sábado, 20 de junio de 2020

Manos a la obra


El asombro y la indignación fueron unánimes en el despacho del notario tras la lectura del testamento del viejo señor Bande. Se había congregado allí toda su familia; una decena de parientes ávidos de recoger cuanto antes la herencia que presuponían les había sido adjudicada. Todos se sentían optimistas y convencidos de su suerte por igual.              Aquella reunión triste en apariencia, con todas aquellas personas exhibiendo atavíos fúnebres y lágrimas de cocodrilo, escondía una intensa competición crematística carente de sensibilidad. Sin embargo, en el clímax de la ceremonia, descubrieron con horror que el anciano Bande les había negado legado alguno. No había ni un céntimo para ninguno de ellos. Y no era eso lo peor del asunto. Resultó que todo el patrimonio había quedado en manos de Teo, un joven atolondrado, irresponsable, altanero y que caminaba por la senda de la perdición, en línea recta hacia el abismo. 
  Todos atribuyeron la decisión del difunto a la demencia senil, e incluso, desde el resentimiento, alguno lo interpretó como una venganza personal. Varios de los parientes se quitaron la máscara del duelo e irguiéndose con enojo, aseguraron que encontrarían la manera de alterar el inexplicable curso de los acontecimientos, aun a sabiendas de que era un berrinche inútil. Luego todos se fueron, algunos entre reniegos, otros abatidos por la resignación, y fue tarea del notario hallar al afortunado Teo. 
  Tardó varias semanas en dar con él y cuando por fin pudo comunicarle su nueva situación, Teo ni siquiera pareció inmutarse. Ajeno a las formas y el protocolo, exhibió una indiferencia total por el fallecimiento del señor Bande, al que admitió no haber visto desde que era un niño. No se molestó ni en parecer padecer el perecer del viejo terrateniente. 
No obstante, acogió la noticia de su herencia con gusto evidente. 
   Había heredado una bonita granja, compuesta por una gran casa, varios establos y una extensión de terreno más que considerable. La casa reposaba en el centro de todas aquellas cuantiosas hectáreas de feraz tierra, que por otra parte, se hallaban bastante alejadas en todas las direcciones de los primeros indicios de civilización. 
   La granja, por orden expresa del viejo Bande, debía conservar el servicio contratado y perpetuar los mismos mecanismos de explotación de los recursos que había mantenido durante las últimas décadas. Y este era el único requisito impuesto al incomprensible regalo hecho al joven.
   Teo soportó con entereza la burocrática perorata en la que se le informaba de todos los detalles de la operación, cogió las llaves y propinó una insolente palmada a la espalda del notario, que no pudo sino alegrarse al ver al balarrasa aquel alejarse de su despacho para siempre. 

   El chaval llevaba hasta entonces una vida bastante difícil. Se había metido en incontables líos absurdos que le habían llevado a verse hasta el cuello de deudas y problemas. Sus excesos eran constantes y cuando por fin escapaba de un problema, se daba cuenta de que se hallaba entonces en otro aún mayor. Por eso aquel improvisto golpe de suerte le supuso un alivio, que su mente interpretó a priori como señal de su buena estrella, a posteriori de sus aptitudes tempranas que el viejo Bande supo reconocer, y ya en la cima de las ínfulas, de las merecidas grandezas que el destino reservaba para él. Había pasado de ser carne de prisión, de manicomio o de camposanto, a ser todo un ínclito señor, dueño de tierras y con criados bajo su mandato.

Y con estos aires tomó posesión de la vieja granja. El primer día el servicio al completo le esperaba reunido en el recibidor de su nueva, enorme y hermosa casa. Más de veinte personas que mantenían la sonrisa en el rostro, imperturbable, desde media hora antes de que él se dignase a aparecer, deseosas de causarle una buena impresión.
   Pero la verdad es que él entró por allí como lo haría un emperador enloquecido por el egotismo, y sin haber saludado, se limitó a dar órdenes a diestra y siniestra, empleando un tono adusto. Se desnudó, y escupiendo sobre el suelo recién encerado, actuó como un demente durante un par de semanas, alternando los gritos de euforia con los gritos a las personas encargadas de las tareas de la granja. 
   Vaya años de tiranía y despotismo les hizo sufrir. El servicio empezaba a dar por bueno al viejo patrón ausente, si es que «patrón bueno» no es más que un oxímoron consecuencia del síndrome de Estocolmo que padece en cierto modo casi todo asalariado, o al menos su estómago. Pero no solo atormentaba al servicio, sino también a los animales allí atrapados y al propio inmueble. Los desaires eran constantes, las extravagancias eran surrealistas y tan pronto estrellaba platos contra la pared entre carcajadas como pateaba al perro y al gato, los cuales se cuidaban de no acercarse en exceso a Teo el cruel.
   El ambiente en la vieja mansión se tornó irrespirable y el contraste entre el infierno que se había creado entre sus paredes y el aspecto exterior de las mismas, con su inmaculado frontispicio y el abundante reguero de girasoles y gencianas resplandecientes que la rodeaban, era algo difícil de comprender, casi antinómico.

Una de las estrategias que desarrollaron las personas atrapadas por esta infame situación, fue tan cándida como antigua: elevar sus plegarias a los dioses en busca de consuelo y alivio, y a poder ser, de soluciones. Los dioses encargados de mantener el equilibrio entre las fuerzas, seres multiseculares del orden divino más elevado, tenían un ojo para observar el mal y otro ojo para observar el bien, pero resulta que eran bizcos, así que se armaban líos con frecuencia. No obstante los humanos insistieron en sus peticiones, y no solo los humanos. La devoción se extendió por toda la granja. Empezaron a rezar también los animales explotados, y el perro, y el gato, y pronto en medio de aquel totalitarismo las palomas zureaban oraciones, e incluso aprendieron a rezar hasta las ratas. Aunque las más espabiladas entre ellas se preguntaban bajo qué justicia divina podría castigar ningún Dios a su propia creación por ser como él mismo la había creado. Pero las ratas listas solo se hacen las preguntas en silencio, así que callaban y retomaban diligentemente sus jaculatorios.

