sábado, 18 de enero de 2020

Est et non

   He aquí a dos hermanitas cuya experiencia vital podría ser considerada todo salvo llevadera.
   Desde los inicios de sus vidas padecieron toda suerte de infortunios y sinsabores. Eso sí, juntas.

  Fue un trayecto durísimo, pero con el consuelo del peso repartido. Tanto se habían necesitado mutuamente que a fuerza de compartir las penas la inercia también les llevó a hacer lo propio con las alegrías. Ahora ya eran como una sola persona que había sufrido el doble o la mitad, según quieras entenderlo. Pensaban juntas, se hacían fuertes juntas, lloraban juntas, resistían juntas.

   No obstante, por mucho apoyo que se encuentre en la desolación, esta desgasta con severidad. El cúmulo de desventuras y desdichas pesa como una losa, en especial cuando se prolonga en el tiempo.  Incluso la persona más fuerte acaba doblegada ante un peso liviano cuando este parece no ceder jamás en su determinación de besar el suelo.
La fatiga hacía mella en ellas. Estas hermanitas bostezaban juntas y se mostraban taciturnas juntas, y en cualquier sitio se quedaban dormidas y soñaban juntas. El cansancio las dominaba juntas. Así que el regular traqueteo del tren que las llevaba de vuelta a casa y el cálido ambiente estival las indujo a echarse una cabezadita juntas.

   Y ya fuera por extensión de su relación recíproca, o por la intensidad de sus pasiones paralelas, fuera por la intensidad de lo vivido por ellas recientemente, fuera por las ansias reprimidas y tristemente postergadas de libertad o fuera porque se durmieron dándose la mano, esta vez no solo soñaron juntas, esta vez soñaron juntas lo mismo.

   ¿Qué puedo añadir yo a lo hasta ahora resuelto por mi especie sobre las brumas oníricas? Creo que está todo dicho ya. Los sueños y su fuerza intrínseca, los sueños y su naturaleza mística, los sueños y sus explicaciones dudosas, los sueños y sus implicaciones nítidas.
   Los mismos que redactó sistemáticamente un insomne Nabókov dispuesto a experimentar con el tiempo. Los mismos que exploró un ávido Freud lanzandose a por la veta existencial en las cavernosas minas del cerebro subconsciente. Los mismos que intentó aprovechar el juntaletras de Coelho para llenarse los bolsillos con su pueril superchería supurante.
   A mi entender la postura más lúcida sobre aquella tenue y grácil linea que ejerce de frontera entre los mundos del sueño y la vigilia la estableció Descartes. «¿Qué es y qué no es?», así que si alguien se propone entender cómo pudo suceder lo que sucedió con nuestras hermanitas, haría bien en dirigirse a él en busca de respuestas.

   Esta podía haber sido cualquier cabezadita ahíta más en el extenso historial de las cabezaditas ahítas humanas, pero no lo fue.
   He aquí dos hermanitas que se durmieron juntas y que soñaron juntas lo mismo y que de algún modo, operaron en el mundo real, pese a la apariencia infrangible del mismo, cuantos cambios soñaron. No es que resultaran ensoñaciones vívidas para ellas, es que todo cuanto soñaron en su interior se hizo realidad ipso facto en el exterior que compartimos todos, conformando una voluble realidad genízara a medio camino entre ambos ámbitos y sus condiciones.
   Por fortuna para todos nosotros, ilustres actores de reparto, de manera oportuna y excepcional no tuvieron pesadillas.

   Soñaron que ahora estaban casi solas en el tren (¿o autobús?) que las transportaba: la gente había desaparecido. Y no porque estorbara, sino porque había hallado la manera de ser feliz y habia saltado por la ventana del vehículo en marcha en pos de su nueva vida. Algunas personas se largaron volando, otras reptando, otras dando brincos, ¿qué importancia tiene cómo te dirijas a la felicidad?
   Las hermanas ya no tenían la cabeza despoblada por la dolorosa (pese a ser compartida) quimioterapia. El cabello estalló de súbito con tanta fuerza en sus cueros cabelludos como la flora se abrió paso entre los suelos. Las flores de adormidera invadieron las ciudades inundando todo con sus soporíferos alcaloides, y así sucedió a su vez con el amargo eléboro, que ahora coronaba en abundancia los rascacielos, de un modo que recordaba a la karela azuzada por Mowgli para vengarse del poblado. 

