domingo, 26 de abril de 2020

El placer de un buen café


Hay pocas cosas tan hermosas en esta vida como compartir un buen café con personas a las que aprecias. Esa conexión emocional que surge mientras el aroma del oscuro líquido colma el ambiente. Los momentos mágicos de complicidad y camaradería, las situaciones íntimas, los lazos que se estrechan de un modo que parece irreversible…
 Pero basta ya de cursiladas y hablemos de cuando las cosas se tuercen, que también pasa.

Hortensia y sus amigas solían cumplir religiosamente con una vieja costumbre suya, la consumación de un convencionalismo social trillado hasta hastiar: quedar para tomar un café por las mañanas y con ese pretexto ponerse a cotorrear. Sus encuentros se producían siempre en el mismo lugar, un bar de dudosa reputación situado en las inmediaciones de la plaza mayor de su ciudad. Un bar de decoración austera y oferta gastronómica bastante pobre. Un bar con plantas de plástico y un pobre loro amargado preso en una jaula, que pasaba la vida dando voces con sorna y rencor. Un bar que siempre amenazaba con cerrar. Su dueño, un vividor sin escrúpulos, era presa de la indecisión. Ora colgaba el cartel de “Se traspasa”, ora el de “Nos trasladamos”. A veces, como aquel día, podía verse incluso ambos carteles a la vez. A tal grado llegaba el titubeo del patrón. Pero entre que el hacha iba y venía, allí seguía el antro, abriendo sus puertas de buena mañana para alivio de nuestras queridas señoras, hechas a la costumbre.
 Así pues, un día tras otro, se repetía el mismo proceso de modo mecánico e infalible. Y aquel día había empezado como absolutamente todos los demás, con la salvedad de que las amigas de Hortensia, señoras de moral laxa y conducta distraída, se presentaron allí todavía de juerga, alargando la saturnal que había sido para ellas la noche anterior. Se apresuraron a pedir sus bebidas: chupitos y cubatas para ellas y un café con leche para Hortensia. El único café con leche que se pediría allí aquella mañana, por suerte.

Y es precisamente en este punto donde empezaron a confluir de un modo casi paranormal, atinando a la única probabilidad entre billones, unas desdichas que por sí mismas y de una en una ya suponían bastante desgracia, pero que al coincidir se convirtieron en una verdadera tragedia.
 Todas ellas giraron en torno al café de Hortensia. Y como no quiero dar a entender que alguna fuera mejor o peor que las demás, las narraré en estricto sentido cronológico, dejando a tu criterio ponderar qué nivel de importancia pudiera tener cada una de ellas per se.

En primer lugar, pocos días antes, a cientos de kilómetros de allí, un activista por los derechos de los animales, buscando estropear el producto de una central lechera y causar así estragos a la macabra y tiránica empresa, había mezclado, con nocturnidad y alevosía, galones y galones de un poderoso laxante en la leche almacenada en gigantescas cisternas. El activista confiaba en que el control de calidad sentenciaría que la producción había sido arruinada y no podía ser vendida. Pero en su país las cosas solo funcionaban así en el terreno de la teoría, y al desvergonzado explotador de animales y a su afición por el golf en Miami no les venía nada bien perder todo aquel dinero blanco, así que se le dio salida de todos modos.
 Un pequeño soborno a las autoridades sanitarias, suponiendo que estas se dignasen a aparecer, sería una pérdida nimia en comparación a malbaratar toda aquella leche.
 Total, la seguridad social podía atribuir “al estrés” la previsible marea marrón que se avecinaba, como ya hacía a menudo ante cualquier escenario que le supusiese el más mínimo esfuerzo de índole laboral o económica.
 Así pues, la leche fue distribuida sin recaudo alguno pero sí con ánimo de recaudar. Y fue a parar al bar de las inmediaciones de la plaza mayor.
Habían vertido un potente laxante en la leche del café de Hortensia.

