sábado, 28 de marzo de 2020

Los límites de Eudaimonia


   En el seno de una familia llena de amor, con los medios suficientes para no sufrir apuros, pasó los primeros años de su existencia una niña jovial y pizpireta de nombre Alaia. ¡Qué afortunada se sintió siempre esta buena niña! Tan rodeada de mimos, de comprensión y de atenciones. Y sin embargo, tanta felicidad, por algún capricho compensatorio de un hado indeciso, se ciñó en la mayoría de las ocasiones al ámbito familiar. 
   Pisaba la calle y las desgracias se sucedían. Perdía los objetos que más valor tenían para ella, se dejaba el paraguas los días de tormenta, tropezaba y se ensuciaba el vestido nuevo, y por encima de todo, las relaciones sociales la destruían.
   Claro que siendo una niña tal vez no tomaba parte en complejísimas relaciones similares a las de los adultos, ni las necesitaba, ¡pero con qué intensidad vivía las pertinentes a su edad! Y qué mal terminaban todas…
   El contacto con otros seres humanos ajenos a su árbol genealógico, del cual era Alaia la rama más verde, se resumía en una sucesión de incontables padecimientos.
   Probablemente el episodio más doloroso tuvo lugar el día de su décimo cumpleaños. Había organizado una gran fiesta temática junto a su familia y por supuesto había invitado a una numerosa cantidad de compañeros de colegio, muchos de ellos considerados como amigos, y naturalmente también a la mejor de sus amigas, Irene, una niña bastante reservada pero que por algún motivo había despertado en Alaia un profundo sentimiento de complicidad y confianza. Posiblemente fuera merced a sus largos silencios, que ofrecían poco espacio para el tipo de palabras hirientes que de un modo injusto solía recibir Alaia por toda respuesta.
   Tras encargarse de los preparativos de la celebración durante horas llenas de ferviente expectación y prometiéndoselas muy felices, Alaia y su familia por fin vieron al reloj marcar las cinco, la hora acordada y establecida en todas las invitaciones que fueron repartidas. Pero allí no se presentó nadie, ni uno solo de los esperados amiguitos.
   Después de un par de horas de patéticos intentos de consuelo por parte de una familia que empatizó en carne viva con la situación de la pobre niña, al fin su madre decidió simplemente llevarla a dar un paseo. Y así, de casualidad, fue como pudo ver Alaia a todos los niños invitados a su hogar congregados en otra fiesta, una que tenía lugar en el jardín de su supuesta mejor amiga, Irene.
   Tal vez esto pueda parecer muy poca cosa para una mente adulta, o fuerte, o muy resistente y resiliente. Pero fue la gota que desbordó el vaso emocional de una niña con un largo historial de vejaciones injustificables. Ni siquiera tuvo arrestos para señalárselo a su madre, que condujo el coche a lo largo de la calle sin reparar en el dramático evento.

   La tristeza más pura inundó todo su mundo, ¡y qué sola se sintió entonces!

   Alaia se encerró en un silencio profundo y era difícil predecir qué resultaría exactamente de su proceso. La familia asistió al mismo consternada e impotente, temiendo por el futuro de la cría.
   Y sin embargo, la cría consiguió hacer de tripas corazón. Y reflexionando sobre la naturaleza de la alegría y la tristeza y comparando lo que recibía en el cálido ambiente del hogar con lo que recibía más allá de la puerta, resolvió decidida y con sólida determinación intentar cambiar las cosas.
   La embargó un poderoso sentimiento de altruismo y filantropía. Consagraría su existencia entera a la realización del más ambicioso de los proyectos: crear un mundo mejor en el que nunca, jamás, nadie, absolutamente nadie, tuviera que sentirse mal, ni padecer, ni sufrir como lo estaba haciendo ella.
   Esta suerte de súbita y silenciosa soledad autoimpuesta fue el terreno perfecto para que la semilla de sus anhelosas metas terminara por convertirse en un árbol gigantesco que daría frutos en abundancia.

