jueves, 13 de mayo de 2021

Mi retiro espiritual

 En la primera habitación convivían siete almas: la de una mujer adulta y las de sus seis gigantescos canes. Dos dogos, tres mastines y un lobero irlandés. Perros de unas dimensiones desproporcionadas que se disputaban cada centímetro cuadrado de aquella reducida estancia y que compartían con su ama un acentuado deje de misantropía en general, particularmente enfocado hacia los vecinos de las otras habitaciones. Tan pronto como sus finísimos sentidos les hacían advertir la llegada o siquiera la presencia de algún otro inquilino, los colosales chuchos enloquecían y estallaban en un ronco concierto de ladridos y espumarajos, rebosantes de compartida insania, que recordaban lejanamente a los discos de Enrique Iglesias y a los que incluso, en las noches de luna llena, se añadían los gruñidos de la señora. De un modo muy natural, eso sí. Una nota de armonía que exornaba el caos.
 Cuando el yerno suizo de esta buena mujer le quiso obsequiar con un San Bernardo, ella consideró que era una idea fantástica y que ya aprenderían a apretujarse todos un poquito más en la habitación. El yerno se ofreció a traerle en persona el San Bernardo desde los mismos Alpes suizos, y ella, ante tanta amabilidad, convino en ir a recibir a ambos, yerno y can, al aeropuerto. Declaró que pensaba acudir a la cita acompañada de sus seis «hijos», noticia que sentó como una patada en los riñones al obsequiante, conciente del bochinche que se armaría en la terminal, pero contra la que no encontró a tiempo ninguna argucia que le permitiese intentar impedirla. Aterrizaría en unos pocos días, concretamente el quince de marzo.

 En la segunda habitación vivía un solo hombre pero también toda una orquesta. Era uno de esos músicos apasionados que se esmeraba en emplear cuantos más instrumentos a la vez, mejor. Un hombre orquesta. El artista se dejaba el alma en cada interpretación, y no era tarea sencilla conseguir que todos aquellos instrumentos produjesen música, a poder ser la misma música, al unísono. Sus amigos le decían que fuese un poco más realista, que sus pretensiones superaban con mucho a la capacidad humana, pero él era demasiado tozudo, autodenominado eufemísticamente soñador, para dar su brazo a torcer ante aquellas reconvenciones. El brazo ya se lo torcía la tuba. La orquesta con la que intentaba cargar constaba de dicha tuba, contrabajo, piano de cola, bombo, hidraulófono y triangulito. Había pergeñado un curioso sistema de cuerdas y arneses para poder cargar con todos esos artísticos cachivaches sin dejar de sacarles notas.
 Por supuesto, era humanamente imposible que tal empresa tuviera éxito, y pese a sus denodados esfuerzos y su perseverancia, solo había conseguido cosechar un fracaso tras otro hasta aquel entonces. Estos dolorosos fracasos le hundieron en el abismo de las drogas y le convirtieron en un adicto al sulfato anfetamínico, llamado cariñosamente spiz. ¿Le ayudaron a sobrellevar sus incapacidades los estupefacientes? Por lo menos le sirvieron de acicate. Tras inhalar polvo por la nariz hasta sangrar, volvía furioso a sus instrumentos y se fundían, el hombre y la orquesta, como si le fuera la vida en ello.
 Su calendario tenía una fecha marcada en rojo, rojo sangre nasal, en la que tendría una audiencia con un jefe de circo, audiencia en la que depositaba todas sus esperanzas (seamos claros, se mascaba la tragedia) y que tendría lugar el quince de marzo.  