En segundo lugar, el camarero, que llevaba once semanas sin cobrar y que en realidad no gozaba siquiera de contrato, que era sometido a constante escarnio y vejación por parte del sátrapa de su jefe, decidió acumular toda su frustración en la boca para luego expulsarla de su cuerpo escupiéndola en un plato o taza cualquiera, antes de dejarlos en la barra. Y le tocó al café con leche.
Habían vertido mucosidad, con gripe y rabia, en el café de Hortensia.

En tercer lugar, se urdía en el bar la consumación de una venganza. A Juan José Gutiérrez, Juanjo para los amigos, lo había estafado humillantemente una compañía de seguros.
 Apenas seis meses antes, contrató un seguro a todo riesgo para su hogar, intentando escapar de la astrosa póliza que le había obligado a firmar el banco como condición indispensable para otorgarle la hipoteca, en una maniobra clásica de la ingeniería del chantaje por parte de los ladrones con corbata.
¡Qué alivio sintió al firmar aquel nuevo documento que por fin le garantizaba protecciones básicas!
 El comercial que le vendió la póliza era un novato e iba acompañado por su “instructor”, un cretino de sonrisa inamovible que merece mención aparte.
El cretino en cuestión había forzado esa sonrisa de un modo tan constante y antinatural, que esta se había instaurado de manera crónica en su careto y se había constituido como la única expresión posible, ocultando a todas las demás.
¿Le picaban las gónadas? El sonreía. ¿Le pisaban un pie? El sonreía. ¿Morían sus seres queridos? El siempre daba la sonrisa de mármol por respuesta, aunque sus ojos fuesen un río.
 Con la misma sonrisa pétrea iba intentando abaratar la póliza de Juanjo, dejando constancia, por ejemplo y a espaldas del asegurado, de que el inmueble no estaba construido con materiales inflamables, cuando en realidad sí lo estaba. ¿Qué podía salir mal? Lo importante era encasquetar el producto cuanto antes.
 Un mes después se hacía efectiva la póliza. Un mes y un día después, ardía la casa de Juanjo, sin dolo, debo aclarar.
Dos meses después se celebraba un juicio en el que la “justicia”, insuficiente eufemismo moderno para no hablar de “el negocio de la ley”, fallaba a favor de la compañía aseguradora. Dos meses y un día después alguien cambiaba la toga por un horripilante bañador y se disponía a pasar unas vacaciones de ensueño en Aruba. Pero no voy a extenderme en la explicación de una situación tan arraigada en la cotidianeidad ibérica.
El caso es que seis meses después, Juanjo, que anduvo durante semanas tras el husmo de cierto director de compañía de seguros, responsable último de la situación y jefe del cretino de la invariabilidad facial, descubrió dónde tomaba el café por las mañanas. Por supuesto en el bar que frecuentaba Hortensia. Y allí estaba Juanjo, que había preparado una mezcla de cicuta y estricnina con cierto retardador que dilatase la agonía, dispuesto a tomar la justicia por su mano, volcando la letal mezcla sobre el café del director. El café aguardaba en la barra, sobre una bandeja y junto a todos los demás. Sucede que el bueno de Juanjo era miope y un poco torpe y erró el tiro.
Habían vertido un veneno letal en el café de Hortensia.

 Por último, sucedió aún otra catástrofe imprevista. Habiendo sido el café ya depositado en la mesa delicadamente, con el suave tintineo de la porcelana repicando, se convirtió de inmediato en el centro de atención para las amigas de Hortensia, que tenían un plan. Estas post-adolescentes septuagenarias, punks destroyers del imserso, balarrasas jubiladas, llevaban la más díscola de las vidas, a todo trapo.
 Ellas vivían sumidas en la convicción de que Hortensia, uncida por incontables remilgos y recatos, debería divertirse mucho más. Razón por la cual, aquella mañana resacosa, se conchabaron para meter droga en la bebida de su pudorosa amiga.
 Ya lo habían acordado de antemano, y tras discutir qué sustancia era la más adecuada para la situación, discusión que les ocupó durante tres cuartos de hora eternos que no acabaron en puñaladas por obra de algún artificio divino, se decidieron por el ácido.
 Ellas sostenían que eso de andar chupando cartoncitos era para blandengues sin personalidad. Ellas llevaban el ácido en petacas. Así, llegado el momento decisivo y aprovechando un inocente descuido de Hortensia, la más lanzada de entre la gavilla de antisociales que tenía por amigas sacó su petaca, y alzándola sobre el cafecito e inclinándola con suavidad, desleyó lo que se esleyó.
Habían vertido un fortísimo alucinógeno en el café de Hortensia.