   Tras muchos años de arduo y sacrificado silencio, parvo en palabras pero generoso en cuanto a esfuerzos, tras completar con éxito todos y cada uno de los pasos imprescindibles en su camino (que no me detendré a narrar por su cuantía y extensión), hacer valiosos contactos y ver como la fortuna le sonreía de un modo desconocido para ella en más de una oportunísima ocasión, alcanzó su propósito.
   La dulce niña traicionada había desechado calladamente toda su juventud entera, los mejores años de su vida, persiguiendo sus objetivos y ahora, convertida en una mujer hecha a sí misma, una mujer hecha y derecha, los pudo asir con firmeza entre sus dedos. La dulce Alaia, otrora objeto de maltrato por parte del prójimo, se había convertido en la primera presidenta electa de su país.

   ¿Y qué se espera de cualquier persona de bien, con el altruismo y la filantropía entre ceja y ceja, que alcanza el poder? Pues exactamente lo que hizo ella: erradicar todos los formulismos democráticos, dar un golpe de Estado incontinenti e imponer un régimen totalitario. Régimen totalitario filántropo y altruista, huelga decir.
   No cabía esperar de la gente que fuese a cooperar voluntariamente con sus mayúsculas aspiraciones, ni siquiera que llegase a comprenderlas. Ah no, ya sabía ella cómo se las gastaba la gente y el tipo de estímulo que necesitaba recibir para reaccionar adecuadamente.
   Además, era por su propio bien. Pronto serían todos más felices de lo que nunca antes se habían atrevido a soñar.

   Así pues, se dio inicio a la ejecución de todas y cada una de las medidas que prometió implementar durante su campaña electoral. Incluso aquellas que por su desmesura parecieron arriesgadas a sus consejeros, pues en términos políticos podían considerarse locuras disparatadas. ¿Quién iba a creerse todo aquello? Y sin embargo, aquí estaba Alaia, la flamante presidenta, responsabilizándose de su palabra. Es menester señalar que ni su nueva dignidad ni sus nuevos recursos la embriagaron de poder. Se mantuvo siempre humilde, ataviada con sus tejanos y sus camisetas sin estampado. Su prioridad era una y no se permitía distracciones ególatras inservibles a su meta.
   Volcó desde el primer momento todos los recursos de la nación y hasta los suyos propios en dar forma a la más férrea e indiscutible felicidad absoluta.

   Su primera medida fue simbólica. Dado que instauraba el eudemonismo radical, cambió el nombre de su país y lo rebautizó como Eudaimonia.
   Acto seguido, se ocupó de que en Eudaimonia fuese todo proporcional, equitativo, sin castigos, sin abusos, sin plusvalías ni minusvalías. Regaló casas, regaló comida, regaló mantas y abrigos. Por todas partes había sonrisas, abrazos... amabilidad por decreto. Se erradicó de forma tajante cualquier forma de hambre, de violencia, de crueldad, de cualquier circunstancia negativa o de las condiciones que pudiesen suscitarla potencialmente.
   Toda persona que formase parte del régimen tenía a su disposición un buzón en el que depositar, con bastante garantía de éxito, todas sus peticiones y anhelos.
¿Y qué se pedía a cambio de semejante esfuerzo titánico por parte de la administración?
Tan solo que la gente fuera feliz y que ayudase a los demás a serlo a su vez.
¿Y qué sucedía con aquellos deseos que no podían satisfacerse, con los conflictos irresolubles, y en definitiva, con la disidencia?
   Muy sencillo: con los individuos atrapados en lides irremediables se mantenía una reunión, la «reunión última», en la que, en amabilísimos términos se daba al individuo a escoger entre dos opciones: aceptar la imposibilidad del régimen por mejorar la situación específica que propiciaba la reunión y permanecer en el país esbozando una radiante sonrisa, o bien dirigirse al exilio, allende los límites de Eudaimonia, para una vez allí ser tan infeliz, envidioso o amargado como se desease y sin represalias ni rencillas de ningún tipo.
   Sobra decir que todo familiar, amistad o contacto de cualquier ralea cuya felicidad pudiese verse perturbada por dicho exilio, se hallaba inmediatamente conminado, igual de amablemente, a seguir los pasos del exiliado. En un amplio porcentaje de las ocasiones la gente que había mostrado flaqueza prefería reconsiderar su actitud y su predisposición mental y quedarse, aunque fuese reprimiendo sentimientos negativos. Allí se podía vivir a cuerpo de rey y sin necesidad de invertir un gran esfuerzo en ello.
   Tan solo en escenarios extremos, como las depresiones galopantes de causas irreconocibles, tuvo que decretar el régimen exilios fulminantes e irrevocables de manera unilateral.
   Allí no tenía cabida la infelicidad de ninguna clase, sin reparar en su tamaño, naturaleza o contexto.