Cuando los dioses se dieron cuenta de que los propios gusanos imploraban auxilio desde aquel lugar maldito, decidieron intervenir. 
   Observaron la situación el tiempo necesario hasta comprenderla, y tajantes, decidieron cortar por lo sano. Sacaron a todas las víctimas del terror de la granja y obligando a Teo a asomarse a la espaciosa veranda, le comunicaron su castigo, con voz solemne pero cómicamente aguda, impropia de unos seres con su poder: sería alejado de todo individuo susceptible de sufrir sus escarnios, durante un tiempo indefinido, hasta que recapacitase. Elevarían su casa con él dentro hasta los cielos y la depositarían sobre nubes mágicas creadas por ellos mismos para soportar su peso; el del edificio y el de su cinismo inaguantable. El tiempo no correría para él, quedaba fuera del alcance de la muerte y sus intentos por hallarla serían inútiles. Sería provisto periódicamente de lo necesario para vivir merced a un séquito de cigüeñas que le abastecerían. Su única opción era corregirse. 
   Él respondió en los términos que cabría esperar del monstruo sin escrúpulos en que se había convertido: los llamo bizcos, necios, les escupió y les dio la espalda, riendo entre carcajadas blasfemas mientras su hogar ascendía dejando en el terreno bajo sí una gigantesca depresión huera rodeada de refulgentes flores amarillas en derredor.
   Uno de los dioses, en el último momento, tuvo un destello de sensatez que resultaría determinante: abrió un claro entre las nubes mágicas justo frente a la veranda y dejo en ella un catalejo, de modo que Teo, el demonio con el corazón de pedernal, pudiese observar el mundo que había quedado allí abajo, lejos de su alcance e influencia. 
   Así fue como pasó a habitar un islote celícola que recordaba a la prodigiosa Laputa, aunque el islote de Swift estaba habitado por personas extraordinarias y en este sucedáneo de Laputa solo vivía un cretino. 

Las primeras décadas de ostracismo fueron especialmente duras para el réprobo; a duras penas daba con la forma de entretener sus ocios. Se divertía escupiendo por el hueco entre las nubes a un mundo al que intentaba despreciar del modo más evidente posible, como desafío a las deidades punitivas. También se reía intentando patear las cigüeñas que le traían la comida, aunque estas lograban escapar siempre a sus puntapiés. 
Caminaba durante horas de un extremo a otro de la veranda sin fatigarse, pues era empujado al movimiento por su propia frustración. Y desde luego empezó a aburrirse cada vez más.
No tenía nadie a quien martirizar y esto era un atentado contra sus costumbres. Ni siquiera encontraba ya la gracia a infligirse daño a sí mismo, y lo cierto es que no le habían dejado allí arriba ni una sola gota de licor.
   Se aburrió más y más, y no tuvo otro remedio que aprender a sentarse en silencio y escrutar el mundo que había dejado atrás. Obligado a la introspección, por vez primera se hizo preguntas a sí mismo. Todavía no hallaba respuestas para las mismas, pero las preguntas ya le traían cierto consuelo per se.
   Se dio cuenta de que había adelgazado, estaba más fibroso, y esto le hacía sentir mejor. Madrugaba un día tras otro, pues estaba ya aburrido de dormir, y encontró este hábito a su vez beneficioso para él. Miraba a la humanidad en silencio desde su atalaya y un buen día empezó a obrarse el cambio. 
   Fue una tarde en la que el paisaje ante sus ojos, con intensos arreboles, habría secuestrado la vista a cualquiera. Pero él miraba mediante el catalejo hacia una lejana casa en la que un ser abyecto trataba con vileza y hostilidad a un niño pequeño que poco podía hacer por defenderse. Por algún motivo esta vez un espectáculo así no le pareció divertido. De hecho, llegó incluso a indignarse. Se incorporó como empujado por resortes y lanzó con todas sus fuerzas un cenicero que hacía muchísimos años que no tenía función alguna más allá de ornar, pero el intento fue ridículo. El cenicero, por supuesto, distó mucho de alcanzar a su objetivo. 
   Quedó fuertemente impresionado por lo que había visto, y odió a aquel maltratador, mientras la impotencia le consumía. 
Desde entonces, su espionaje se sucedió con más frecuencia cada vez. Y aunque se topaba con cosas bonitas mientras escrutaba la tierra con su ojo de cristal, no dejaba de admirarse ante la abundancia de abusos de poder y fuerza, de actitudes aberrantes y de injusticias capitales que parecían incontenibles. 
   La gente explotaba a inocentes. La gente bebía venenos. La gente procedía con arrogancia injustificable ante el prójimo. Empezó a odiar a la gente y despertaba junto al sol, atosigado por preguntas cada vez más punzantes.
Se sentía como un justiciero impotente.       Deseaba imponer orden a sangre y fuego ante todos aquellos insoportables escenarios de crueldad y se preguntaba por qué diablos los dioses no condenaban a todos esos tiranos a castigos como el suyo. Nunca obtuvo respuesta para eso, pero para que no os carcoma la duda como a él, os lo explicaré yo mismo: los dioses no daban abasto. Y siguen sin darlo.
   Empezó a consumirle la furia, y pasaba cada vez más horas pegado al catalejo, apuntando en una y otra dirección a toda velocidad. Ahora ya estaba demasiado ocupado asistiendo a la desgracia humana como para querer patear a las cigüeñas, a las que de hecho había empezado a agradecer. Y mejor para él, pues estas aves estaban más fornidas que nunca, tras largas décadas de subir hasta las alturas kilos y kilos de arroz, patatas, sandias, naranjas y cerezas para él, por no contar toda el agua.
   Había pasado de ser el demonio excluido a convertirse en el justiciero atado de manos, incapaz de actuar debido a la lejanía. 
   Y entonces su cerebro dio otro pasito más en el proceso de la enmienda. Entonces dejó de verse como un ser distinto a todos esos bastardos sanguinarios que cometían abusos... y se reconoció en ellos. Y recordó todo lo que él mismo se había dedicado a hacer. No podía aborrecer a unos demonios entre los que él había contado tantas veces.
   Gran parte de su impotencia se convirtió en vergüenza y arrepentimiento, e incapaz de contener por mucho más tiempo el peso de sus emociones, estalló a llorar. Y lloró muchísimo. Lloraba a todas horas. Cogía el catalejo y sentía impotencia, pero también sentía culpa. 
   Y lloraba desde la veranda y no llegaba a regar los girasoles y las gencianas que reposaban a cientos de metros debajo de él, pues las nubes mágicas se tragaban hasta la última de sus lágrimas.  
Estas nubes, que fueron acumulando una cantidad indecible de esas lágrimas, fueron hinchándose y oscureciéndose y pronto el peso del salado líquido empezó a hacerlas ceder. Aquel parecía ser el único peso capaz de desplazarlas.