La tercera habitación la ocupaba una señora casi inmortal, de edad difícilmente calculable, que había perdido el oído, para bien o para mal, ya hacía décadas. Estaba sorda como una tapia. Le suponía un esfuerzo titánico llegar a oír su propia voz interior.
 Ella solo fue una víctima más de aquel infame drama humano conocido como la telebasura. Cuanto más gritaban los botarates que conformasen la tertulia de turno, cuanto más estridentes fuesen sus chillidos, tanto más se resentían los tímpanos de nuestra heroína, que concedía poquísima importancia al precio que estaba pagando por su adicción a la coprofagia audiovisual, el cual combatía de un modo tan sencillo como eficaz: subiendo el volumen de la caja tonta. Evidentemente los decibelios cada vez le sabían a menos y tuvo que incorporar dispositivos específicos que le permitieran aumentarlos de un modo todavía perceptible por sus tímpanos en huelga (¿quién puede juzgarlos? Todos preferiríamos morir a vivir en esas condiciones).
 Se compró altavoces, el estéreo, el dolby surround, mega bass, audífonos y una trompeta de oído de elegante remate. Toda esa inversión fue un acto de altruismo. Ahora se enteraba la comarca entera de las sandeces que se discutían en aquellas tertulias. Se enteraban todos menos ella, sí, pero no era óbice para interrumpir su incansable lucha. Había visto en la televisión que próximamente saldría al mercado un altavoz de tecnología alienígena reforzado con el eslogan “sonido súper bestia”. Su sueño se materializaba. Estaría allí horas antes de que abriese la tienda, dispuesta a golpear al prójimo si fuese menester para ser la primera en hacerse con aquella monstruosidad. Salía a la venta el quince de marzo.
 
La quinta habitación era hogar de un incansable artesano consagrado a la producción casera de bocinas de compresión. Trabajaba a destajo durante jornadas que parecían no tener fin, y en sus escasos ratos libres se entregaba a la noble afición de elaborar vuvuzelas. No existe criatura en este mundo en condiciones de desmerecer el empeño de este señor en su trabajo; su compromiso con la producción de bocinas rayaba en lo vesánico. Sin embargo, contaba para su descargo con un pequeño aunque eficaz ayudante. Un mono malayo al cual había domesticado y que había llegado a aprender, con mucha paciencia, el oficio de bocinero. A veces se relevaban en las funciones, y era el mono quien creaba una potente bocina que probaba el artesano, pero lo habitual era que el gaje del mono consistiese en experimentar con las creaciones de su amo. Tenía buenos pulmones la criatura para ser tan pequeñita, y se le llenaba el tórax de aire y de placer por igual cuando llegaba el momento de entonar una buena vuvuzela, porque sí, había aprendido a deleitarse también con la afición del artífice humano y se recreaba con aquellos gozos infundibuliformes.
 En las últimas semanas se habían empleado a fondo, sin ceder terreno siquiera al descanso, en la producción y testeo de una cantidad ingente de bocinas. El motivo de este frenesí laboral era la cada vez más cercana en el tiempo “gran feria anual de la bocina de compresión”, a la que acudían fabricantes y usuarios de los cuatro puntos cardinales, ávidos de una buena ración de potentes bocinazos, y en casos como el que nos ocupa, en busca de un suculento contrato. Aunque este artesano y su mono malayo no caían en el pueril desatino de reducir su actividad al lucro. Amaban su oficio y no solo asistirían a la feria con afán de vender, sino también de comprar los últimos productos y novedades. La esperadísima feria tendría lugar el quince de marzo.

