sábado, 23 de octubre de 2021

Una última oportunidad


1. El visionario.  

Todo empezó, como en tantas otras ocasiones, con una visión. Pero no fue esta una visión halagüeña ni prometedora, ni el ideal previsualizado de la consecución de grandes metas, sino todo lo contrario. El viejo mago A., cuya fama se había edificado sobre los cimientos de un descomunal talento innato para pergeñar sortilegios con los que someter a su sabor la voluntad ajena, fue el primer sorprendido por el apocalipsis expuesto ante sus ojos.
   Aquella cálida mañana, su ajada piedra de obsidiana restalló en coloridas imágenes que no sin guasa mostraban con tanto color el más negro futuro posible. Un porvenir espeluznante se cernía sobre nuestra especie.
   La contemplación no dejaba resquicio para la duda. Los humanos iban a convertirse en esponjas andantes, sin actividad cerebral, o a lo sumo la justa para conservar los automatismos imprescindibles para preservar la llama de la vida. A través de su piedra, el horrorizado mago contemplaba a sus descendientes lejanos en un contexto social que por supuesto no alcanzaba a comprender, lleno de cachivaches de aspecto sofisticado, pero poco le importó esto ante la actitud desplegada por los humanos. Las personas hablaban y actuaban como necias, concatenando sandeces y actitudes infaustas sin mediar pausa entre las mismas. Una idiocia generalizada, impensable en los tiempos en que vivía el mago A., que por un instante sintió el mayor de los aliporis al recordar como sostenía ante otros magos, no sin vehemencia, que el ser humano evolucionaba hacia el perfeccionamiento intelectual y que a no mucho tardar la brillantez sería la norma. Ver ahora que sus congéneres serían émulos del caracol, lentos, babeantes, sin elevado propósito, pudo con él.
   De un manotazo arrojó la piedra a la esquina opuesta de la lejana choza en que moraba y, esforzándose por reconducir su sistema nervioso y recuperar la compostura, tomó asiento y hundió su testa en sus temblorosas manos.
   Las preguntas se arremolinaban en su atormentado cerebro. ¿Cuándo tendría lugar este descenso a la imbecilidad colectiva? Era imposible determinarlo. Evidentemente sería en el futuro, y a juzgar por el escenario de la infamia, tratábase de uno muy lejano.
   Dirigió un rápido vistazo a la obsidiana, en busca de respuestas o nuevas indicaciones, pero esta había vuelto a su color habitual, un negro impenetrable, aunque menos negro que los presagios que acababa de mostrar.
   ¿Por qué a él? Nunca antes dio muestras de estar capacitado para la clarividencia. Tenía un primo que sí era un zahorí de renombre, pero ni siquiera se dirigían la palabra. Por mucho que reflexionó, no logró hallar sentido a la elección del destino, y pese a ello, decidió asumirla. Si le habían confiado esta información, era evidente que respondía a alguna causa mayor. Debía tomar cartas en el asunto.
   Tras unas cuantas jornadas de dudas lacerantes y veladas secuestradas por pesadillas ambientadas en lo observado, pudo organizar un plan de acción. Un plan cuestionable, pero era lo mejor que tenía. A ver quién sabría hacer algo contra una catástrofe a miles de años vista.
   Decidió compilar conocimiento fundamental, acompañado de instrucciones precisas, para aquellas pobres personas del futuro. Un tablón de lucidez al que aferrarse cuando naufragasen en el vasto océano de la mediocridad. Ojalá este empujoncito, que había resuelto ofrecer de forma anónima, dando conocimiento sin pedir reconocimiento, fuese el punto de inflexión que permitiese a la humanidad retomar la senda de la razón.

 Sin embargo, no tardó en comprender los peligros que entrañaba un plan tan simple y carente de certezas en las que apoyarse. No solo existía el interrogante mayúsculo de cómo transportar su legado hasta una fecha indefinida. Había aún otro problema capital. Si un conocimiento superior caía en las manos equivocadas, aquellas masas de zopencos serían carne de abuso y esclavitud. Por suerte, A. era alguien tenaz, y obstinado como estaba en considerar su plan hacedero, halló una solución para ambos escollos.