   Las cigüeñas avisaron a los dioses de la situación. Cada vez se veían obligadas a elevarse menos para llegar hasta el proscrito, por lo que estos volvieron a observar por segunda vez a la granja y dieron el asenso a la explicación de las esbeltas ciconias. La granja descendía. Pero al ver el motivo del descenso, prefirieron no intervenir. El arrepentimiento era la llave que pondría fin a su encierro, eso era lo acordado, y se dijeron satisfechos que concederían al preso entre las nubes una solución bonita y autosuficiente, jactándose del encaje que lo resolvía todo como si fuese obra de su propio ingenio, cuando lo cierto es que eran unos vagos en el peor escenario de la vagancia: con demasiados quehaceres que afrontar. Y aquella novedad en aquel viejo castigo no era sino un imprevisto que acogíeron con tanta sorpresa como alivio.

Teo continuó con su plañir apoyado en la veranda. Y las nubes estaban ya en disposición de estallar en litros imparables, así como había estallado él mismo. Pero al ser nubes mágicas no podían llover, así que continuaron engordando, negras como la pez, y descendiendo a una velocidad cada vez mayor. 
   Cuando la granja estuvo a menos de dos metros del suelo, Teo era alguien completamente distinto al crápula que había subido muchísimo tiempo atrás, y había alcanzado un nivel admirable de comprensión. Bajaba absolutamente decidido y ya no ardían en él las pasiones del rencor y la venganza, tan solo un pulcro y recto sentido del deber. No cabía considerar obligar a los demás a corregirse, pero estaba determinado a acometer cien bondades por cada maldad ajena que se diese. No pudo ni esperar a que el edificio tocase el suelo, se remangó y se apeó de un salto tan pronto como pudo permitírselo. En el mundo había, y hay, muchísimo por hacer. 



jueves, 11 de junio de 2020

Hamburguesas de unicornio


En la dimensión fantástica, que además de fantástica es mágica, hermosa y pacífica como ninguna otra, tienen su hogar las criaturas más peregrinas que puedas concebir. Allí cohabitan afablemente los seres más dispares: gigantes, unicornios, gnomos, sirenas, orcos, centauros, grifos, perros verdes, el hombre de arena, el de las nieves, hadas, dragones y en definitiva los individuos más disparatados y rocambolescos. Si hubiese un pepero con escrúpulos, estoy convencido de que este sería su lugar. A tal extremo de la fantasía llega la fauna de esta dimensión. 
Su entorno está, por supuesto, a la altura de sus huéspedes. Ríos de oro, frutas que saltan a las manos mientras se pelan solas, piedras mágicas, arbustos curativos infalibles, los legendarios calabacines con sentimientos de los que tanto hablan los carroñeros de otras dimensiones (¡y yo que siempre los consideré una retrechería infantil!), nubes que cambian de color, montañas de gelatina y quince mares, unos de agua salada y otros de agua dulce como las fresas maduras. En la región sudeste de la dimensión se yergue, imponente, el gran palacio de topacio, única construcción de toda la dimensión y que tiene capacidad para hospedar a todas las criaturas a la vez, si estas así lo desean. Un palacio con incontables pasillos, ventanales, habitaciones y con una larga serie de puertas, pórticos y portezuelas que conducen a las otras dimensiones, aunque solo pueden abrirse desde este lado. 
En este espectro, que coexiste con el nuestro y con muchos otros, formando parte de la misma existencia pero desarrollándose en un nivel distinto, impera la armonía. No precisan de autoridad alguna y, sin embargo, cada cinco mil años tiene lugar una ostentosa ceremonia que releva el poder de manera simbólica. La sagrada “Cayada de las decisiones”, bastón ancestral con una gran cornalina incrustada en su empuñadura, cambia de mano. A su portador se le concede la gracia de tomar decisiones importantes e irrevocables, aunque se otorga tanto poder a un solo individuo porque se tiene plena confianza en cualquiera de ellos por igual, todos comprenden y conservan el equilibrio igualitario que caracteriza a su dimensión.
Y, tras cinco mil años de un poder tan conservador como lo fueron todos sus antecesores, llegó un día en que la Cayada de las decisiones fue a parar a la pezuña de un joven e impetuoso unicornio amarillo. Este tuvo algunas ideas brillantes que fueron muy bien acogidas por sus contemporáneos, pero hubo una en concreto que lo cubrió de gloria para siempre. 
Mientras paseaba por el Palacio de topacio, dándose golpecitos en el cuerno con la Cayada de las decisiones, se detuvo un momento a observar la poterna que conducía a la dimensión humana y se preguntó a sí mismo: “¿Por qué no invitar a un par de ellos?”, y con esta idea se fue a dormir, ansioso por comunicarla al día siguiente en la gran asamblea.

Ante tamaña ocurrencia, una vez expuesta, las criaturas de la dimensión fantástica reaccionaron con excitación. Era algo que ni siquiera se les había pasado jamás por la cabeza. El único orden, secular e inamovible, que habían conocido, establecía que los humanos tenían su propio espacio y que estaban muy bien allí. Pero la posibilidad de traer a dos de ellos como invitados de honor, para estrechar lazos y enriquecerse con el intercambio, ahora les parecía una genialidad y se reprochaban no haber dado con ella mucho antes. Bendito unicornio amarillo, qué listo era. 
A la mañana siguiente, con gran pompa y entre rituales colmados de buenos augurios, se abría por primera vez en milenios la poterna que delimitaba la dimensión fantástica con la humana.
Como ninguno de ellos quería atravesar el portal interdimensional hacia el otro lado, sino simplemente acoger a quien viniese de él, se limitaron a esperar, con admirable paciencia dado su entusiasmo, hasta que al fin alguien respondió a la invitación.