Aquella tacita, inocente en apariencia pero contenedora de un mejunje infernal, aguardaba mansa en la mesa. Su aroma avivaba las ganas de Hortensia, que se relamía ante el placer inmediato que obtendría. «La mejor salsa del mundo es el hambre», dijérale Teresa Panza a su querido marido Sancho, y es algo que a su vez afirmaba Hortensia, quien acudía cada mañana en ayunas a la cita, para saborear con más gusto su café.
 -¡Qué bien huele este café! -exclamaba Hortensia, vivaracha. Su rostro era puro prurito. Y tenía razón. No has probado un café así de intenso en tu vida entera. Ni lo probarás, te lo aseguro.
 Así, levantando el dedo meñique en claro gesto de pobre instrucción (cuanto más alto el dedo, más baja la educación) le dio un sorbito prudente al diabólico líquido.
-Uy, cómo quema -. Luego otro sorbito un poco más prolongado y eso fue suficiente. Hubo un minuto de silencio por parte de Hortensia y de máxima expectación por parte de sus amigas.
Después sintió un estremecimiento febricitante y tuvo tiempo solo de señalar que el café le supo raro, que “le supo diferente”, antes de, en subitáneo y lisérgico arranque, abjurar de su característica pudibundez, encaramarse a la mesa, remangarse las enaguas, y, exhibiendo orgullosa al mundo sus enormes bragas de color marrón, empezar a zapatear como en un tablao mientras berreaba por Camarón.
-¡Rosa María, Rosa María, si tú me quisieras que feliz sería!...
Cantaba con voz de mesosoprano. De mesosoprano afónica, desganada y sin el menor atisbo de formación como mesosoprano. Desafinaba tanto que parecía tener activado el autotune. Y el loro del bar, desde su cautiverio, cual canalla, no solo parodiaba su cante sino también sus gallos.
Ante aquel repentino numerito en el corazón de la sala, porque para más inri ocupaba Hortensia la mesa central, debió haberse sucedido una reacción a la altura, un revuelo enorme. Pero lo cierto es que la gente, moderna como era, se limitó a obrar con sensatez y a actuar de un modo más que inteligente: levantó un poco los teléfonos y empezó a grabar.
Todos allí grababan como abducidos, incapaces de reaccionar de un modo más humano, salvo algunas excepciones.
Las amigas crapulosas de Hortensia se partían a mandíbula batiente ante el descoco de la pobre bailaora con alucinaciones. Vitoreaban y daban palmas entre olé y olé, pero solo hasta que el laxante de la leche surtió efecto, relajando los esfínteres de Hortensia y llevándola a expeler con furia, aunque ella no pudiese dejar de zapatear gritando como una poseída.
 El vodevil fue excesivo incluso para las señoras punkis, que acusando una intoxicación etílica considerable, agravada por el hedor repentino, se vieron vomitando como fuentes. Aunque seguían revolviéndose y riéndose, así que más que fuentes se asemejaban a abyectos aspersores. La estampa era tan escatológica como apabullante.