   Buscaría a las que en aquellos tiempos eran consideradas las ocho personas más sabias de todo el planeta, y les cedería una clave para acceder al pergamino cuando el momento fuese oportuno. Decidió repartir entre ellas la clave para evitarles la tentación de dar mal uso al destino humano, que depositado en tan solo una persona sería difícilmente resistible. Y aun entonces, no les explicó el plan con todo detalle, por si acaso. 
   Antes de dichas reuniones, A. hubo cavilado largamente sobre cada uno de los pasos a dar. Y decidió que la palabra que usarían a modo de santo y seña los elegidos del mañana remoto sería «APARECEN». Los elegidos APARECEN. Le encontró todo el sentido del mundo. Habiendo elegido la palabra, repartió las letras de la misma a partes iguales entre los elegidos del hoy, aquellos cuyo linaje ofrecía mejores garantías, si cabía garantizar algo en un proyecto de tan sencilla confección.
   Con mucha paciencia, se desplazó hasta cada uno de los rincones del mundo en los que se hallaban los ocho sabios y les hizo partícipes de la misma deposición, a saber: que aunque sonara a chiste, debían conservar la letra que se les confiaba, y hacerla perdurar generación tras generación, de manera indefinida. Una espeluznante visión obligaba a semejante deber y ya en el futuro, «sin duda alguna» los descendientes de tan nobles estirpes, notables por su brillantez, sabrían reunirse y dar uso a cada una de las letras en su poder para deshacer el misterio, acceder al legado que él mismo prepararía y devolver a los suyos la capacidad de pensar dentro de los mínimos exigibles.
   ¿Sin duda alguna? Era una manera de hablar, poco fiel a la verdad. En aquellos momentos A. era un mar de dudas. Pero carecía de algo mejor. Con todo, una vez que hubo preparado la tierra para el futuro brote verde, se sintió parcialmente satisfecho. Había llegado el momento de pensar en cómo transportar la semilla a lo largo de lo que probablemente serían milenios.
   Varias posibilidades acudieron enseguida a su cabeza: esconderla en algún lugar remoto, congelarla para preservarla, o confiarla a la fuerza bruta igual que había confiado el uso de la misma a la sabiduría. Y de nuevo, solucionó todo de un solo plumazo, valiéndose de todas las ideas a la vez: depositaría el legado en manos de alguna criatura de fuerza descomunal a la cual congelaría en el más remoto confín del orbe. Los herederos de los ocho sabios sabrían llegar hasta el enclave. Ya dejaría preparado algún conjuro que les impulsase a ello, con la esperanza de que funcionase tanto tiempo después. 


2. El mensajero.

   Alene era solo uno más en la colosal tribu de los gigantes. Ni siquiera el de mayor altura. Un tipo singular, de carácter tornadizo y no mucha paciencia, que rehuía de los convencionalismos sociales extendidos entre los de su condición, por no ser demasiado dado a compartir el aire con nadie. A duras penas sobrellevaba la presencia de otros seres vivos y rara vez no terminaba esta por irritarle. La única concesión que hizo nunca en este sentido fue a la serpiente Bogry, que así tuvo a bien llamarla. Este animal, valiéndose de las sombras, se había deslizado una noche en la enorme cueva de Alene, dispuesto a acabar con él, asegurándose así alimento de por vida, y si no concluyó en tragedia el temerario intento fue porque Alene, que soñaba que era querido y abrazado por un ente indeterminado, confundió sus sueños con el abrazo del reptil, que se enroscaba en su gaznate.
   El grandullón, inocente, devolvió el abrazo y despertó inmediatamente feliz y dispuesto  a corresponder para siempre esa muestra de cariño por parte de la bestia sibilina. Al final los temperamentos huraños no son más que una mascarada. A la bestia le hizo maldita la gracia la idea de ser secuestrada, pero el paso del tiempo y los constantes animales que Alene cazaba –o más bien cogía por las patas con apenas dos de sus titánicos dedos– y ofrecía a Bogry a modo de sustento, terminaron por aplacar sus ofidios ánimos, mientras su cuerpo crecía sin mesura a causa de tantísimo alimento y quién sabe si para adaptarse al gigantismo que la rodeaba y auspiciaba.
    Admiraba Alene las relucientes escamas de Bogry una bella tarde de la canícula cuando una bruma inexplicable, de hermoso livor, se formó en la entrada de la cueva del gigante.
   De entre ella emergió un ser pintoresco, de ropajes abigarrados y mirada decidida a todo. Era el mago A., quien sin demorarse en preámbulos, sostuvo la mirada a Alene, y le espetó una misiva tan concisa como terminante: «amiguito –A. tenía tendencia a la ironía, véase este diminutivo–, vas a tener el honor de custodiar una segunda oportunidad para la especie humana». 
   Acto seguido, uso de la magia mediante, se hallaban el brujo, el gigante y la serpiente –a quien Alene asió con fuerza por instinto tan pronto apareció la bruma, aunque ya se había arrepentido de ello varias veces en el breve espacio de tiempo transcurrido– más allá de la última barrera de hielo en las latitudes interboreales.    Incapacitado por las artes de A., el gigante era víctima de una frustración indecible mientras el hechicero le daba unas rápidas instrucciones, expresadas en segundos pero que habían de cumplirse per sécula seculórum. Según entendía, habría de aguardar congelado quién sabe cuánto, hasta que un grupo de humanos lo despertarían del gélido letargo con sus voces combinadas. Y solo cuando le comunicasen la palabra clave, «aparecen», el les entregaría el objeto contenido en la cista que con sumo cuidado A. depositaba ahora en sus enormes manos, entre conjuros susurrados para facilitar el éxito de tan rocambolesca empresa. 
   El taumaturgo consideraba un sinfín de escenarios en los que todo se torcía, pero escapaban los mismos a su control. Esto era lo único que podía hacer. Por supuesto sabía de sobras que obraba de un modo injusto, pero el fin justificaba los medios. Un gigante no valía más que toda la especie humana, y acaso esta tuviera a bien recompensar el sacrificio del coloso cuando llegase el día.
   Convencido por sus propios pensamientos, puso término a su maquinación: congeló al gigante y a la serpiente, bisbisando aun más palabras mágicas imprescindibles para que Alene no fuese víctima de la inedia ni el desfallecimiento y dejando todo preparado para el día crucial en que los elegidos aparecerían ante él y reclamarían el renacer humano. Alene permanecería vivo y conciente pero inmovilizado hasta nuevo aviso.
   La misma bruma violácea, ahora un poco más pálida debido a la escarcha que flotaba en la atmósfera, envolvió al viejo A. y le hizo desaparecer.
  Alene quedó allí a solas con sus tósigos, maldiciendo en idiomas que ni siquiera conocía, consumido por el ardimiento del rencor y amargado por un picor en la planta del pie que no podía aliviar a causa de su forzoso estatismo, o más bien estatuismo. Le hubiera sido de gran ayuda conocer la postura de Epicteto, pero el bueno de Epicteto tardaría siglos y más siglos en nacer, por lo que Alene no podía valerse de sus consejos sobre la aceptación del destino. Ni del amor fati, pues Nietzsche tampoco había existido.
   Alene pasó la friolera –nunca mejor dicho– de cincuenta siglos reducido a la forma de un carámbano de dimensiones inabarcables, calentándose solo gracias al odio acumulado y deseando que los humanos de marras aparecieran de una vez para darles la puñetera cista con el pergamino y largarse de allí tan rápidamente como sus enormes zancadas lo permitiesen.