   Todas estas medidas, con el transcurso de los meses, derivaron en lo que finalmente pudo considerarse una felicidad colectiva total. Un viejo sueño de la infancia de la presidenta, ahora convertido en realidad gracias a su buen hacer. La gente en las calles no quería ni oír hablar del pasado y el futuro se auguraba esplendoroso en lontananza.
La alegría y la paz se derramaron sobre todo el país, lenta, decididamente. El júbilo se introducía en los hogares a través de las ventanas, de las tuberías, deslizándose bajo las puertas y valiéndose de cualquier medio posible.

   ¿Y fueron felices por los siglos de los siglos? Pues no. Más bien no.
El clima de felicidad se convirtió gradualmente en algo omnipresente, la felicidad temblorosa que habían conquistado fue transformándose paulatinamente en «normalidad» y así llegó el día en que la población se había pasado meses luciendo una sonrisa de oreja a oreja día tras día, con cotidianidad, por pura rutina.
   Y fue en aquel momento que empezó a revelarse que aunque no había duda de que todo era felicidad, había distintos grados de felicidad.
   De súbito, entre toda la gente feliz, había gente «más feliz» y otra gente «menos feliz». Y, naturalmente, la segunda representó una amenaza para la fantástica estabilidad del régimen eudemonista. Los «menos felices» eran los nuevos infelices.
Pero a diferencia de lo que sucedía con la gente infeliz, triste o amargada, la gente «menos feliz» era difícil de identificar.             Amén de su poderoso alegato que complicaba aún más las cosas: eran felices y no podían hacer más, aunque fueran «menos felices», cumplían a su manera con lo establecido.
   El régimen tuvo que tomar cartas ante tan aguda rémora para la bonanza imperante obtenida con tanto esfuerzo.
   Se creó un comité especial al que se otorgó autoridad sobre la situación: las autoridades idílicas. Llamadas popularmente “plátanos” por la población de Eudaimonia, por su sonrisa inamovible con la curvatura exacta de una banana -si tal exactitud existe como medida- y porque, obviamente, al ser idílicas, vestían de riguroso amarillo.
   Y estas autoridades, a su vez, quizás buscando aligerar su carga de forma artera, quizás deseando hacer partícipe a la población de manera bienintencionada, crearon a su vez los «núcleos de la felicidad», que ubicaron a lo largo y ancho de todo el país. Estos servían para delatar desde el anonimato a la gente menos feliz para entonces poder citar a la misma a la famosa «reunión última», aunque en esta ocasión con muy poca voluntad por parte del Poder de ofrecer opción alguna que no fuera el exilio. A fin de cuentas si ese era el máximo de felicidad que podía ofrecer la gente menos feliz, ¿a qué conservarla en la población, amargando a los más felices?