En el otro lado, Manuel Paredes y Manuel Jacinto Sánchez, dos manueles cualesquiera, volvían a casa después de una dura jornada de trabajo intercambiando pareceres; los mismos pareceres que llevaban años intercambiando a diario, sobre fútbol, política, programas de televisión y demás basura ideada solo para entretenerlos y hacerles sentir parte de algo mientras el dinero, o más bien las cuatro personas que lo detentaban, lo engullían todo. 
Pero aquella tarde era especial. Una especie de gran círculo humeante, con un interior que parecía líquido y rojo, como una cornalina disuelta, brillaba tras el muro de un viejo descampado que servía de picadero para gatos y adolescentes y que formaba parte del hermoso paisaje que adornaba el eterno trayecto de casa al trabajo y del trabajo a casa.
Primero permanecieron un rato turulatos ante la aparición, después se acercaron, e indecisos, pues algo les llamaba a atravesar el aro mágico, lo resolvieron de una manera consensuada e intelectual, como suelen hacer los humanos. Uno empujó vilmente al otro por la espalda y este cayó dentro del aro agarrando al primero y arrastrándolo consigo.

Los manueles cayeron de bruces en la dimensión fantástica y casi se orinan en los pantalones al ver al séquito de bienvenida que aguardaba deseoso su irrupción. Retrocedieron por el suelo como buenamente pudieron, apoyándose en las manos y gateando panza arriba, como cangrejos borrachos y horrorizados, hasta dar con sus lomos contra la gruesa, y por otra parte tallada con esmero, pared del Palacio de topacio.
Las criaturas fantásticas se las ingeniaron para hablar en algo parecido al idioma de sus estupefactos invitados, y merced a un discurso muy conciliador y diplomático y a gestos amables y comedidos, consiguieron al final serenarlos.
Les dieron la más profusa bienvenida y les obsequiaron con muchos regalos pequeños pero de gran valor, al menos en la dimensión fantástica. 
Durante los tres siguientes días, los dos humanos, desbordados por la imprevista situación, se esforzaron en fingir modestia y buenos modales, intentando disimular su confusión a la vez que se dejaban agasajar. 
Ese mismo día que resultaba ser el tercero, los llevaron, a lomos de corceles alados, a una suerte de visita turística que les permitió ver los más recónditos y fabulosos enclaves de la dimensión, sus selvas, sus montañas, sus mares. Ellos observaban todo estupefactos e incrédulos, frotándose los ojos ante lo que interpretaban como el colmo de las ensoñaciones. Ni siquiera estaban convencidos de estar despiertos.
Y al concluir la jornada, tras un opíparo banquete frutal, descansaban en sus suntuosas cámaras, reservadas para los huéspedes de honor, cuando uno le dijo al otro:
- Oye, Manuel.
- ¿Qué quieres?
- ¿Te has fijado en lo amables y generosos que parecen todos aquí?
- La verdad es que son un encanto –admitió el otro bostezando y sonriendo a la vez.
- ¿Y no te parecen… demasiado encantadores?
- No sé a dónde pretendes llegar –respondió incorporándose empujado por un súbito interés.
- Bueno… lo cierto es que no he visto ni rastro de armas. ¿Tú sí? El Palacio de topacio no está fortificado, ellos no se atacan entre sí, ¡incluso el cuerno del que parece ser su líder está romo!
- Ahora que lo dices, lo cierto es que sí aparentan ser seres de lo más pacífico –asintió de voz y gesto el segundo Manuel.
-La palabra no es “pacífico”, alma cándida. La palabra es INFERIOR. Algo me dice que estas criaturas no están ni de lejos en disposición de defenderse. ¿Comprendes lo que implica eso? Podemos apoderarnos de todo esto sin dificultad. Entonces seremos los reyes aquí y haremos lo que nos venga en gana con estas tierras de cuento de hadas. 
Su compañero dio un respingo e irrumpió en un caudal de desaprobaciones y dudas sobre los proyectos que comenzaban a pergeñarse en aquella habitación, pero la insistencia y sobre todo, las promesas avaras que mascullaba el primer Manuel, terminaron por moverle a una especie de complicidad cobarde, de esas que titubean en la acción, pero se regodean si el resultado acompaña y huyen despavoridas cuando no es favorable. 

Apenas una hora después, ya habían trazado un plan que acometieron sin más dilación. Se deslizaron entre las sombras de la noche, robaron la Cayada de las decisiones y empuñándola, se dirigieron al aposento del unicornio amarillo, al que encontraron durmiendo y al que machacaron el cráneo con la respetable vara hasta que quedó destrozado. 
La adrenalina les hizo lanzar un alarido triunfal que desgarró el silencio de la noche fantástica y que advirtió a todos los que habitaban aquella dimensión. 
Sin embargo,los lugareños no estaban preparados para la violencia. Los dos manueles pronto redujeron y sometieron a aquellas criaturas, sin que ello llegase a suponer esfuerzo en momento alguno. Incluso los gigantes y los orcos reaccionaban con mansedumbre ante los ataques humanos.