3. Los elegidos.

   Cinco mil años habían transcurrido y el mundo había cambiado sobremanera. Alene no habría reconocido nada. Tampoco habría hallado su cueva, que había sido vilmente saqueada por su alto contenido en minerales valiosos para la producción de sabe Dios qué disparate.
   La humanidad, tal como había podido contemplar A. mucho tiempo atrás, había sido víctima –aunque cargando con buena parte de la responsabilidad– de una devaluación intelectual escalofriante. «Ya se han cumplido preclaros designios, esto ya es el planeta de los simios», en palabras del poeta Abarca. Millones y millones de lerdos, que para terminar de rizar el rizo, se creían muy listos. Dunning-Kruger global. El desastre era absoluto y todos los niveles de la existencia pendían de un hilo sobre el abismo del colapso.
   Fue entonces cuando sucedió lo que anunciara la profecía, lo que tenía que suceder. Ocho humanos, descendientes de una antiquísima línea sanguínea reconocida otrora por su altas capacidades, sintieron a la vez el misterioso impulso de dirigirse al extremo de la tierra, si es que existen extremos en una esfera, con perdón del terraplanismo.
   No había explicación racional que justificase su impulso, pero vamos, ¿quién necesitaba explicaciones racionales en esta etapa de la historia? Eran un incordio. Así pues, abrigándose y exigiendo algunos de ellos la compañía de sus ayudantes en tan impreciso y atolondrado viaje, pusiéronse todos en marcha a la misma vez.
   Semanas después, tras unos periplos llenos de fatigas y penurias de toda clase, el grupo se reunía, conocía y reconocía, en las tierras más alejadas de la civilización, donde el hielo era eterno. Y prosiguieron el camino juntos, sus espaldas cubiertas por los ayudantes que acompañaban a unos y otros, pues a fin de cuentas el estímulo inexplicable que les empujaba los llevaba a todos sin equívoco posible hacia el mismo punto.
   Tras algunas frías jornadas de marcha sobre la nieve, oteaban entre el velo de volátil hielo que conformaba el horizonte, una criatura como jamás habrían sido capaces de concebir, del tamaño de una montaña –con la que en realidad confundieron a Alene en primera instancia– congelada a más no poder. Y hacia allí se encaminaron con alacridad.
   Una vez en las cercanías, los ocho escogidos, descendientes de los genios, se separaron del campamento y recorrieron, ateridos y atenazados, los últimos metros que los separaban del gigante. En un momento de solemnidad absoluta, arrostrando el destino de toda una especie, demostraron que la imbecilidad había hecho metástasis a lo largo de todo el globo y que no había quedado una sola mente en condiciones de operar, ni siquiera aquellas privilegiadas y con un mejor historial en su haber. 
   Se comunicaron atropelladamente no sabían qué sobre unas letras –yo soy la ce, yo soy la ene, yo soy la a, no, no, la a soy yo, etcétera– que habían heredado y tras superar penosamente la confusión inicial y habiendo comprendido su misión, no sin antes dejarse arrastrar por un estallido de risa tonta y propinándose necios codazos entre ellos, vociferaron a grito herido: ¡CARA PENE!
  Qué buenas risotadas se pegaron mientras sus voces despertaban al bueno de Alene de su interminable letargo. Pero cuando la mole se empezó a incorporar, las carcajadas desaparecieron. Los congelados entonces parecieron ellos.
   Aquella injuria era lo último que necesitaba Alene, que ya estaba bastante quemado. «Alene cara pene». Para esto había aguardado todo aquel tiempo. Y sin embargo, aquí estaba su pequeña y merecida venganza. Los zotes llamados a sacar a su especie de la sentina cognitiva no habían dicho la palabra correcta. Alene los miró con indescriptible asco, masculló entre dientes «tenéis lo que os merecéis» y destruyó el legado que tanto había protegido, comiéndose el destrozo resultante para asegurarse de que nadie fuera a recuperarlo. Después, abrió de un puñetazo un boquete en el hielo que había poco más allá, puñetazo que paralizó aún más a los ocho necios, y tras haber agrandado el agujero lo suficiente con la ayuda de sus poderosos aunque entumecidos brazos, se zambulló dispuesto a morir en las gélidas aguas polares, convencido de haber cumplido ya demasiados años, casi todos para nada.