   El cielo cambiaba rítmicamente de color de un modo vertiginoso, como auroras lisérgicas que derribaban a golpe de colorido ariete las puertas de la percepción para quienes se sentaron a observar los arreboles abigarrados.
   Los animales corrían libres y retomaban todo cuanto les pertenecía y les había sido arrebatado por la cruel y megalómana sinrazón humana. Pudieron verse estampidas de perras suizas y derrapes de rapes suazis sobre las viejas avenidas y sobre recién venidas avenidas, avenidas pero desavenidas, en oposición simbólica a las dos hermanitas. Unas arterias inútiles para un reino donde el tráfico consistía en impulsos desordenados.
   Los pasos de cebra se alargaban tanto como la calle entera y tampoco era problema, porque los coches se desintegraron para dar paso a las bicicletas y los trenes (excepto el tren que las llevaba a ellas que se había transformado definitivamente en autobús). Trenes bocabajo, que volvían a tener locomotoras pero estas en lugar de residuales humaredas según la luz grises, blancas o negras, despedían blancas, negras, fusas, semifusas, corcheas o semicorcheas, las cuales ambientaban la escena formando majestuosos nocturnos de Chopin, Field y Debussy.
   ¿Eran estas delicadas consecuciones de notas causa o consecuencia de un sueño tan profundo y poderoso? ¿Las hacía soñar a ellas o ellas las hacían soñando? Es tremendamente complejo responder a eso.

   Las hermanas eran libres. Su padre ya no las maltrataba, sus maestros ya no las señalaban por negarse a hacer los deberes. Ahora los maestros eran mapaches bizcos y enseñaban moral al estilo animal, al estilo de Diógenes. Los bebés nacían sabiendo y los abuelos tenían fuerzas pero solo para lo que pudiera considerarse aciertos, los errores no podían acometerlos. Qué felicidad trajo a sus vidas este giro.

   Había fuentes de cerveza refrescante por todas partes. Cerveza sin alcohol, porque todo el alcohol se habia evaporado, allí no tenían cabida higados ni familias destruidas, ni resacas dolorosas ni miradas amarillas. Un patadón a la dipsomanía y esta era una buena explicación para la desaparición de algunos podridos maltratos muy poco paternalistas.
   Toda propaganda se despojó de su intención comercial y se tornó en soflamas éticas que empujaban a hacer el bien, de un modo repetitivo y algo molesto: sé amable, sé amable, sé amable.
   Los ropajes de la gente se invirtieron de un modo curioso, y ahora las camisetas ocultaban las piernas y los pantalones y faldas ornaban las cajas torácicas. Las camas se hicieron firmes y cómodas, todas, y otorgaron a las personas el poder de alterar la realidad con sus sueños a su vez, lo que derivó en un caos de consecuencias inenarrables.

   Sin embargo no todo fue lo que yo consideraría amistoso o positivo; por ejemplo los perros y los gatos centuplicaron sus tamaños y se volvieron agresivos, sembrando el temor por todas partes. Pero las autoras del sueño no repararon en si esto compensaba o no el torrente de felicidad, sencillamente lo asumieron como algo natural, tal como asumían con naturalidad la felicidad que se desbordaba.
   Las cosas no son buenas ni malas, las cosas solo son. En esto sus consideraciones demostraban mayor pureza que las mías.
 