De este modo atroz se convirtieron en la primera autoridad jerárquica de la historia de la dimensión fantástica e impusieron su orden del pánico y la violencia a lo largo y ancho de la misma. Pero la bulliciosa excitación que les supuso tal gesta, la gloria de su nueva y exultante posición no les satisfizo más que tres días contados. Los habitantes de aquel lugar eran tan rematadamente mansos, oponían tan poca resistencia y les importaba tan poco acceder a la adoración, que el poder les resultaba insípido. Parecía que de haberlo pedido de buena manera, habrían accedido del mismo modo a concederles el poder que ahora tenían. 
Así pues, resolvieron exportar su nuevo poder, en un intento ansioso por dotarlo de significado. 
Se acercaron a la misma poterna interdimensional por la que habían entrado apenas una semana antes, día arriba, día abajo, y decidieron conectar sus nuevas riquezas a un mundo en el que estas sí causaran envidia y admiración en los demás. A un lugar en el que su ego se viese enaltecido por la inferioridad ajena, o más concretamente, por la consciencia ajena de la inferioridad. 
Ellos, ignorantes, no tenían ni idea del funcionamiento de la Cayada de las decisiones. No podían siquiera sospechar que solo respondía a los deseos que decidía ejecutar su legitimo portador, portador que yacía exánime con la cabeza hecha puré desde hacía días y que no podía ya revocar ni alterar ninguna de sus decisiones pasadas. El portal seguía abierto, pero solo para ellos dos. La Cayada no les obedecía y tampoco podían transportarla al lado humano, no podían traer a ningún humano a observar el territorio colonizado ni podían arrastrar criaturas fantásticas al lado humano. Parecía que iban a verse resignados con el consuelo de  escapadas esporádicas al dominio fantástico, a atemorizar a sus seres y sentirse emperadores, ¿pero de qué les servía eso? Ni siquiera iban a obtener la admiración de sus semejantes, difícilmente les creerían y hasta correrían el riesgo de acabar con una camisa de fuerza.

En un arrebato de brillantez, el primer Manuel se pronunció entonces en estos términos:
- Fabricaremos un imperio aquí y lo venderemos allí. Piénsalo. Explotaremos toda esta materia prima y nos bañaremos en oro en el otro lado. Las posibilidades son infinitas: hamburguesas de unicornio, almohadones de pluma de corcel alado, kilos de manteca extraídos de Grifo ecológico y Bio, lágrimas de hada que aumentan la potencia sexual, abrigos de piel de orco solo para gente potentada y que sabe demostrar su glamur, ungüentos mágicos hechos con arbustos del más allá. ¿Qué importa si nos inventamos las propiedades de las cosas? Lo único importante aquí es vender. No nos creerían si les decimos que hemos estado aquí, pero cuando tengan todos esos productos en las manos, entonces los venderemos como churros. 

Y lo cierto es que el plan funcionó a las mil maravillas. Crearon un verdadero campo de concentración en la dimensión fantástica, donde la carnicería era imparable. Descuartizaban unicornios y grifos, desollaban orcos, deforestaban a troche y moche, montaron una cadena de hadas que lloraban a latigazo limpio llenando incontables frascos con sus secreciones oculares y toda esta mercancía era arrastrada día y noche por legiones de gigantes a los que habían colocado gruesas traíllas.
Mientras tanto, en la dimensión humana, lo primero que hicieron fue comprar el descampado con el muro en el que aparecía para ellos el portal, colocándolo de tal guisa que quedaba en la trastienda del edificio que construyeron allí mismo, maldiciendo no poder traerse unos cuantos gigantes para tal propósito y en el que obtenían pingües beneficios con sus productos fabulosos. 
El gobierno humano siempre tuvo ciertas suspicacias por la naturaleza de dicho negocio, sus condiciones de salubridad, sus bases, procedencia y método. Pero funcionaba tan bien, que el gobierno, que no era sino otra empresa más ahogada por la deuda con los banqueros, hizo la vista gorda y lo aprobó todo esperando su pellizquito con desesperación.

Esta vil tiranía entre los mundos se alargó durante décadas. Para entonces la dimensión fantástica ya se había convertido en una gravera, un lodazal. Deforestada, saqueada, esquilmada, apestando y llena de basura y colillas, no quedaba ni rastro del esplendor que la había hecho ser durante milenios el lugar que uno siempre deseaba visitar en sueños.
Y la suerte de los habitantes de dicha dimensión fue que el par de cenutrios humanos llevaron tan mal el éxito como de costumbre. Pronto se acostumbraron a pasar el día bebiendo, embriagados de ego y alcohol. Alcohol carísimo, huelga decir. Dilapidaban su fortuna en juego, en apuestas estúpidas, en drogas estúpidas. Y no pudieron soportar ese ritmo de autodestrucción frenético en la cúspide demasiado tiempo, por lo que murieron más pronto que tarde, poniendo fin no solo al tráfico de mercancías entre ambas dimensiones, sino por añadidura a las relaciones entre las mismas. Murieron entre estertores horribles ambos a la vez en el mismo hospital, y nadie supo nunca nada del portal. El muro siempre mostró su aspecto habitual para el resto de humanos. 
Simplemente un día su tienda de productos fantásticos apareció sellada a cal y canto y con un cartel explicativo que rezaba: “Cerrado por defunción”. El gobierno entró en depresión por perder una fuente de ingresos de tal calibre con la que contentar a sus dueños de la banca y los ciudadanos avispados empezaron a vender sucedáneos de los productos fantásticos que tanto éxito tuvieron las décadas anteriores. 

Eso sí, en la dimensión fantástica se suspiró de alivio cuando empezaron a transcurrir los días y las semanas sin que aparecieran los esclavizadores humanos. Poco a poco fueron asumiendo su reconquistada libertad y liberándose de las cadenas. Empezaron a sembrar y a desmontar la maquinaría montada. Volvieron a sonreír y a ayudarse mutuamente hasta que restablecieron algo parecido a lo que fueron sus vidas antes de la época oscura, de la cual aprendieron, y mucho.
¿Por qué la aceptaron? ¿Por qué no se rebelaron? Bueno, tenían ante sí el más nítido ejemplo de aquello en lo que te convierten la malicia, la avaricia o la crueldad. Lo último que querían era terminar transformados, ni lejanamente, en algo parecido a esos dos individuos a los que habían presupuesto equivocadamente como bondadosos. Sabían que no hay mal que cien años dure, y aún menos el humano. Sus vidas eran muchísimo más largas que las de los manueles. Aprendieron la valiosísima lección, y, tan pronto como se sucedieron los cinco milenios de rigor y una nueva criatura asumió el control sobre la Cayada de las decisiones, las viejas cicatrices condujeron de inmediato a proceder con sensatez: se construyó un foso de lava en el espacio entre las dos dimensiones. Se tapió por tres veces la poterna. Se aherrojó con quince candados y se decretó como inaccesible el lugar. Luego tomaron las quince llaves y fueron lanzadas en lo más profundo de sendas fosas abisales, una por cada mar. 


sábado, 6 de junio de 2020

¡Guerra!