 La sexta habitación era todo un nidito de amor. O tal vez lo fuera tiempo atrás, porque la situación se había complicado un pelín. Aquel techo daba cobijo a un joven matrimonio que se hallaba inmerso en un doloroso y violento proceso de separación. Las discusiones habrían hecho palidecer a un veterano de guerra y consistían por lo común en un ledo intercambio de exabruptos entonados a todo pulmón. Violencia verbal, en ambas direcciones, salpicada con sutiles toques de violencia física, en ambas direcciones también. Belicismo concentrado. Para acabar de complicar la coyuntura, la pareja tenía tres vástagos, de la misma edad, esto es, seis, seis, seis añitos, y que pasaban por ser sendas encarnaciones de cada una de las testas de Cerbero. Surgidos del cieno del más profundo pozo del Yahannam, estos querubines invertidos pugnaban ferozmente por obtener la atención de sus padres, aunque era una meta inalcanzable porque aquellos estaban siempre demasiado entretenidos atosigándose mutuamente. Los niños habían desarrollado estrategias varias en busca de satisfacer su propósito. A veces entonaban trenos, a veces se golpeaban hasta llenarse de moratones y arrancarse buena parte de sus rútilos cabellos, y en cualquier caso organizaban siempre una babel indescriptible, tristemente improductiva en cada ocasión.
 Las autoridades estaban al tanto de aquella debacle humana y una asistente social se había remangado y había jurado poner orden en aquel núcleo familiar. Mucho tiempo después se estremecería entre carcajadas histéricas al oír el apellido de aquellos seres a los que ahora pretendía pacificar, pero, desconocedora aún del trágico destino que estos le depararían, empezó por citarlos para una primera entrevista colectiva, en la que intentarían trazar una estrategia de conciliación. Ingenua. Este primer tete-a-tete se produciría el quince de marzo.

La séptima y última de las habitaciones era morada de un tranquilo señor de austera y ordenada vida monástica, que vivió sumido durante largos lustros en unas profundas meditaciones. Inalterable, sereno, ejemplo de mansedumbre y quietud taoísta, su vida se fue al traste cuando yendo a por incienso se extravió y acabó, sin saber cómo, en un evento político. Una gran reunión con miles de abducidos de un signo u otro, circunstancia irrelevante pues todos los colores políticos son el mismo en un tono distinto. Al pobre hombre aquel día se le introdujo un demonio ancestral en el cuerpo. Quedó poseído. Y esto es lo mínimo que puede ocurrirle a quien se aventura a participar de eventos de índole marcadamente satánica como son los mítines políticos.
 Volvió a casa vomitando bilis y profiriendo unos chillidos de ultratumba espeluznantes. Parecía el primo afónico de Dani Filth. No conseguía permanecer quieto ni un solo instante y alternaba sus desgarradores gritos con el lanzamiento de objetos contra las paredes, añadiendo la percusión a los coros de las múltiples voces que le subían desde las corrompidas profundidades del alma.
 Sus familiares se asustaron mucho cuando se enteraron de la noticia y acudieron prestos a las autoridades eclesiásticas pertinentes, que a su vez enviaron un whatsapp al más reputado exorcista de Roma. Este se comprometió a acudir desde la Santa (santa mis cojones) Sede hasta la diócesis parroquial del barrio, donde procedería a echarle una garrafa de agua bendita al desafortunado y a decirle cuatro cosas bien dichas en latín, como si eso fuera a servir de algo. El poseído sería entrevistado, y siendo optimistas, quizás incluso sanado, el quince de marzo.