   En un breve espacio de tiempo esto degeneró en disparatadas consecuencias: Empezaron a surgir expertos capaces de determinar con exactitud el ángulo de inclinación de las sonrisas. Algunos fabricantes, espoleados por un gobierno incapaz de controlar la admonición que representaba descubrir que gran parte de su gente feliz no lo era tanto, comenzaron a producir aparatosos artilugios que forzaban una sonrisa estática en todo momento. Y sobre todo, mucha gente, temerosa de ser denunciada, se apresuraba a denunciar primero de forma preventiva, con o sin fundamento real, lo que se tradujo en millones de denuncias diarias.
   Ante semejante crisis, incontenible por parte de las autoridades idílicas y que hacía tambalear los alegres cimientos del país, el poder se vio obligado a tomar medidas drásticas.
   Así tuvo lugar la primera gran purga de Eudaimonia. Cientos de miles de personas, las menos felices, se vieron obligadas a irse del país, so pena de renunciar a sus derechos más básicos en caso de aferrarse a la permanencia en suelo feliz, amén de tener que vivir soportando una presión extrema por parte de los más felices, dispuestos a reivindicar su animosa superioridad escupiendo sobre los menos felices.             Escupiendo por supuesto entre carcajadas de la felicidad más eufórica.  
   Este éxodo forzoso dejó el censo de Eudaimonia gravemente mermado. Pero la calidad humana y emocional, según el criterio predominante, aumentó con claridad. Ya solo quedaba allí la mitad de la gente, pero era la gente más feliz de toda.

   ¿Y fueron felices por los siglos de los siglos? En realidad no.
Tras unos pocos meses ufanos en los que todos se vanagloriaban de tener la población «más feliz» del mundo, y habiendo establecido por ley cual era la curvatura mínima que debía lucir una sonrisa dichosa, pronto empezó a vislumbrarse que entre todas aquellas sonrisas impecables, algunas brillaban más que otras. Había gente «mucho más feliz» entre la gente «más feliz». 
   La presidenta Alaia era incapaz de soportar que hubiese gente mucho más feliz que otra, porque esto implicaba a su vez que había gente mucho más infeliz, y reviviendo los meses de esplendor inmaculado que obtuviera tras la primera purga, decidió de un modo empírico repetir la depuración, a sabiendas de que cualquier otro intento sería estéril.

   Tras dos purgas en apenas diez meses, el resultado era un país medio vacío, en el que a duras penas quedaban ahora unas pocas decenas de miles de personas. Eso sí, las «mucho más felices». Estas ya tenían un lenguaje corporal que era indescifrable en condiciones normales, con gestos y muecas forzadas hasta el dolor maxilar, con sonrisas propias de quien contrae el rostro con obscenidad.     Una alegría surgida de un eretismo facial insostenible.
   Sus semblantes parecían máscaras tensas de sonrisa vesánica, casi uniformes. Pero solo casi.
   Enseguida se descubrió que había gente «aún mucho más feliz», que no todos lograban el mismo punto álgido de felicidad. Y, sin remisión, tuvo lugar otra purga más. ¿Para qué posponerla amargando a los de la cumbre de la felicidad?
   Y así el país se fue desocupando mientras el nivel de exigencia, el listón de la felicidad, se disparaba hasta límites difícilmente alcanzables por un ser humano mentalmente sano. Y mucho menos por la fuerza.

   Para cuando quiso darse cuenta, tras sucesivas purgas, Alaia se había quedado prácticamente sola, con apenas diez o quince de sus súbditos. Aunque eran los «extremada y superiormente felices».
Valiéndose de la profilaxis había depurado a su país de cualquier interferencia de infelicidad o tristeza y lo había aupado a la élite de la alegría mundial. 

   La felicidad más pura inundó todo su mundo, ¡y qué sola se sintió entonces!