   Los prados y las sabanas, los descampados, las calles y carreteras dejaron de ser lisas y llanas y se volvieron sinuosas, ondulantes, como las aguas indecisas que se van y vuelven a venir, ni contigo ni sin ti.
   Y en estas ondulaciones se desplazaba el ahora autobús que alojaba a nuestras soñadoras y sus fraternales sueños, cuando el ornitorrinco (la mejor ciencia es la “indeciencia”, no todo tiene una explicación) que ahora lo manejaba se vio sorprendido por la ondulación muy pronunciada de una curva muy pronunciada, que puso el autobús a dos ruedas a lo largo de bastantes metros muy pronunciados.
   Esta oscilación ladeó las cabezas fantaseadoras en su interior, lo que consiguió que durante unas largas milésimas de segundo (muchos segundos conforman un siglo) se debatieran entre el reino del sueño y el de la realidad, como si el viejo Tutu no quisiera dejarlas escapar y tirara fuerte de sus camisetas pero la fuerza de la gravedad le superase sin remedio. El destino, acostumbrado a los giros más rocambolescos, no esperaba sin embargo tal sacudida brusca ni su nueva posición suspendida y perpendicular. La ventura se quedó pasmada e inclinada horizontalmente junto al autobús. El hado helado de lado.

   El viraje terminó por despertarlas y expulsarlas de los sueños para devolverlas a la realidad. Y como cualquiera que haya estado en ambos sitios sabe, el flujo del tiempo no se comporta del mismo modo aquí y allí. Todo cuanto hubieron creado en su expansión onírica se deshizo tan pronto como hubo sido hecho y lo cierto es que apenas duró unos segundos de nuestro mundo. La gente infeliz volvía a llenar lo que volvía a ser un tren y el conductor volvía a ser un humano harto de su salario precario y sus jornadas inacabables.
   Los cambios fueron tan reales como fugaces. No sé si tú llegaste a darte cuenta de ellos, pero yo sí, aunque duraran tan poco que me obligaran a dudar. Debo aprender a no relacionar las certezas con su longitud en el tiempo. La validez de los hechos no está sujeta a su duración, como solía decir un amigo mío cuya eyaculación era precoz.

   Ellas mismas no llegaron a notar nada, más allá de cierto desasosiego. Su gozo en un pozo, pero sin saber por qué. No entendieron muy bien nada pero enseguida desearon lo que desearan tantas otras veces, volver a dormir y dormir para siempre. Eso sí, juntas.






domingo, 5 de enero de 2020

Alteridades


Una de las cosas que más me gusta hacer es quedarme encerrado en casa para poder dedicarme a hacer el resto de cosas que más me gustan. Reconozco, empero, que en ocasiones me creo a mí mismo expectativas muy por encima de lo que ha de suceder. En esos ratos en los que me veo obligado a salir para ir a trabajar, por ejemplo, no hago más que convencerme de lo feliz que seré cuando pueda yacer en mi escondrijo, y mi mente empieza acto seguido a engendrar grandiosos proyectos con los que me complaceré muy gratamente. ¿Y qué sucede? Pues que a menudo al llegar el ansiado momento no tengo muy claro cómo acometer dichos proyectos.
Pienso por ejemplo: “escribiré esto o aquello, y lo haré así y asá, luego emplearé este recurso para dar un giro y lo acabaré de este otro modo”. Pero cuando me acompañan las circunstancias y todo se presta para la ejecución, el que falla soy yo. Tal vez piense demasiado. O tal vez no piense tanto como debería. Puede ser algo debido a la motivación, por exceso o por defecto. O tal vez a la inspiración.
¿Dónde está la inspiración? “Hay que buscarla”, me digo a mí mismo, olvidando mis propias teorías sobre lobas feraces en remotas ínsulas. Y viéndome ante el folio en blanco una vez más, que es como mirarse ante un espejo de esos que distorsionan la imagen, pensé en salir a por ella, falto de ideas con las que arrancar.
Ningún viento es favorable para quien no sabe a dónde se dirige, le dijo Séneca a Lucilio, muy acertadamente. Yo me limité a ir en todas direcciones siguiendo una sola dirección: hacia adelante. Y caminé muchísimo y también me frustré muchísimo por no conseguir reaccionar y hallar sobre qué escribir. Y tanto caminé que perdí el norte como algunas, y tanto me frustré que empecé a jurar en lenguas muertas, en un arrebato de glosolalia impropio de mí y mis morigerados modales.
Tal escenita debió mover a compasión a "algo", o "alguien", que desde un plano mucho más compasivo que el que sufro yo en mis carnes a diario, intentó inútilmente concederme una oportunidad. O tal vez fuese solo casualidad y mi hastío e ignorancia buscasen como atribuirle tintes paranormales, que al cabo es el recurso humano por excelencia en tales circunstancias.