 Otra de las excepciones a la lerda reacción colectiva de ponerse a grabar, la conformaba Juanjo. El pobre empezaba a ponerse nervioso, al no ver satisfechas sus expectativas tras meses de planear toda laya de asechanzas contra aquel hombre maldito de la compañía de seguros. Y ahora que por fin había llegado el día anhelado, algo fallaba. Para colmo, aquel incomprensible pesebre que se había formado en apenas unos instantes, le hacía sentir aún más tenso e intranquilo. Cuando al fin comprendió que había fallado al verter el veneno, pues el director de la compañía de seguros hallábase allí tan tranquilo y grabando todo pese a haber apurado su café, perdió el mundo de vista y se abalanzó sobre él.
El director, que grababa aquel suceso de la mujer enloquecida y sus amigas regurgitantes sin llegar a comprenderlo, tampoco comprendió el órdago que le lanzó de improvisto aquel demente desconocido.
 Ambos se enzarzaron, rodaron por los suelos llenos de vómito, se arañaron y mordieron, se patearon y ofrecieron un nuevo foco de atención a los abducidos por el teléfono, que tan pronto grababan a la bailaora y el coro de la arcada, como la pelea a ras de suelo.
 Algunos de ellos, no obstante, supieron apartar por un momento el dispositivo que dominaba sus vidas para reaccionar a la pelea con la más irlandesa de las actitudes. Esto es: tomando parte en ella.
Por lo que pronto la riña degeneró en una trifulca colectiva, en la que taburetes y botellas eran lanzados a matar sin que hubiese un motivo real para ello.
 De tal guisa que mientras una botella fue a estrellarse contra el sensor encargado de abrir la puerta ante cualquier presencia, destrozándolo e impidiendo escapar a cualquiera que lo intentase, un taburete fue a su vez a chocar contra la jaula del loro, que se abrió con metálico estruendo al contacto con el suelo, liberando al animal de su presidio. El ave, extasiada, comenzó a volar en círculos mientras exclamaba improperios a voz en cuello, añadiendo una grácil nota de color aéreo al conjunto.

 Habían pasado apenas unos minutos desde que se sirviera el café a Hortensia y el alboroto formado allí era indescriptible, con los luchadores sin motivo arrojándose cuanto tenían a mano, las señoras vomitando sin parar, Juanjo y el director sacudiéndose torpemente por los suelos, el cetrino loro volando en círculos y chillando, y, reinando en el centro de la sala, Hortensia y su exhibición flamenca y fecal, cuyas alucinaciones le llevaban a ver a todo el mundo con la cara del loro, excepto al loro, al que le veía cara de Camarón.

Otro de los que no grababan la escena era el camarero explotado, quien contemplaba divertido y estupefacto el bochinche que se había creado y llamaba a gritos al cocinero para que no se perdiese el espectáculo.
El cocinero, explotado también, estaba de vuelta de todo. Su más que precaria situación le había hecho perder el respeto por el jefe, la normativa interna y hasta la ley; vulneraba todas las normas habidas y por haber. Entre otras cosas, y aunque hubiese sido motivo de agrias discusiones en más de una ocasión, fumaba como un carretero en la cocina. El “pollo a la ceniza” del antro era legendario (aunque por pollo quiero decir heura, obviamente. ¿Quién podría comerse un cuerpo muerto?).
Por desgracia, tampoco se prodigaba mucho en la limpieza. Así que el cigarrillo que dejó encendido cuando oyó todo aquel estruendo y al camarero llamándole, acabo de algún sucio modo prendiendo el manto de grasa que lo cubría casi todo en la cocina. Cochina en este caso.

El loro, que se había hartado del lamentable esperpento que tenía lugar en la sala y se había dispuesto a buscar una salida con determinación, penetró en la cocina, donde halló a las llamas devorándolo todo con avidez, creciendo y haciéndose fuertes.
El ave gritó y chocó en iteradas ocasiones contra las cacerolas y el resto del utillaje colgado, procurando hacer ruido y llamar así la atención del cocinero, pero su denodado esfuerzo fue en vano.
El gas seguía abierto y a la vez las llamas reclamaban el lugar para ellas; era cuestión de tiempo que se encontraran y así terminó por suceder.
Entonces tuvo lugar una violenta explosión que sacudió el barrio entero. Cabe saber que instantes antes de la deflagración, la droga había dejado de solapar los efectos lentos del veneno en el cuerpo de Hortensia, y que la pobre mujer sufrió un infarto que la hizo caer de espaldas desde lo alto de la mesa y partirse el pescuezo contra el suelo. Murió tres veces en apenas unos segundos. Una vez menos murió Juanjo, quien había sido vencido por el director de la compañía de seguros y asesinado a puñetazos. Pero todas estas vicisitudes fueron borradas de un plumazo por la terrible explosión.