   A veces deambulaba por las calles desiertas, o visitaba aquellos enclaves antaño poblados hasta la cencerreta por gente eufórica, gozosa de vivir. Y torciendo el gesto, no podía evitar llorar.       Pero de alegría, de alegría, no penséis mal. Otra cosa era inconcebible.
   Allí se quedaba, mirando al horizonte vacío, reflexionando sobre los límites de la felicidad, sobre las fronteras de Eudaimonia. Y siendo muy dura consigo misma, aunque movida por una ávida intriga, se preguntaba: ¿Cómo determinar dónde empiezan la alegría o la tristeza? ¿Dónde acaban?
–Ay querida –terminó por decirse a sí misma pocas horas antes de dimitir y volver a su antiguo hogar llorando sin consuelo posible– la tristeza y la alegría no son cosas opuestas. No existe tal antinomia. Has luchado en vano. La tristeza y la alegría son la misma cosa… que tan solo difiere en grado.


 

viernes, 6 de marzo de 2020

Metempsicosis cruel



El ambiente en la asamblea ordinaria trimestral de los mustélidos era muy animado, vivaz y bullicioso. Dábanse cita allí martas y martos, garduñas y garduños, mofetas y mofetos, hurones y huronas, comadrejas y comadrejos, tejones y tejonas, nutrias y nutrios, visones y visonas, y en definitiva toda la familia mustélida que habitaba aquel bosque e incluso algunos miembros venidos desde lejos con el único fin de ser partícipes en el concilio.
 Se congregaban en una amplia madriguera secreta, de diáfano y abundante espacio pero apenas una ceñida entrada (y salida), por la cual no pasaban dos martas a la vez, lo que facilitaba mucho el control y registro de los asistentes por parte de la organización.

La expectación era máxima e imperaba una intranquila impaciencia por abordar los puntos del orden del día, entre los que figuraban la gestión de los destrozos en las guaridas causados por la última y torrencial tormenta, los derechos de vivienda sobre los huecos en el gran árbol del sur después de que los armiños que los habitaban decidieran irse a ver mundo o el aumento de las agresiones debidas a la intensificación de la actividad cinegética y al sorprendente incremento en la familia Vulpini, clan de zorros ancestral, que parecía haberse multiplicado de la noche a la mañana.
 Los ánimos estaban a flor de piel y todos los presentes ansiaban exponer sus puntos de vista, dudas, quejas y propuestas. No obstante, había un pequeño y molesto contratiempo. El código mustélido exigía, de manera tajante, la presencia de todos los convocados antes de poder dar inicio a la sesión asamblearia. Y allí, para no incumplir con su tradición, faltaban los dos mismos nutrios que siempre llegaban tarde: Niurto y Turino.

De algún modo, más o menos rocambolesco, conseguían en toda ocasión justificar sus tardanzas y aplacar la hostilidad colectiva que les aguardaba. Pero, con todo, el grupo no terminaba de asumir su desagradable costumbre, contraria a la severa e intachable conducta mustélida.
El hecho de que fueran extranjeros tampoco facilitaba la concordia. Eran Niurto y Turino dos nutrios sevillanos, que tras salvar la vida de milagro en su arroyuelo natal y haber recorrido medio mundo pasando un hambre indecible, siendo arrastrados por las aguas con la única guía de un ángel de la guarda novato y torpe, habían dado con sus huesos en el bosque de las moras rojas, el cual ahora habitaban.
«Dos nutrios desnutríos y un ángel desangelao», en palabras del propio Turino, formaban la comitiva que apareció un buen día en el susodicho bosque. Y aunque la familia mustélida la acogió con amabilidad y de buena gana, la situación estaba ahora cada vez más tensa, por causa y efecto, sobre todo, de las constantes impuntualidades y retrasos por parte de los dos nutrios.

¿Y qué había ocasionado esta vez la dilación de los premiosos nutrios? Pues que Turino y Niurto habían hecho un nuevo amigo, o eso creían. Estando su ángel de la guarda negligentemente extraviado tras ponerse a perseguir una mariposa que empezaba a insultarlo por el acoso al que la estaba sometiendo, los nutrios se cruzaron con un zorro mientras se dirigían al cónclave. ¡Para una vez que iban bien de tiempo!
La reacción normal en cualquier nutria habría sido esfumarse como alma que lleva el diablo, pero nuestros afables e impuntuales amiguitos se quedaron observando con inocencia al zorro, cuyos instintos y estómago reaccionaron al instante, dispuestos a sacar provecho de la situación.
El resto de la historia se compone de una gran actuación y una serie de sibilinos ardides por parte del zorro, que concluyeron con Niurto y Turino llegando a la asamblea tarde como siempre, pero acompañados como nunca.