Los primeros rayos del sol despuntan sobre el campo de batalla, desplegando una tímida luminosidad incipiente que pronto se expandirá y terminará por abarcarlo todo.
En este escenario tendrá lugar hoy la enésima batalla, se ha perdido ya la cuenta, de una guerra milenaria. Los motivos de este sangriento conflicto, si alguna vez los hubo, se disiparon con el transcurrir de los siglos. No puede afirmarse que alguna vez este combate tuviera objeto alguno. Pero aun suponiendo que así fuese, si alguna vez fue inevitable, lo cierto es que hace ya demasiado tiempo que dejó de serlo. Hoy esta guerra se libra, prácticamente, por puro capricho. Y por lucro, claro está, que siempre hay quien sabe rentabilizar cualquier capricho, en especial aquellos que se enmarcan en un contexto bélico.
Los motivos pueden ser vagos y abstractos, pero los bandos sí están claramente definidos. Por un lado está el que siempre ha sido el bando agresor, el bando invasor, la ofensiva.

Este ejército es de integridad y naturaleza más que cuestionable. Está compuesto por los individuos más abyectos de entre su especie. Verdaderos mamarrachos que han sabido encontrar en la guerra despiadada una vía de escape para todas sus frustraciones vitales. De alcurnia cobarde, recurren a todo de tipo de ardides, tretas y armadijos para lanzar sus ataques. Se agazapan como sabandijas y, desde la distancia, abren fuego con sus escopetas. Si pudieran, llevarían a cabo la guerra desde el sofá de su casa y presionando un botón, así de valientes son. Absolutamente negados para cualquier confrontación en igualdad de condiciones, si su ineptitud para el choque cuerpo a cuerpo causa sonrojo, su incapacidad para el choque mente a mente clama al cielo.
Este ejército ancestral, al que han pertenecido los seres más abominables de cada generación, se distingue por exhibir armas de enorme longitud, que no son sino un apoyo para aliviar el atentado a su ego viril que les supone tener un pene diminuto. Cuanto más corta la verga, más larga la escopeta. Podrías elaborar, a simple golpe de vista, una clasificación fálica del batallón entero partiendo de esta premisa tan sencilla.
La ventaja que les otorga sus métodos mezquinos y medrosos, su estrategia de atacar desde la mayor distancia posible y por la espalda, es tanta, que pueden permitirse flirtear con el alcohol sin que esto suponga para ellos óbice alguno en su campaña bélica. Con mucha frecuencia se puede observar a estas hordas de gañanes, beodos como cubas, apoyar sus larguísimas escopetas contra los árboles, para luego sacar sus pililitas al viento y orinar sin darse cuenta de que están salpicándolo todo: las botas, sus pantalones, las escopetas, absolutamente todo.
El alcohol quizás despierte en el fondo, muy en el fondo de la sentina que tienen por alma, algo parecido a lo que en las personas normales puede llamarse escrúpulo, y esto les crea una vaga carga de conciencia que les empuja a preguntarse por qué están tomando parte en toda esta violencia infame. Pero su sed de sangre encuentra recursos enseguida para acallar la vocecita. “Es necesario”, “La naturaleza me ha elegido a mí para ocuparme del equilibrio”, “Siempre se ha hecho”, “Es legal” y demás subterfugios cimentados sobre el lodazal. Recursos estúpidos, pero brillantes para la materia gris que los engendra, y desde luego más que suficientes para echar otro trago, pasar el paño sacando lustro al largo caño y buscar de nuevo rivales a los que abatir.
Orgullosos de su propia mediocridad, jactándose de sus actos cagones, los cuales son tildados por ellos de heroicidades, se vanaglorian ante los demás de su desempeño en combate, incluso en esas frecuentes ocasiones en las que se ven obligados a alterar las condiciones para forzar ventajas escandalosas.
Son necios. Están frustrados. Están apocados y encogidos. Suelen estar borrachos. Pero eso sí: están armados hasta los dientes.
Se presentan en el campo de batalla con todo un arsenal. El terreno estudiado, trajes de camuflaje, crueldad sanguinaria, trompas y tramposos, cargando con más armas de las que van a necesitar, con un incontenible prurito por la saña, descabalados y con demasiado dolor que desahogar a cualquier precio. El bando invasor ha ocupado posiciones y se prepara para abrir fuego y dar inicio a la feroz batalla de un momento a otro.

¿El otro bando? El otro bando está compuesto por individuos que no saben que hay una guerra. No tienen ni la más remota idea de que hay, o ha habido nunca, una guerra. Están en el campo de batalla porque para ellos el campo de batalla no es el campo de batalla sino su hogar. Pacen mansos, ajenos a todo. El ciervo saltarín, la jabata nefelibata, el zorro escurridizo. Disfrutan de las flores, del rocío en las flores. Acercan a sus cachorros al río y se bañan con ellos. Si les dijeses que hay una guerra, probablemente huirían. Jamás provocaron al otro bando, jamás fueron culpables de ninguno de los pretextos que los invasores esgrimen como razón de peso para su ofensiva. Y si hubo algún malentendido, siempre hubo también otras formas de resolverlo. Pero el bando invasor no quiere saber nada de soluciones pacíficas, exige muerte y destrucción.
El bando inocente, compuesto por animales cuya desgracia es no pertenecer al colectivo humano y que solo pasaban por allí, no tiene modo de defenderse. Tan solo sus garras y colmillos, pero precisamente por eso son disparados desde tanta distancia como sea posible. No tienen como replicar. Ni siquiera tienen la capacidad de ondear una bandera blanca que simbolice su rendición. De una inocencia inmaculada, están a punto de vivir el mismo martirio gratuito que vivieran sus ancestros, y retozan en la hierba sin sospecharlo.