La primera consecuencia del estallido fue que a lo largo de todos los balcones que había en la calle, se asomaron abducidos con sus teléfonos móviles. A grabar, claro está. No debe descartarse la posibilidad de que, incapaces de separar sus ojos de dichos teléfonos, no los estuviesen usando para grabar, sino para poder ver a través de ellos.
La segunda consecuencia fue de corte artístico. Resulta que frente al bar, en la otra acera, habían terminado una tapia precisamente unas horas antes. Y que la misma lucía una hermosa capa de cemento fresco y gris. Por lo que cuando la explosión hizo salir despedido el bar entero de manera estrepitosa, casi todo quedó empotrado en aquella pared, formando un collage catastrófico de dimensiones dignas de alabar.
Allí estaba el bar entero. Las sillas, las tacitas, dentaduras postizas, los collares de pinchos de las septuagenarias punkis, el brazo de Hortensia, la jaula engarabitada del loro, la cabeza de Juanjo, tenedores, una mesa cubierta de excrementos y huellas de pisadas, cristales y sangre a espuertas, el zapato derecho del camarero explotado, un extintor, sobrecitos de azucar, la máquina tragaperras, las plantas de plástico y dos carteles contradictorios: “Se traspasa” (en efecto, ha traspasado la calle entera) y “Nos trasladamos” (así es, a la acera de enfrente).
Pero, sobre todo, reinaba en el collage, ocupando el punto álgido de la composición, la mancha de un café con leche. Un café de mucha calidad debo decir. Un café tostado en su punto justo, intenso, no excesivamente amargo. De negritud implacable, pero sobre todo, por encima de todo, un café rico en matices.

Ante la belleza de esta obra urbana, perpetrada por una trágica casualidad, Antonio, esteta estonio, se detuvo a hacer una foto que le valdría alcanzar la gloria dos meses después en el certamen fotográfico anual de la ciudad de Tallin.
Y este para mí ya es un final feliz a todas luces. Sin embargo, hay algo más que debo explicar.

Un instante antes de la salvaje erupción del gas al contacto con el fuego, un loro, durante largo tiempo preso injustamente, consiguió romper los cristales de una ventana cerrada en la cocina y salir despedido al exterior. Aquel momento de liberación animal supuso un soplo de aire fresco, una bocanada de dignidad entre la sucia y espesa columna de humo en la que había desembocado el rutinario y manido convencionalismo social.





domingo, 5 de abril de 2020

Enjoy the silence



La violencia tribal que se desata en ocasiones en determinadas zonas del continente de ébano, no es, lamentablemente, nada nuevo.