Ni siquiera entraron a la gran sala asamblearia por la angosta puerta, lo hicieron a lo grande, por el techo. Y es que habiendo revelado al zorro la ubicación de la madriguera, la cual admitió el can que no habría encontrado jamás por sí mismo, así de bien camuflada estaba, este no tardo ni un segundo en desmontar la tapa de la misma como si destapase la cacerola conteniendo su almuerzo. Desde fuera, la ilusión fue máxima. Levantar aquel pedazo de suelo y toparse con decenas, tal vez cientos, de apetitosos mustélidos fue para el zorro como haber hecho el descubrimiento de su vida.
Desde dentro el terror fue máximo. Ver el techo levantarse, y durante unos segundos ser cegados por la luz del sol y confundidos por la imprevista novedad, para entonces distinguir la silueta de un gran zorro con tialismo voraz, fue demasiado para los mustélidos. Se agolparon a la desesperada en la estrecha salida, estampida que terminó por matar a la mayoría de ellos. Los pocos supervivientes de la frenética avalancha fueron descuartizados a base de precisos zarpazos. Una masacre histórica a la que asistieron impávidos Niurto y Turino, paralizados por el horror y la confusión. Tan paralizados estaban que una vez fue despachada la gran familia a la que pertenecían, fueron decapitados también. Todo pasó tan deprisa que a duras penas alcanzaron a comprender nada. Así, murieron como tantos: murieron como tontos.

Se hizo la nada en sus mentes... hasta que abrieron muy despacio sus ojos, que ahora no estaban compuestos de materia alguna, pero aún les permitían ver.  Atravesaron un extraño túnel, imbuido de un silencio estremecedor. Se dejaban arrastrar pacíficamente hasta la luz, embaucados por una relajación que no habían conocido nunca en vida. Al alcanzar dicha luz, la atravesaron con mucha calma y se vieron en una salita muy pequeña, pero que contenía una cantidad incalculable de archivadores. Era evidente que había allí más contenido que continente, imposible todo aquel mobiliario en un espacio tan reducido, pero lo asumieron como parte de todo aquello fuera de su comprensión que ahora debían afrontar. En el centro de la salita, un animal que no conocían ni reconocían, emperejilado con curiosos miriñaques, rebuscó entre los archivos hasta hallar lo que deseaba. Miró el papel, los miró a ellos dos y se limitó a decir con una desidia muy mal disimulada:
–¿Niurto y Turino?
Los nutrios asintieron con la cabeza, incapaces aún de articular palabra.
–Bueno, no me miréis así –dijo el responsable de los archivos con el tono monótono de quien ha dado la explicación mil veces–, yo solo recopilo los informes, vuestra suerte no está en mis manos. Sin embargo, esto no pinta nada bien.
–Hemos sido víctimas –inquirieron al unísono–, nos han embaucado y nos han arrancado la cabeza, prosiguió Niurto a solas después.
–Lo entiendo, lo entiendo, pero yo no juzgo nada, solo redacto el informe. –Se ajustó las ridículas gafas con ostentoso visaje.– Han pasado por aquí todos vuestros compañeros antes que vosotros. Solo uno de ellos consiguió no insultaros ni maldeciros, como tampoco a vuestros progenitores, pero creo que siquiera llegó a comprender lo sucedido; no tuvo tiempo.
–Mira quillo, jamás habríamos hecho algo así a voluntad, ha sido un terrible accidente…
–Y tan terrible –interrumpió el informador– casi doscientas vidas inocentes. La extinción de toda una familia en una zona que habitaba hace siglos. Yo puedo ver que no ha sido con maldad. Pero la tragedia es mayúscula pese a los atenuantes. No soy yo quien dictará sentencia, pero insisto, no pinta nada bien.
Resignados y asumiendo la imposibilidad de hablar en su propia defensa, indignados ante lo que consideraban una injusticia pues su único delito había sido hacer un imaginado amigo, solo desearon que el zorro algún día fuese tratado con la misma severidad con la que iban a ser ajusticiados ellos ahora. Aunque eso no iba a suceder, porque el deber natural del zorro era pergeñar y ejecutar la masacre que llevó a cabo. Con todo, Niurto y Turino nunca supieron qué sucedió con el zorro y al menos les quedó el consuelo de la hipotética equidad que desearon presuponer.
Se quedaron en silencio mientras observaban a aquella especie de funcionario de la dimensión desconocida redactar el informe, el oscuro presagio, hasta que éste les sobresaltó con un súbito y concluyente: 
–Ya podéis pasar.