Así que uno de los gañanes con micropene hace una señal y pronto se desata el infierno. El plomo perfora a las víctimas, agujerea su pelaje, destruye sus huesos y arterias y la sangre empieza a regar el monte, para regocijo y diversión de los demonios invasores. Algunos de los atacados intentan huir, pero es inútil, está todo sembrado de trampas para poder acabar con ellos haciendo el menor esfuerzo posible, como mandan los cánones de la cobardía. La masacre se sucede durante horas, entre chillidos agónicos y vítores ebrios, y solo cuando el ejército invasor ha abusado lo suficiente de su situación de poder, solo cuando ha atropellado lo bastante a las criaturas indefensas y la adrenalina que se dispara en sus organismos al cometer injusticias crueles empieza a descender, solo entonces pone fin a la contienda.
Recolectan los restos de las víctimas, para poder relamerse rememorando, para tener con qué aplacar el síndrome de abstinencia que les crea la sangre inocente, y los colocan artísticamente para entonces sacar pecho ufanos.
Y entonces, vuelven a casa. Los que han cazado menos tal vez peguen a sus hijos y mujeres para terminar de desahogar lo que no consiguieron desahogar en el monte, resentimiento agravado por los efectos del alcohol y del éxito de sus compañeros. Un gañan lo es las veinticuatro horas, no se conoce caso alguno de imbecilidad parcial capaz de brillar solo en un determinado contexto.

El monte queda en silencio, lleno de árboles astillados, de extremidades, de sangre empapando las raíces y los tallos de la flora; ahora hay muchos menos animales sobre el escenario. Pero no llames a esto paz. No lo es. Es una tregua unilateral a la que también son ajenos los animales supervivientes. Y como todavía quedan animales vivos que han conseguido escapar hoy a la locura, mañana mismo la tregua se romperá. El ejército invasor volverá a la carga, con sus rifles, con sus cepos, con sus frustraciones y su alcohol. Mañana mismo. Y pasado mañana también. Siempre que los mamarrachos violentos puedan pagárselo o hasta que absolutamente todo haya muerto. Ten cuidado de no pasear entonces por allí, porque su fijación con el asesinato no conoce límites y no serías el primero en salir en los periódicos como “accidente de caza”.

Para ti es la tranquilidad del paseo por el campo. Para los animales es su hogar. Para los gañanes es el campo de batalla. Y nos vemos obligados a compaginar esas tres visiones tan distintas en el mismo lugar.

Pero no todo está perdido. Aún queda algo a lo que aferrarse. Busca a los saboteadores de caza y ayúdales como puedas. Tal vez algún día la sinrazón toque a su fin.








miércoles, 3 de junio de 2020

No habrá una florecilla más


De entre todos los pequeños goces que conformaban su felicidad, retozar entre las jaras se presentaba para él como uno de los mayores y más valorados. Aquellas flores blancas no solo eran hermosas por sí mismas, no solo constituían una visión capaz de hacer crecer en él verdadero amor por la existencia y los renglones en los que esta era escrita, además representaban lo que sin duda él más apreciaba: la primavera. Con la primavera llegaban los deshielos, se desperezaba el espíritu y se abría los ojos a una nueva vida que estallaba con fuerza en cada tallo y cada rayo de sol incisivo y salvador.
No podía sino regocijarse y abandonarse sin mesura a la sensación de la promesa que se cumple al fin tras una larga espera. Saltaba entre los parterres, respondía con trémulos silbidos a los pájaros canoros y se sentía parte de ellos mismos. Una fracción fundamental de las abejas, del murmullo del arroyo que venía desbordado de lo que en tiempos peores fueron nieves silenciosas pero que ahora fluían sonoramente; una fracción vital de cada ruiseñor, de cada cerezo, de cada nube con forma de lo que él quisiese creer, admirando el ensoberbecimiento de la naturaleza en su generosa majestuosidad, según él inmerecida para todos aquellos que no saben valorarla, que aunque parezca mentira, no son pocos.
Él nunca pecó de semejante desinterés indigno. Sabía pasar horas sentado a la sombra de cualquier árbol, ahora frondoso y exuberante, admirando con solemne respeto la vuelta a la vida en parajes hasta hace poco yermos. Podía sentir palpitante la estrecha relación entre la crecida del río y la fuerza que irrumpía en su propia sangre, desbordando el turbión de su vibración, de su energía, de su virilidad, de su vida. Todo manaba de la misma fuente, todo brotaba del mismo venero.
Las visiones del inabarcable lienzo cerúleo y la disposición caprichosa y siempre novedosa de las nubes que lo adornaban, le incitaban a menudo a intentar recrearlo, ora en telas que pintaba con aceites, ora en palabras que elegía con esmero y colocaba suavemente en cualquier hoja valiéndose de un lápiz. Experimentaba un amor sincero y humilde por la primavera y cuanto esta traía consigo. Ella le hacía sentir muy pequeño y también le hacía sentir muy grande. Y lo que más le henchía el corazón era compartir todo aquello con aquella muchacha con nombre de florecilla silvestre, inmarcesible aunque fuese en engañosa apariencia, que también era capaz de apreciar con devoción las maravillas en forma de ofrendas vitales que arrojaba a manos llenas la primavera. Ella vino mientras pudo desde el pueblo próximo a observar las flores y recrearse junto a él en la paz y en el grácil gorjear de los pájaros rumbosos.