El caso es que había caminado yo ya hasta las abundantes arenas de algún alejado desierto (el resultado de equipar a una fijación enfermiza con dos piernas largas) cuando algo de repente me hizo levantar la vista. Ante mí se erguían desmedidos espejos, claramente fuera de contexto. Mientras respiraba hondamente, me acerqué, intentando observar los espejos y a la vez evitar verme a mí mismo manifestado en su superficie lisa e impoluta. ¿Con qué objeto despistarme reparando en mi propia imagen?
No parecían espejos al uso, no como los que yo había conocido. Un análisis próximo los descubría viscosos y gelatinosos y no pudiendo ignorar un acuciante impulso, acerqué la mano para tocarlos, pero esta se hundió en la pegajosa pared.
Se hundió a través de aquella viscosidad destellante y asomando yo mi cabeza para observar el lado contrario, pude ver que mi mano no aparecía por allí. Así que no tuve que pensar demasiado, de pronto se me habían regalado puertas a sabe Dios dónde, y para alguien que desea hallazgos extraordinarios, aquel momento no puede escaparse entre titubeos. Atravesé la puerta temblando pero sonriendo.

Abrí los ojos y me descubrí con una tez mucho más morena, en una especie de furgoneta que hacía las veces de transporte público y que iba colmada de gente, definitivamente muy por encima de su capacidad. A duras penas hubiera cabido ahí un alfiler y en lo que a mi atañe, no gozaba del menor asomo de espacio vital. Si había conseguido relajar mis pulmones tras la presurosa caminata hacia ninguna parte, ahora estos se encontraban severamente exigidos una vez más, oprimidos por el gentío.
Conseguí girar mi cabeza hacia el conductor de aquel vehículo saturado, y era un fiel reflejo del vehículo mismo: aquel hombre estaba a punto de desbordarse.
La palanca de cambios respondía medalaganariamente para incomodidad suya y encima saltaba a la vista, bueno no a la suya ya que era miope consagrado, que era incapaz de controlarla. Su miopía le obligaba a entornar los ojos arrugando la nariz y poniendo los pómulos tan arriba que creo que aún le dificultaban más el obligado gaje de mirar al frente.
El tío apestaba a poso de alcohol en las arterias, desprendía un tufo rancio de juergas previas ahora ya avinagradas y además algunos de los otros pasajeros se obstinaban en atormentarle.  Niños impertinentes, abuelos seniles, cazurros bobos, le incordiaban incansablemente. Se mascaba la tragedia, el automóvil oscilaba a ambos lados en cada curva, en un tira y afloja épico entre el peso de las circunstancias y el peso de los ocupantes.
Y según me pareció ver entre aquellas incontables cabezas, alguien consiguió estirar el brazo lo suficiente como para introducir un casete (pirata, púdrete Ramoncín) en el equipo de música del fatídico trasto en el que circulábamos.
No tengo ni idea de qué sonó ni de cómo describirlo. Parecía un repulsivo sonido perpetrado en la letrina de Belfegor, una serie de notas dispuestas de modo tal, que junto a la voz horripilante que las acompañaba, harían sangrar los tímpanos de un sordo. Imposible describir toda su crudeza y repugnancia, paridas en las entrañas más esperpénticas del inframundo. Una cacofonía con ínfulas artísticas. El último recuerdo que tengo es el del chofer emitiendo un desgarrador alarido de espanto y claudicando, intentando huir de su realidad como lo había intentado yo poco antes al cruzar el portal viscoso. Desgraciadamente no tuve tiempo para la empatía, la furgoneta había volcado y aunque durante unos segundos eternos pude ver a los que iban en el techo sepárandose del vehículo de estampía, yo que iba dentro, vi a través de la ventanilla como el asfalto se aproximaba hacia mi rostro de un modo que no daba lugar a réplica alguna.