Se abrió una puertecita en la que ni siquiera habían reparado y que solo dejaba entrever una oscuridad total entre los tres listones que conformaban su marco. Titubearon indecisos, seriamente aco…ngojados, hasta que, desde detrás, un empellón certero les lanzó a la oscuridad.
Tras flotar en el limbo durante unos segundos eternos, una luz cegadora empezó a formarse en la oscuridad total y a adueñarse de todo, y se volvió tan intensa que les obligó a cerrar los ojos con dolor. Cuando los volvieron a abrir, estaban en la gran sala del Destino. De algún modo sabían que ese era su nombre, aunque por supuesto no había allí ningún cartel que lo anunciase.
La sala, sin tener paredes, era esférica y parecía un mirador que asomaba desde todas las direcciones al universo infinito. Desde allí, sin importar a dónde se dirigiese la mirada, podían observarse galaxias enteras, planetas, nebulosas, agujeros negros y trillones de lo que parecían ser titilantes estrellas fugaces en constante movimiento. En primer lugar los nutrios no comprendieron el movimiento de estas luces, pero algo en su ser les explicó también que eran solo vidas transmigrando en un flujo incesante, en aquel proceso de metempsicosis que enérgicamente rechazara Fonollosa.
 Ante sus pies había una delgadísima pasarela, que asustaba de lo lindo con la visión del cosmos amenazante, dispuesto a engullir a quien diese un paso en falso.
En el centro de todo, al final de la pasarela, vieron al ente que rigió, rige y regirá aquella sala y el movimiento de todas aquellas luces infinitas. Una cabeza sin rostro, ni color de piel, sin facciones ni nada con lo que pudiera ser identificada. Sin mediar palabra, dictó sentencia. La voz atronadora retumbó de tal modo que pareció sacudir el universo entero. Tembló el suelo y los nutrios tuvieron que taparse los oídos para poder soportarlo. Aunque oyeron la sentencia perfectamente dentro de ellos.

–Os reencarnaréis en humanos. 

La peor condena posible. El alarido de espanto fue unánime en ambos nutrios y cayeron sobre sendas rodillas, suplicando piedad. 
–Haznos escarabajos peloteros, preferimos una vida de hacer bolas de mierda –deprecaban los mustélidos, pálidos ante la degradación absoluta a la que serían sometidas sus vidas–, transfórmanos en quistes hidásticos, en lagartos de cuernos cortos que escupan sangre por los ojos, por la piedad de todas las deidades... 
Pero sus ruegos se diluyeron en la nada cósmica y de repente se vieron flotando de nuevo en la oscuridad total. Y de nuevo una luz dolorosa les llevó a apretar sus párpados.
Habían tocado fondo, pero con un par de pequeñas concesiones merced a la involuntariedad de su fatal error. Para empezar, se les envió de vuelta juntos.
 La dolorosa luz se suavizó de nuevo y esta vez al abrir los ojos vieron entre lágrimas y bocabajo, un quirófano. Habían sido mellizas.
Y bien, como segunda concesión, de algún modo siguieron recordando el punto de partida que les había llevado a formar parte de la humanidad; fue para ellos una experiencia continuada que no empezaba totalmente desde cero en la conciencia. Un privilegio que casi nadie obtiene.