Muchos siglos atrás, cuando los ancestros señoreaban aquellos fértiles suelos, tuvo lugar un episodio bélico cerca del corazón de África que marcaría un punto de inflexión en el largo historial de cruentas batallas que acumula el enclave.
A orillas del claro río Tana, los Pokomo y los Orma se disputaban el control sobre algunas fuentes de agua. Ambos las consideraban vitales para sus actividades y para el desarrollo de la vida en sus respectivos poblados. No eran las primeras rencillas de esta índole que enfrentaban a ambas tribus, y distaban de ser las últimas, pero aquella ocasión tuvo una historia detrás que merece ser contada.
En medio de los preparativos para el combate, tras unas largas y tensas semanas de unas mal llamadas negociaciones que no eran sino un intercambio de hostilidades verbales y amenazas, el líder Orma, habiéndose reunido con la cúpula mayor de su estructura bélica, advirtió que por factores tan inoportunos como circunstanciales (a saber: apenas contaban con jóvenes en edad de pelear en comparación a los Pokomo) partían a la guerra en una situación de evidente desventaja militar.
Era imposible alcanzar cualquier acuerdo parecido a una tregua a esas alturas. Y lo que era peor, ni siquiera estaban en posición de considerarlo, pues las fuentes de agua eran imprescindibles para las etapas que se avecinaban con inmediatez.
Con el transcurso de los días y conocedor de los proyectos y planes que empezaban a tomar forma en la tribu antagonista, el desánimo fue causando mella en el espíritu del líder, Karani, que observaba impotente como se aproximaba el fatal desenlace sin hallar solución en modo alguno favorable a los intereses de su pueblo.
Y en mitad de una noche calmada y sin estrellas que adornasen los cielos, un sobresalto lo sacudió, lo arrancó de sus sueños y le reveló un posible plan a seguir. Un plan desesperado, sin ninguna duda, pero como siglos después dijese un gran estratega llamado Kaspárov: un mal plan es mejor que ningún plan.
En medio de aquella noche, con la frente perlada por sudores fríos, resolvió encomendarse a la primera y última de las fuerzas: los orishas. Los dioses.
Apenas unas horas después, encaminaba sus pasos con premura y fijación a la cueva de aquel viejo anacoreta extraño de las afueras, retirado desde nadie sabía cuando con objeto de acallar en su interior todo el ruido mundanal.
A aquel anciano ya no le quedaba ni el nombre, y aunque era objeto de incontables hablillas, gozaba de un respeto venerable, aunque estuviese basado en el temor.
Karani irrumpió en su cueva a la vez que los primeros rayos del sol, pero el anciano parecía estar despierto desde siempre. Invitó a Karani a tomar asiento con gesto solemne, majestuoso, y procedió a escuchar atentamente sus palabras.
El anciano era partidario de evitar la violencia. Pero podía percibir la inevitabilidad del conflicto en el tono dramático que arrastraba la voz de Karani, por mucho que este se esforzase en transmitir una entereza inexistente.
No tuvo una salida mejor que la de acceder a las pretensiones de Karani, que acudía a su cueva a suplicar contacto con los orishas. Para más señas, la intención del líder Orma no era otra que la de solicitar auxilio de manera directa a Olodumare, dios supremo y creador absoluto. Aunque el anciano sabía que esto era imposible, pues Olodumare no establece contacto en modo alguno con la realidad humana. Que Karani apuntase tan alto no hacía sino reflejar en qué estado de espíritu se hallaba.
El anciano sin nombre no pudo prometerle algo que sabía sobradamente que era imposible, aunque intentó aplacar el ansía juvenil de Karani asegurándole que haría las cosas tan bien como pudiese.
Y así, citó a Karani para un encuentro posterior, al atardecer, en la misma cueva.
El día aconteció extremadamente lento para el joven guerrero, sin apetito ni capacidad para entablar conversación alguna. Tan solo miraba al horizonte un segundo tras otro, siempre en dirección a la antigua cueva en la que moraba su única posibilidad.
Y como ha sucedido siempre, al menos según tengo entendido, el atardecer llegó. Y Karani ya llevaba un buen rato en las inmediaciones de la cueva. Entro en la misma expectante y volvió a tomar asiento en el suelo ante el anciano.
Este le había preparado un extraño linimento de aspecto desagradable y ahora se lo ofrecía a Karani en un cuenco rudimentario que no era más que gran parte de la fortuna material de aquel anacoreta.
Los diminutos y agudos ojos del viejo hacían accesoria cualquier instrucción verbal, su mirada era tajante: bebe.
Conforme Karani tragó el líquido, que además de pestilente era tibio y grumoso, el anciano repitió en voz baja una serie de palabras que paulatinamente, indujeron al joven a un estado de confusión mental parecido al trance, y que fueron aliviando la carga de sus huesos, de sus músculos, de sus ideas, hasta que estas ya no estuvieron allí y de la voz monótona que se sucedía en el ambiente solo quedó un susurro apagado.