 Si eres una persona atenta habrás notado que me he saltado la cuarta puerta. La del medio. Eje y centro de aquella vecindad. No ha sido despiste. Lo que sucede es que la cuarta puerta daba a una habitación desocupada que buscaba, o mejor dicho rebuscaba una y otra vez, un nuevo inquilino. La convivencia era… cómo decirlo… conflictiva. Pero todo eso fue imposible de saber todavía para mí, que concerté una entrevista para ir a verla aquella soleada tarde del día, oh casualidad, quince de marzo.
El casero vino desde lejos porque él vivía en la gran ciudad y aquellas habitaciones se ubicaban en una masía muy en las afueras. El enclave era precioso, un templo del verdín, y conquisto de inmediato mi corazón. Esto era lo que buscaba, PAZ, en mayúsculas.
 El casero tan pronto miraba extrañado a las paredes como si oyera, o más bien como si no oyera voces que sí debería oír, como me miraba a mí con una amplísima sonrisa y cierta ansía febril por sellar nuestro arrendamiento.
Algo en su estampa, unido a aquella silenciosa habitación y aquel hermoso entorno, terminó por conmoverme, y así, le confesé:
  -Escuche, quiero ser honesto. Si he venido hasta aquí en busca de alojamiento es porque huyo de dos fantasmas que me atormentan sin tregua. El primero es una migraña sempiterna y horriblemente destructora que me impide casi el contacto con la existencia. El segundo, quizás ilación del primero, es un temperamento atrabiliario y tornadizo que oscila entre dos extremos muy marcados, siendo uno un mal genio intratable y el otro la cólera homicida. Estoy aquí por recomendación no solo de mi neurólogo, sino también de mi abogado. Y ambos han sintetizado el consejo con las mismas palabras: «así evitaremos una tragedia irreparable». No sabe usted lo mucho que me emociona llegar hasta aquí y disfrutar de este hermoso silencio. Siento un agradecimiento enternecedor y estoy dispuesto a aumentar una pequeña cantidad a la suma que tenga usted a bien pedirme, porque le considero mi salvador.
 Hubo entonces un bonito silencio.
El tipo se limitó a responder escuetamente «por supuesto, disfrute de su nuevo hogar» y a extenderme el contrato entre camanduleros guiños de ojos y otros gestos de una amabilísima cortesía.
En ese momento sentí que podía confiar en él y sí, así, así el bolígrafo con la determinación de quien sabe que está tomando la mejor decisión posible. 

jueves, 6 de mayo de 2021

Olvidé el título ingenioso


En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no consigo acordarme, ha mucho tiempo que vivía un hombre de nombre Toribio, de muy buen corazón y talante, pero aplastado por las circunstancias.
Sus esfuerzos por comprender el cúmulo de adversidades que, infatigables, se encarnizaban con él, derivaban por lo común en la misma conclusión: no hay justicia en este mundo.
Cornudo, explotado, estafado, repudiado, traicionado, lesionado, feo, enfermo y con halitosis, y lo peor, sabiéndose bondadoso y altruista. Sabiéndose poco merecedor de tanta desdicha. 
No estoy en posición de cuestionar la capacidad del buen Toribio para el estoicismo o para la valentía de apechugar con una sonrisa, pues yo mismo soy del género quejica, así que me limitaré a exponer lo que él consideró como la solución que disiparía las persistentes nubes que ensombrecían el bello paisaje de su interior. A saber: beber para olvidar.
Ah, pero no lo condenes aún. Toribio no era de esa laya de personas que se aferran a recursos mediocres, a remedios que solo lo empeoran todo. No pensó en beber alcohol y no habla muy bien de ti que hayas dado por sentada semejante vulgaridad. Pensó en beber las cristalinas aguas del olvido. Es decir, Toribio resolvió peregrinar hasta el legendario río Lete, para una vez allí, dejarse mecer por sus aguas y disfrutar de sus efectos, de la preterición que las acompaña, sobre su mente ya agotada.

El camino ya fue en sí una suerte de liberación; otear la salvación en lontananza le insuflaba esperanzas y energías para seguir recortando distancias con el horizonte.
Tras muchas jornadas de una fatiga alegre como pocas, alcanzó al fin su meta. Y no habría sabido decir si el poderoso río ya ejercía sus bondades sobre él o si, a semejanza de la Ítaca de Kavafis, el recorrido ya había obrado lo que él esperaba hallar en la meta misma. Pero fuera por una causa u otra, había olvidado todas sus miserias y tribulaciones, y esto le satisfizo.
De todos modos, cayó en la cuenta de que había ido hasta ahí con la intención de beber, aunque ahora ya hubiese olvidado, así que por si acaso, bebió de un solo trago dos litros y medio de aquellas misteriosas aguas. Entonces olvidó no solo los pesares sino también todo lo demás, hasta el extremo de abandonar incluso su nombre y su razón de ser. La palingenesia fue repentina e irreversible.