Pasaron bastantes años de resignación y sometimiento. Intentaron integrarse en la humanidad y dejar atrás su proceder inocente y bondadoso de animales no humanos. Y lo cierto es que llegaron a conseguirlo.
Aprendieron a vivir como lo hacen los humanos: aprendieron a envidiar. Aprendieron a mentir. A odiar en base a criterios arbitrarios y antaño insignificantes para ellos (ahora, circunstancialmente, ellas). Aprendieron a dudar de sí mismos. A tener complejos y a calmarlos encarnizándose con los complejos ajenos. A destruir sin ton ni son. A vanagloriarse. A acumular cachivaches inútilmente. A hacer cosas antinaturales, cosas egoístas. A criticar, sabotear, a chantajear, a corromper con alevosía, a mostrar desprecio, a insultar, a herir por crueldad y capricho, a explotar a los otros animales, los que otrora fueran su familia pese a toda cadena trófica. Adquirieron una racionalidad afilada que solo les sirvió para sobreanalizar hasta caer agotados y rayando la demencia. Aprendieron a perder el respeto por sí mismos y por los demás. 
Y curiosa y sorprendentemente, nada de todo esto les hizo felices.

Así que un buen día, sentados frente a unas calmadas aguas que avivaban dolorosamente la nostalgia en ellos, decidieron declararse en rebeldía. Podrían imponerles otros cuerpos, pero no doblegarían la voluntad de sus espíritus.
«Recordaré lo que antes era», cantó Toomai de los elefantes, harto de su condición de esclavo de los humanos. Y asimismo lo repitieron nuestros decicidos nutrios.
Decidieron volver a ser lo que fueron, ignorando cualquier posible consecuencia.

A finales de la primavera de mil novecientos setenta y nueve, los incipientes calores del inminente verano congregaban a un abundante gentío en el hermoso lago local, engalanado con frondoso verde y un exquisito marco de flores de san Pallari. Pero refrescarse no era la única razón de la visita de la muchedumbre. Allí mismo tenía lugar un sonado caso de disforia zoológica, de amplia repercusión en la prensa local e incluso nacional. No el primero, claro está, todos hemos visto a animales adoptados por otras especies actuar como la especie adoptadora. Pero esta vez eran dos humanas las que actuaban como enajenadas, como si fuesen dos nutrias.
La gente se reía y les lanzaba cosas cerrilmente. Pero Niurto y Turino seguían fieles a su esencia. La única licencia que habían consentido a la humanidad era la de cubrir sus cuerpos con engorrosas telas, y tan solo tras la amenaza del comisario local de llevarlas (él les hablaba como a muchachas) al sanatorio como persistieran en su afán de montar escándalos públicos. Así que habiendo aceptado vestirse, dedicaron a partir de ese día a cerrarse en banda y vivir como perfectos nutrios, recuperando costumbres, sensaciones y tradiciones de su anterior vida. Rodando guijarros con las manos sobre sus pechos. 
Hay que decir también que a la comunidad local mustélida que habitaba originalmente el lago, ver a aquellas dos humanas imitar sus costumbres e incluso hablar su idioma nunca llegó a sentarles bien, por lo que se delimitaron territorios que nunca fueron invadidos en ninguna de las dos direcciones.
Pero esto no fue óbice para nuestros nutrios en cuerpos humanos, que supieron alcanzar la felicidad tumbándose sobre el agua y dejándose mecer por ella. 

Tras superar esta curiosa etapa, esta penosa sanción, de forma humana y fondo nutrio, fueron reencarnados en cualquier otra cosa. Es decir, en algo mejor.