Karani se vio de súbito ante lo que parecía ser un antílope, aunque este poseía extremidades humanas y toda su silueta era vaporosa y difusa. En primera instancia temió hallarse ante la deidad de los antílopes, y preparaba toda clase de retrecherías que le hubieran servido de muy poco, pero pronto comprendió que quien estaba ante él no era otro que Ògún, orisha de la guerra, adoptando aquella forma por puro divertimento.
-Habla.- instó secamente al humano allí invitado.
Karani explicó la situación con todos los pormenores y rogó la intervención divina para inclinar la balanza a su favor, o por lo menos, igualar mínimamente la contienda.
- Está todo en tus manos,- dijo el Orisha, interrumpiéndole.-He aquí como. En la selva ulterior al río Tana, hay un jabalí de tamaño descomunal que ha perdido el juicio. Ha embestido durante muchas lunas contra todo lo que se moviese, incluso contra la vegetación, que yace mansa en su lugar. Si lo hallas, lo ejecutas, y te haces con su piel, haz un tamtam con ella cuando la luna alcance su altura máxima. Este tambor imbuido con la demencia del gigantesco cochino y el influjo lunar, tendrá un poder estremecedor. Doblegará la voluntad de cualquier hombre, por férrea que esta pueda parecerte. Desquiciará a quienes oigan sus latidos, hundirá en la murria y la desesperación a todo ser ajeno a tu voluntad. Podrás dominar el continente entero si sabes sacarle partido. Solo respetará a aquellas criaturas respetadas por ti durante su desempeño. Y ahora, ve.

Volvió en sí al día siguiente, con la boca seca y aún en la cueva habitada por el viejo. Tan pronto se despertó, dio las gracias y salió disparado hacia su poblado. Allí montó un pequeño grupo con sus mejores cazadores, y sin molestarse siquiera en ofrecer explicaciones que dilatasen su empresa y dejando al cargo a su mano derecha, emprendió el camino decidido hacia el delta del río Tana en primera instancia y la selva que palpitaba viva más allá del mismo después, en la que habitaba un marrano peludo, colosal y absolutamente enajenado.

Durante los días siguientes, Karani y los suyos se esmeraban en alcanzar el hogar del jabalí loco, ignorando que los Pokomo lanzarían su masivo ataque aún antes de lo previsto.

Cuando al fin llegaron a la tupida selva, acamparon, repusieron fuerzas y se repartieron las tareas necesarias: vigía, búsqueda, abastecimiento, colocación de trampas y demás.
No fue sino tras pasar una jornada y media que al fin divisaron a la enorme bestia. Habían seguido el rastro de sus pisadas, pero estas eran tan caóticas que no conducían a nada. Lo encontraron por obra y gracia del destino azaroso.
Primero se quedaron pasmados, paralizados ante la visión de aquel engendro más grande que algunos árboles. Acto seguido y al grito de Karani, las flechas empezaron a surcar los aires. Subían hasta que parecían pinchar las nubes, se detenían como quien reconsidera los derroteros que toma su vida y acto seguido cambiaban de dirección y bajaban vertiginosamente para, las más certeras, clavarse en el grueso lomo del enorme cerdo.
Este ofreció resistencia, como era de esperar. Estaba loco pero no era tonto y no le gustaba ver como sus embestidas aleatorias eran interrumpidas por obra de un grupo de insolentes humanos.
Hizo volar por los aires a dos de ellos, cercenando a uno fulminantemente por la mitad, y cometió el error de ir a ensañarse con el cadáver exánime del segundo, momento que aprovechó Karani para hundir un puñal justo al lado de su garganta, liberando borbotones de sangre que salía despedida al exterior con celeridad. El jabalí se retorció con furia y el líder Orma se vio obligado a dar un salto de muy poca plasticidad hacia atrás para poder sobrevivir, pero pronto los violentos espasmos del animal tocaron a su fin, y cayó abatido.