¿Qué hacer con su nueva y flamante existencia? Respiró hondo, y admirando el hermoso paisaje y sintiéndose tan vivo y a salvo, cometió el error fatal que ningún necio antes osó siquiera considerar. Se instaló allí mismo, a orillas del caudal de las amnesias.
Luego pasó lo que tenía que pasar. Aquello que con tanta precisión describió Knopfler: «otros viajeros pasaron por allí y no volvieron sobre sus pasos, ni fueron más allá. Entonces llegaron las iglesias, entonces llegaron las escuelas. Llegaron los abogados y llegaron las leyes».
Un hombre (ahora sin nombre) acampado, atrajo a otros hombres despistados, y el asentamiento creció y se convirtió, con el paso implacable del tiempo, en aldea, en ciudad, en metrópolis.

La gran metrópolis a orillas del mítico río Lete. Algo que ni los más valientes se habrían aventurado a proyectar. Una realidad completamente distinta a todas las demás. El poder de la corriente se desbordaba sobre todo aquel hábitat, pues evidentemente, aun si no hubiesen bebido el agua directamente, esta se filtraba y desleía en el suelo, en el aire, en los alimentos cosechados y en definitiva por doquier, pero es que de todos modos no olvidemos (ironía fina) que también aplacaba la sed de los ciudadanos de forma directa. Así pues se entreveraba en el día a día de aquel lugar, afectando a todos los ámbitos de la cotidianeidad.
No es de extrañar que la vida en semejantes condiciones fuese complicada. El verdadero mérito no era que la ciudad progresase, lo cual ya podía considerarse excepcional; el mérito era que sobreviviese.
Debo señalar que en algún momento de la evolución de aquella curiosa urbe, alguien, poco menos que un arbitrista, tuvo el tino de intentar poner un límite a las consecuencias de haberse establecido en semejante enclave. Este alguien tuvo la brillante ocurrencia de minimizar los estragos mnemónicos instalando un descomunal filtro capaz de suavizar la potencia de la mayor parte del agua que acababa en la ciudad. Solo aquello evitaba la tragedia absoluta. Gracias al filtro la gente podía por lo menos recordarse a sí misma y a los suyos y se limitaba a olvidar, parcial e irregularmente, todo lo externo a sus relaciones personales, evitando el colapso y derrumbe del insólito lugar. El aparato depurador salvaba a la ciudad de un devastador alzheimer colectivo que nadie sabe en qué habría podido derivar pero que habría significado el fin a todas luces. 

No obstante, allí las cosas por lo general se hacían atolondradamente. Y cuando había suerte, a fuerza de oportunos y salvadores destellos de lucidez. La ciudad hubiera podido llamarse «Ah, sí». Aunque nadie habría recordado que la ciudad tenía un nombre de todos modos. Todo debía agradecerse a la fortuna y la casualidad. La gente cogía el coche sin recordar hacia dónde se dirigía. Pero tampoco llegaba a su destino porque olvidaba poner gasolina. O bien recordaba súbitamente que la gasolina existía, pero era en balde ir a buscarla porque el encargado del suministro olvidaba que debía ir a trabajar.
Jamás se aprobó un examen a menos que el examinado tuviese un alarde de inspiración y canalizase la ciencia infusa. Proeza no recompensada porque el maestro olvidaba corregir la prueba. Profesiones había, pero sujetas a la buena improvisación y el buen tuntún. La gente abandonaba sus objetos constantemente, sin que la oficina de objetos perdidos tuviera trabajo alguno, pues no recordaba la oficina quien había perdido la gorra, ni la recordaba quien se encontraba la misma gorra. Allí se perdía buena parte de las posesiones materiales propias, pero al mismo tiempo se podía encontrar buena parte de las posesiones materiales ajenas, con lo que, a su descuidada manera, prácticamente habían abolido la propiedad privada. 
Se olvidaba cerrar el gas y se causaba un incendio, pero no se recordaba el número de los bomberos, ni se recordaba dónde estaba el teléfono. Y si es que alguien rememoraba que estaba encomendado a la lucha contra el fuego y veía por casualidad la columna de humo adornado el cielo, entonces corría hasta el lugar siniestrado, para darse cuenta de que había olvidado que necesitaba la bomba de agua. Aquello era el reino del despiste y la improvisación, pero avanzaba, aunque fuese de un modo peculiar.  
Los que realmente hacían su agosto en aquellas tierras eran los vendedores de agendas, despertadores, mapas y calendarios. Estos verdaderos estafadores vendían sus productos, inútiles por otra parte, a las mismas personas una y otra vez, las cuales a duras penas recordaban poseer una agenda, mucho menos conseguían recordar darle uso. Se encontraban un buen día con un rimero de agendas sobre la mesita de su salón y entonces se preguntaban, ¿para qué demonios habré venido hasta el salón?