Reabrí los ojos en el desierto, con la boca llena de arena y los tímpanos suplicando la eutanasia. Vi que aquella primera puerta en forma de espejo ya no estaba y fue una suerte de alivio para mí. No quise cavilar mucho y entré valientemente en la segunda.

Esta vez me vi siendo una chica, nórdica, a juzgar por su (mi) apariencia. Un cambio de sexo tan drástico e inesperado como el sufrido por Orlando según la malograda Virginia Woolf. Todo el contexto que me envolvía era a su vez decididamente nórdico, al menos en base a mi parva experiencia en contextos nórdicos.
Hallábame en una casa bastante acogedora, en lo que parecía ser un evento social, alguna celebración o algo por el estilo. Desde luego había mucha gente allí reunida y estando yo en un rincón pude hacerme una idea general del escenario con bastante comodidad.
Las personas parecían felices, olía a sándalo merced al incienso, la chimenea crepitaba con amabilidad y en el centro de la sala había un banquete aguardando, al que me pareció escuchar que llamaban “smorgasbord” o algo por el estilo.
Empecé a relajarme al ver a estos desconocidos sonreír tan profusamente, sin aquel atisbo lejano de amabilidad fingida que siempre se intuye en las sonrisas de la tierra que me vio nacer. Sonreí yo también y me pregunté si mi metamorfosis vendría dotada de habilidades lingüísticas, así que me dispuse a intentar decir algo, solo por descubrir en qué idioma salía el aire de mi boca. Pero no llegué a decir nada porque de buenas a primeras a una de aquellas rubicundas y risueñas criaturas le explotó el corazón con cruel violencia. El asombro y el pánico fueron unánimes y fugaces, porque los otros corazones explotaron a su vez. Seguían un orden que por alguna razón deduje que respondía, a pequeña escala, al orden de los husos horarios, y siendo yo la más alejada, tuve el dudoso privilegio de observar la tarantinesca escena hasta el final, con su olor a hierro y la sangre tiñendo absolutamente todo el mobiliario y las bonitas cortinas. Mi esternón se abrió con la misma saña que todos los demás…


…Y volví a estar en el desierto.  De nuevo era yo, aunque tenía la ropa hecha jirones sobre el pecho y un susto de muerte en las entrañas. A estas alturas comprendí que estaba visitando realidades que yo mismo había creado, aunque mientras vagaba por aquellos otros mundos no tenía modo de reconocerlo, tan solo al recordarlos. Me adentré en el que antes fuera el tercer espejo, ahora el primero de los tres que quedaban.

Enseguida me llamo la atención una circunstancia sorprendente,
por alguna razón que escapaba a mi entendimiento,
 mi mente procesaba motu proprio todo en verso.

Esto no sería sencillo, lidiar con tantos cambios era ya bastante tragedia,
ahora además debería hacerlo sujeto a los mandatos de la rima y de la métrica.

Pensé “que se ocupe mi cerebro”, que a fin de cuentas ya lo estaba haciendo.
Y asomándome a la ventana vi un paisaje rural típico, resulta que estaba en un pueblo.

Los oriundos parecían consternados, había en la plaza un enorme revuelo.
No conseguían aclararse y en sus primitivos rostros podía verse el desconcierto.

Hablaban, entendiendo hablar como un eufemismo, sobre un monstruo sanguinario
que, según pude traducir de sus berridos, les estaba fastidiando.

Pero un tal Aurelio, un héroe improvisado, se había lanzado en su busca.
Escopeta en ristre se había aventurado al monte en pos de la guarida,
y lo cierto es que ahora sus vecinos y hasta su familia
 solo se preocupaban por heredar su hucha.