Necesitaron varias horas para poder desollar a aquel animal, y ni siquiera se llevaron toda su pesada piel, aunque le hubieran podido dar mil usos. Karani solo pensaba en el tamtam y no se tomó la molestia de retornar siquiera a casa antes de proceder a elaborar el mismo. Allí mismo, junto al cuerpo aún caliente del bicho ido de mente e ido de espíritu, aguardaron a que la noche se cerniese sobre sus cabezas y trajese con ella la aparición de la gran piedra que ronda el mundo.

El frente Pokomo por aquel entonces llevaba horas ya atosigando el poblado Orma con salvaje crueldad. Muchos de los habitantes del poblado, confundidos, sorprendidos, avasallados sanguinariamente, se preguntaban dónde estaría Karani y por qué motivo los había abandonado cobardemente en las horas decisivas.
Los más valientes plantaron cara como buenamente pudieron, pero la carnicería era imparable. El número de efectivos atacantes excedía con abultadas creces al de los defensores y la sangre corría entre el fuego y los alaridos de terror.
Hasta que sucedió el milagro. Desde la lejanía empezó a escucharse cada vez con más claridad el repicar de un tambor, que marcaba un ritmo amenazante, los compases de la venganza tribal.
Según el aire trajo aquella cadencia rítmica hasta el poblado, asimismo fueron llevándose las manos a los oídos los Pokomo y profiriendo gritos de desesperación. Estaban siendo destrozados por dentro, desgarrados en las entrañas y en el alma. Se postraron, llorando impotentes y claudicaron como hormigas incapaces de afrontar un tsunami.
Los Orma estallaron en vítores y apresaron al ejército Pokomo, al que liberarían no mucho tiempo después tras ejecutar a los guerreros que más se habían encarnizado e imponer condiciones favorables para ellos mismos en la disposición de los recursos naturales de la zona.

Karani fue elevado a la categoría de héroe, entró en la leyenda y él mismo llevó el tambor endemoniado a la cueva del anciano, donde estaría a salvo. Allí permaneció durante un tiempo larguísimo, difícil de creer, hasta que el viejo expiró. Entonces alguien se escabulló en su cueva y sisó el tambor.

El instrumento pasó los siglos posteriores cambiando de mano una y otra vez. Sorteando milagrosamente las pesquisas e intentos de los mayores poderes militares del mundo por hacerse con él. Por alguna razón el tambor eludía a las personas con afán destructivo y acababa siempre en manos de personas inocentes e incluso sin el más mínimo interés por la música, lo que permitía al tambor permanecer en silencio. Es curioso como esa máquina de sembrar el caos y reventar la entereza humana desde los cimientos se las arreglaba para no perturbar al mundo con sus sonidos aplastantes.

Pero en algún punto el destino marró trágicamente. El tamtam llegó a las manos de una persona no del todo beligerante, pero sí con una gran vocación de percusionista. a las manitas debería decir. Las manitas del hijo de mi vecina.
Este vástago del demonio, llamado a ser próxima estrella del death metal en su papel de batería, esta criatura a la que podría diagnosticar parkinson frenético con sobredosis de anfetamina en arteria, hiperactiva, ajena a todo amor por el silencio y su ataráxica quietud, esta bestia parda de la percusión, está más loca que el jabalí mismo, a sus seis primaveras.
Esta especie de Oskar Matzerath no solo está ofuscado con su tambor, además acompaña las sesiones de aporreo con guturales chillidos que comprometen sensiblemente los cristales de todo el vecindario, en un doble guiño a la figura del niño creado por Grass. Es Matzerath hecho carne.

Puedo asegurar que los poderes del tambor siguen intactos. Más a menudo de lo que soy capaz de soportar me veo doblado de crispación en la alfombra que cubre mi suelo, deseando la eutanasia y el fin este infierno. Y a juzgar por los berridos suplicantes de mis otros vecinos, víctimas como yo, sigue siendo un aparato capaz de someter a colectivos enteros.
¿Que cómo puedo conocer toda la historia detrás del instrumento que está devastando mi existencia? Pues por pura deducción, mi intuición relegada al suelo no es capaz de hallar otra explicación cabal.