Pero el filtro que sostenía este precario y desordenado orden no funcionaba solo. El encargado de su uso era venerado, cuando se acordaban de él. Era un puesto fundamental, como ya he dicho, para la supervivencia de la urbe y se heredaba de generación en generación, creando así un verdadero linaje de suavizadores del poder del agua. Cabría preguntarse cómo aquellos héroes de la sociedad del despiste conseguían recordar y acometer a diario su labor. Lo cierto es que poseían un secreto que garantizaba su eficacia profesional. El primero de su estirpe se tomó la molestia de ir hasta el río Mnemósine (era obligación de los dioses crear una contrapartida para el influjo del Lete, en aras de preservar el equilibrio universal) y venir cargado de garrafas llenas de su preciado líquido, capaz de hacer recordar cualquier cosa. Es cierto que tuvo que ir dos veces porque el primer viaje solo sirvió para, una vez ingeridas las aguas de la memoria, recordar que había olvidado las garrafas. Pero pese al contratiempo, la empresa tuvo éxito y las instalaciones del filtro urbano fueron aprovisionadas abundantemente con agua útil a la memoria. Por lo tanto aquellos centinelas de la ciudad se esmeraban puntualmente sin problema alguno.
Cabría preguntarse también por qué estos protectores de la ciudadanía no advertían a los demás de la existencia de otras aguas que contrarrestaban los efectos de las aguas del Lete. O por qué simplemente no se mudaban todos a las orillas del otro río y se evitaban este confuso proceder estocástico que les caracterizaba. Paradójicamente el primer impulso de nuestra especie es la pereza, más o menos disimulada, no nos engañemos. El Mnemósine estaba demasiado lejos. Y además, como sabe cualquier persona que se jacte de tener una memoria digna, los báratros de la memoria son mucho más horribles que los del olvido.  

¿Por dónde iba? Ah, ya recuerdo. Pues resulta que los custodios del filtro tenían un antídoto que les permitía moderar la catástrofe. Bueno, eso fue hasta que el último custodio se equivocó de garrafa una buena mañana, en la que para colmo venía hidrópico perdido, y empinó el codo de lo lindo vertiéndose agua del Lete por el gollete.
Naturalmente, como ya le sucediera a aquel buen hombre llamado originalmente Toribio, olvidó 𝘪𝘱𝘴𝘰 𝘧𝘢𝘤𝘵𝘰 hasta su nombre. Y habiendo olvidado su nombre, ¿cómo no iba a olvidar el filtro?
Por lo que el triste despiste trajo el caos, y este se cernió sobre la urbe como un enorme contagio irrefrenable. Los ciudadanos sucumbieron a un pánico cerval al sentirse desposeídos de sí mismos en mitad de aquella jungla de cemento y asfalto y rodeados de extraños aterrorizados a su vez. En cuestión de horas la convivencia degeneró hasta límites insostenibles y ya no se contaba siquiera con los oportunos destellos de lucidez. La civilización había descendido hasta una confusión visceral, engalanada de un inexplicable y furioso odio mutuo. Muy a lo Golding. Los tortazos se decuplicaban entre los nuevos desconocidos.
Y aún tuvo aquella ciudad maldita la postrera oportunidad. Una feliz casualidad hizo que el alcalde aquel día se extraviara al no recordar el camino al ayuntamiento y acabara en el extrarradio. Para esta buena gente la última Tule era cualquier cosa más allá de los límites del presente inmediato y si no llega a ser por el olor a comida que le trajo de vuelta a la ciudad, no sabemos qué habría sido de él ni de sus conciudadanos. Pero consiguió volver, consiguió recordar que era el alcalde y además consiguió comprender que la situación era apocalíptica. No podíamos pedirle también que recordara el filtro de marras.

