limpieza interior y conocimiento de las emociones, llegamos a entenderlos. A entender lo que sentían, pues aunque desconociéramos las bases de su lenguaje, sentíamos exactamente lo mismo.

Así, las ardillas me hicieron saber que ahora sobrevivirían los más fuertes. Y a punto estuve de entristecerme. Pero me hicieron entender algo muy simple. Morirían algunxs hasta adaptarse, pero ya no morirían millones por la guerra, el hambre, la avaricia, la frustración, el frío o la pesada tristeza que creaba la soledad. Morirían algunxs como moriremos todxs, como siempre hemos muerto todxs, pero de un modo mucho más digno y natural. A fin de cuentas, la muerte no es nada que deba temerse, aunque es algo que no entenderíamos hasta mucho después.

Ya sólo nos quedaban ganas de abrazarnos, y eso hicimos. Y algunxs empezaron a planear refugios y viviendas y pronto todos tenían objetivos comunes y nadie sentía la necia necesidad de poseer la vivienda más grande, porque todos éramos la misma cosa.

Apenas pude disfrutar de esa extraña felicidad que siempre supe que nos aguardaba, de la sensación espiritual de saber que todo se ha resuelto, porque algo me despertó, y se esfumaron los abrazos con los alces, los planes conjuntos, la preciosa desnudez de todos los cuerpos distintos y no por ello “defectuosos” y la alegría de quienes antaño se sintieron repudiadxs o inferiores y ahora eran uno más del uno que éramos.

Como los coches y los miedos, también todo eso se esfumo para mí y me quede sentado, solo en la cama intentando discernir lo que es un sueño y lo que no. Porque desde luego, sí quedó algo tras todo eso, quedó la paz. La misma paz que me embargaba y me hacía reflexionar sosegadamente.

Si el sistema es odio y destrucción, luego yo soy el sistema cuando lo odio hasta querer destruirlo. Sólo necesitaba obviar las distracciones superfluas y buscar dentro. ¡Que fácil era!