Por eso aquel trágico y subitáneo suceso que truncó la primavera de un modo insólito, imponiendo de nuevo un invierno al que creía haber despedido ya, supuso un verdadero mazazo para él, para sus gozos y deleites.
Atravesó una breve fase de negación, pensó que debía ser un día tonto, un día de mal tiempo, frío y tonos grises, enviado por los cielos para dignificar y enfatizar los días de cálido colorido. Que pronto todo volvería a la normalidad. Pero no pudo sostener su autoengaño demasiado tiempo. Volvía a ser invierno. Invierno a destiempo. Invierno en el punto álgido de la primavera. Y esto derrumbó su alma, la que apenas horas antes había sentido como incólume.
Incapaz de enfrentar la situación, a seguido se hundió miserablemente. Al verle postrado en su cama, su familia se atormentaba, incapaz de aliviar su reacción. Pensaron que había perdido la cordura. Les faltaba información sensible. Tal vez un exceso en el arrechucho primaveral le había llevado al otro extremo. Para sus familiares, no había tanta diferencia entre el invierno y la primavera a fin de cuentas. La vida seguía su curso implacable, para quienes tenían la suerte de participar todavía de ella.
Su madre le traía solícita y regularmente todo tipo de cordiales al lecho, que él rechazaba con la obstinación del desencanto.
Su padre se engolaba la voz para explayarse en sabias peroraciones sobre las ambigüedades de la dualidad, sugiriendo al hijo no caer en la trampa del maniqueísmo, ser capaz de valorar todos los hermosos tonos grises que mediaban entre el blanco y el negro. Pero los esfuerzos eran tan bienintencionados como inútiles, el muchacho continuaba aletargado y sordo a cualquier hálito cargado de esperanzas o razones.
El primer síntoma de cambio tuvo lugar cuando, a fuer de lamerse las heridas, el chico se hizo entender a sí mismo que nada podía alargarse por siempre jamás. Tal vez era una idea prudente volver a adoptar la postura paciente de cada invierno y limitarse a esperar, pese a lo injusto y fuera de lugar de este invierno en particular, que no era sino un anacronismo en toda regla. Así dio un pequeño paso, un pequeño paso enorme, y decidió que si tenía que soportar el doble de invierno, al menos no lo pasaría en el fondo del abismo. Esperaría como siempre, y como siempre llegaría la primavera, y quién sabe si, visto lo anómalo que podía llegar a ser todo, esta vez para quedarse definitivamente. La eterna primavera con su florecilla risueña, la solución por antonomasia que cualquier arbitrista debería considerar como la máxima prioridad.
Dicho y hecho. Con resignación, empezó a cerner su actitud ante la adversidad. Y lo cierto es que demostró mucha paciencia, mientras a través de la ventana el frío y la escarcha le recordaban a diario su pena. Durante días, durante semanas, durante meses, durante años. El invierno eterno, una perpetuidad inverniza que parecía sacada de la literatura rusa.
La lógica que sustentaba su resistencia estoica empezó a tambalearse. Un invierno que se presentaba de improvisto aplastando a la primavera era algo rocambolesco, pero asumía con humildad su propia incapacidad para hallar explicaciones satisfactorias. ¿Pero un invierno que no se acababa jamás? Esto ya era excesivo, misterio y castigo en demasía.
Por lo tanto, harto de esperar y de vivir en la aflicción, se levantó resuelto y comunicó a sus padres su decisión irrevocable: saldría a buscar la cura a su tormento. Lo que equivalía a decir que saldría en pos de la primavera o de la fuente de este invierno sin fin, lo que antes encontrase. Sus padres sollozaron ante la partida inminente de su hijo querido, pero sería mentir afirmar que preferían verlo gañir a verlo entregado al combate rebelde y dignificante.
La madre le preparó un hatillo, le dio sabios consejos y le otorgó toda suerte de viandas y viáticos, aunque por más que lo preparase a ella siempre le parecía poco. No obstante tuvo que poner fin al avituallamiento ante las protestas tímidas del chaval, que muy en el fondo acusaba el temor a echar de menos cualquiera de los recaudos que ahora pudiese rechazar.
El padre fingió dureza, de manera tan masculina como estúpida, pues en el fondo no engañaba al muchacho, ni engañaba a la madre, ni siquiera se engañaba a sí mismo. Cambió las peroratas de voz tonante por una breve arenga de voz quebrada, y dándole un afectuoso abrazo, le deseo la mejor de las suertes, mientras veía al chico partir.

De esa guisa, armado con su determinación, sus ganas de ver el sol y con los besos, consejos y víveres con que le había colmado su familia, salió por primera vez en su corta vida a enfrentarse a lo desconocido.
Y anduvo errabundo de un sitio para otro durante muchísimo tiempo. Su peregrinación fue toda una experiencia que abarcó tantas venturas y desventuras, que a duras penas puede ser explicada, solo se puede imaginar.
Conoció gente de toda índole, de todo abolengo, preguntó a meteorólogos, a poetas, a filósofos, y ninguno supo darle una respuesta convincente, sus preguntas les desconcertaban.
Tras recorrer medio globo, pensó que tal vez estuviera yendo en la misma dirección y a la misma velocidad que el invierno mismo, por lo que resolvió deshacer el extensísimo camino andado y desplazarse en dirección contraria. Pero aquello tampoco dio resultado, pues partiendo de la misma premisa, le habría bastado con esperar permaneciendo en el sitio, y aquello definitivamente no puede decirse que funcionase.
El invierno era omnipresente y amenazaba con arrastrarle a la desesperación, pero el jamás se dio por vencido y pensó que no se rendiría sin dar un paso más. En algún lugar terminaría por encontrar la solución.

Cuando lo conocí yo, quedé bastante impresionado por su presencia. Estábamos sentados en el mismo vagón de un tren que recorría las zonas más áridas de África. El calor era bochornoso y cada de nosotros hacía lo posible por aplacar su rigor. Algunos se abanicaban, otros se mojaban la cabeza desde la coronilla hasta el gollete, y absolutamente todos buscábamos la sombra. Excepto él. Él iba atildado con una chaqueta gruesa, y refrotaba sus manos como intentando calentarlas, expeliendo su resuello de tanto en tanto en ellas. Podía ver en los rostros del resto de pasajeros que todos pensábamos lo mismo: “este chico no rige, se está poniendo en peligro neciamente”. Pero luego llegué a entender que posiblemente él pensaba lo mismo de todos nosotros.
Me senté a su lado movido por la curiosidad y el desconcierto, y me dijo únicamente que buscaba el horizonte en el que claudicaba el invierno. El cese definitivo del estigio frío que le calaba el corazón y los huesos. Yo no conseguí entenderlo en primera instancia. Pero lo fui comprendiendo con el paso del tiempo. El tren iba de estación en estación y yo observaba al chico mirar hacia adelante con denuedo, para él la estación era siempre la misma. Iba al galope en una huída hacia ninguna parte, en una búsqueda estéril: jamás hallaría los confines del invierno. Porque llevaba el invierno consigo mismo, en lo más profundo de sus adentros.