Yo no sentí ganas de bajar a mezclarme con la turba, ni de descubrir como responderían ante mi aparición.
Me limite a esconderme como pude, y así pase días en penumbras y ayunas, dejando al tiempo encargarse de la conclusión.

No tardó en acaecer la misma pese a que otra vez más adquirió tristes tintes trágicos.
Aurelio había vuelto peor de lo que se fue, convertido en un licántropo. Y dando rienda suelta a su insensatez, demostró ser un endriago abyecto y despiadado.

Hizo cuántos destrozos pudo a lo largo de la aldea,
 pero los aldeanos obviamente plantaron cara.
E hicieron de muchas casas teas en su determinación de darle caza.

En una de ellas me agazapaba yo, pensando en qué sería peor, si caer a manos de Aurelio el engendro o en las zarpas de la aglomeración.
Más fui purificado antes de que ninguno de esos dos temores pudiera tener lugar. Me vi rodeado de llamas y debo agradecer que el espejo me escupiera de vuelta sin torturarme mucho más…



De pie en el desierto, oliendo a ceniza y sin pelo, ya no me sentía tan agradecido por aquella “oportunidad”. Si la intención era refrescar aquello que me inspirara en otros momentos en pos de avivar mi motivación, el lance estaba llevándome a todo lo contrario. Empezaban a parecerme más bien una putada aquellas puertas. Y reconozco que me deje llevar un poco por el hastío y procedí a dar rienda suelta a un necio berrinche que me empujó a patear el suelo. Pero fue solo hasta recordar que mi idea original era precisamente la de enfrentarme a lo desconocido. Conseguí persuadirme a mí mismo recordándome que no siempre había escrito barrabasadas, alguna extraña excepción había en mi creación, y aferrándome a esa posibilidad como a un clavo ardiendo, me adentré por cuarta vez en la viscosidad.


Me sentí calmado, dueño de mí, experto. Aunque me dolían todos los huesos y mi vista estaba fatigada. Me vi rodeado de amigas y amigos, todas ellas personas veteranas como yo, de avanzada edad, pero que en aquel momento parecían infantes risueños. Estábamos disfrutando mucho en un local de planta baja en el que se había organizado un bingo, por pasar el rato más que nada. Temblaban los cartones en mis manos, por culpa del desgaste celular pero también de la emoción y en un maravilloso momento en que me acompañó la fortuna, me levanté haciendo caso omiso a los dolores reumáticos y grité: ¡Línea!
Qué contento me sentí entonces. Hubo algún gruñido de decepción pero no consiguió solapar las voces de reconocimiento y alguna que otra carcajada.
En esas estábamos cuando una patada derribó la puerta del local y vociferando rabiosamente apareció una horda de anacronismos.
Digo anacronismos porque claramente eran cavernícolas, y sin embargo vestían uniformes conforme a la época que nos tocaba vivir. Mi vista cansada no me permitía recrearme demasiado en los detalles, pero su experiencia me permitía ver otro tipo de cosas. Pude ver que aquella horda de patanes era idiota de cuna. Pude ver en sus ojos que eran el tipo de trogloditas que ponen retrovisores a las bicis estáticas. El tipo de necios que cortan el papel de culo con tijeras. Descerebrados capaces de intentar escupir a los aviones y enfadarse cuando la gravedad estrella el escupitajo contra sus rostros impávidos. En aras de evitarme redundar hasta el hartazgo, baste decir: el tipo de personas capaces de ofrecerser a cumplir órdenes tan infames como molestar y golpear a unos abuelos a cambio de un sueldo. Unos tarugos. Pero eso sí, armados hasta los dientes, con sus porras extensibles, sus botes de humo y sus pelotas de goma. Cómo no.
Hablaban de “timbas” y de “ley y orden”, mientras la farlopa en sus mostachos temblaba y sin otorgar el conveniente espacio para la reflexión que debería preceder a cualquier acción, comenzaron una cruel ofensiva contra todos los abuelos de la sala.
¿Qué podíamos hacer? Ninguna agresión sin respuesta, nihil inultum renamebit.
Nos pertrechamos y plantamos cara, usando las mesas a modo de improvisadas barricadas. Una pasión juvenil ya olvidada volvió a nosotros y nos inundó las venas de rabia y dignidad. Y aunque fue una batalla cruenta y desequilibrada en cuanto a las fuerzas, contábamos con una baza incontestable: la inteligencia.
Ellos pronto empezaron a agredirse mutuamente, confundidos por el tumulto. Uno intentó vaciarnos un extintor por encima, pero pronto no vio nada porque se le llenó la visera del casco de espuma, así que se lo quitó para poder ver, pero entonces la misma espuma se le metió en los ojos y salió de allí llorando y maldiciendo. Una elegía al intelecto. Claro que aprovechó la coyuntura para pintarse unas rayitas antes de volver a la carga.
Teníamos todas las de perder, nuestra rebelión tenía más carga sentimental y simbólica que garantías de éxito, pero no pudimos evitar defendernos, y al menos durante unos minutos, darles de lo lindo.
Muchos objetos hacían las veces de proyectiles en ambas direcciones, y hasta donde puedo recordar, mi sien se entrometió en la trayectoria de uno de ellos. De pronto me vi con la boca en el suelo y observando mi sangre brotar y formar un bonito charco, uniforme y de una extraña belleza. Cerré los ojos para coger fuerzas y retomar mi posición, pero cuando los abrí ya no era un abuelo en lucha. Ni siquiera estaba allí.