Desesperado e impotente, evocó (su última proeza heroica) a los dioses que regían sobre estos ríos del Hades, a los que reconocía como única autoridad sobre aquellos designios. Es verdad que no recordó cómo contactar con estos entes pero no le fue necesario; por obra de birlibirloque estaba de súbito ante su presencia, pues al parecer funciona así el asunto, y postrose ante ellos en actitud suplicante. Mas su desesperación no fue tomada en serio. Los dioses estaban de tornaboda y a lo suyo. Habían creado esos ríos en tiempos inmemoriales y los habían puesto a disposición de los mortales, ¿qué les importaba el mal o buen uso de sus cauces? ¿A qué venir a dar la lata con estos lloriqueos? Trabajo le costó al pobre alcalde convencer a las deidades de que se dignasen a intervenir, y no consiguió más que la promesa del envío de un centurión angelical, «de aquí a un rato», que las cosas de palacio van despacio, y ni siquiera garantizaron al más espabilado de dichos centuriones. En realidad eligieron a aleve a Aleve, que así se hacía llamar. Un torpe ángel recién ascendido de manera circunstancial pues se había producido entre dichos centuriones una baja por defunción tan atípica como rocambolesca. El alcalde dio las gracias entre dientes y no del todo convencido y tan de pronto como fue traído, así de pronto fue devuelto.

Estaba en medio del caos de nuevo. Y casi le da un síncope cuando vio abrirse la bóveda celeste e irrumpir con brío a una descomunal mole alada, pues había olvidado ya la olímpica reunión en la que había participado poco antes. Así que no entendió un pimiento, pero su instinto le dijo que aquella criatura gigantesca había venido a ayudar. Y estaba en lo cierto, pero las cosas no salieron como habían sido previstas. Fue tocar el suelo y aquel centurión novato fue víctima de los vapores de aquella atmosfera, al igual que todo hijo de vecino. Se quedó clavado, como si fuera idiota, intentando esclarecer su mente y comprender qué era todo aquello y por qué estaba él ahí. Pudo dar gracias la gente de su imbécil gesto estatuario, pues de haber sido corrompido por el mismo odio que secuestraba sendas amígdalas a los mortales bajo sus pies, habría exterminado toda forma de vida en cuestión de segundos. Y eso que los mortales, ajenos a toda conciencia, la tomaron con él. Pero merced a su naturaleza pétrea aquellos ataques ridículos ni los notó y permaneció indefinidamente en sus bobas cavilaciones.
El que había venido a poner orden no puso más que una sombra enorme sobre los disturbios y estos continuaron hasta que solo hubo vida vegetal en aquella ciudad condenada. Los animales no humanos se largaron todos a tiempo en intrépida desbandada, mostrando una sensatez superior una vez más. Quedó la vida vegetal y por supuesto la angelical, pues el patoso centurión sigue allí discurriendo sin moverse un ápice siquiera. Y tampoco puede decirse que le echen de menos sus jefes, quienes no necesitaron de un traguito del fantástico río Lete para olvidar por completo a su subordinado.