 En la que a la postre sería mi última vez en el desierto, con una jaqueca lacerante y hasta los cojones ya de la tontería, encaré la única puerta restante. Pensé muy mucho si merecía la pena adentrarme en una nueva tragedia, o si merecía la pena permanecer en lo que ya conocía.
Así, planteándome si mi último cartucho podría ser una nueva decepción, la definitiva, me persuadí fatigosamente de que no tenía sentido haber nadado hasta aquí para ahora desistir en la orilla.
Crucé la única puerta reflectante que había ante mí, y se obró un nuevo milagro.
Probablemente movida por la misma compasión que la llevara a presentarme aquellas cinco puertas en primera instancia, la irreconocible entidad responsable de todo aquello, fuera o no esta la caótica Fortuna, esta vez no me enfrentó a mis propios textos.

 Esta vez solo hubo una paz sobrecogedora, la quietud total. Aún con los ojos cerrados, una voz retumbó dentro de todo mi cuerpo y mi mente. Una voz con unas antiguas instrucciones tan sencillas como complejas: HAZ LO QUE QUIERAS.
Abrí los ojos y me encontré ante una vieja conocida: la inmensidad albar. El espejo más temible, la presión mental más íntima. El papel en blanco. Se me concedía crear la realidad que me viniese en gana y asumir sus consecuencias. Qué temible empresa. ¿Por dónde empezar?
Estaba de nuevo en el punto de partida pero esta vez desde dentro. Y si no supe decir cómo empezar cuando estuve fuera, tampoco sé decirlo ahora. Así que aquí sigo, arrostrando estas posibilidades inabarcables. Lo que pasa es que ahora mismo no se me ocurre nada. Ni albadas ni alboradas, ni ying ni yang, ni bien ni mal. No tengo ni idea de qué poner. Tenía razón aquel mentiroso de dos metros y mancha blanca en la testa (no yo, el otro, Holden, el que aspiraba a ser un guardián entre el centeno protegiendo a los niños del abismo): “para esto hay que estar en vena”. Pues ya me vendrá la inspiración, supongo. Si no la encuentro yo a ella, que me encuentre ella a mí.  De momento este infinito espacio vacío molesta, pero debo decir que no lo hace tanto como el mundo de ahí fuera. Al menos aquí dentro nadie espera de mí que vaya a trabajar.