   Los ocho pasmarotes siguieron aterrorizados, incapaces de articular palabra, hasta que una risa gradual fue tomando forma desde lo profundo de sus entrañas. Esa fue su única respuesta a la oportunidad marrada: reír como necios. Se reunieron con sus ayudantes, que también reían sin saber por qué, y reemprendieron el largo camino de vuelta a casa, cada uno a la suya.
   El que cerraba la procesión, en un momento de lucidez, vestigio de una capacidad pretérita, sintió como la contrición le llevaba a mirar atrás, al lugar reservado en vano para la gloria humana. Pero enseguida se colocó unos auriculares en los oídos y canturreando «mi cama suena, mi cama suena, pam, pam, pam, urgh», mientras un hilillo de baba se congelaba ornando su rostro con una simpática estalactita viscosa, retomó el rumbo sin más inconveniente.

   Y aquí se acaba el cuento. La hemos hecho buena. El intelecto periclita sin remedio. Los esfuerzos individuales, aunque honrados y dignos de loa, son estériles. El declive está en todas partes; en los medios, en el aire, en la propaganda, en los alimentos. La egrégora se hunde en el cieno. Por si esto sirviera a alguien de consuelo, ser cada vez más zoquetes tiene un lado bueno. Y es que pronto lo seremos tanto, que ya ni sufriremos por ello. A decir verdad, ni siquiera nos percataremos.



domingo, 3 de octubre de 2021

Usura social


   Qué lejos parecen quedar ahora, cuando se observa la triste tendencia actual, aquellas pasiones innatas que empellaban a la gente a hacer de un oficio o profesión su telos.
   La vocación. Dignísima virtud humana que ha allanado el camino para el avance de toda suerte de artes y ciencias, merced a aquellas personas afortunadas que decidieron vivirla sin ofrecer resistencia, aceptándola como un don.
   Por supuesto el primer impulso es el de expresarse respecto a esta circunstancia en términos positivos. ¿Qué puede haber de malo en sentir la llamada de una meta superior, en entregarse al cumplimiento de un propósito, en convertirse con humildad en herramienta para el progreso humano? Concedido, las bondades de la vocación en sí parecen irrefragables. Pero el propósito no tiene por qué ser del mismo modo positivo, muy a mi pesar mío y de mi especie.

  Esto viene a colación del personaje que me dispongo a describir, quien fue presa de una profunda vocación que se apoderó de él hasta el tuétano. Su inclinación innata era la de llegar a ser banquero. ¿Puede considerarse el ejercicio de la banca como algo positivo? No es mi intención meter los pies en complicadísimos cenagales de los que no podría salir sino sucio, así que me limitaré a admitir que para los banqueros debe ser, en efecto, algo muy positivo y provechoso, mientras que para el resto de la humanidad, en especial a largo e incluso medio plazo, sospecho que no tanto. Diría que sus víctimas observan la profesión financiera, el vampirismo pecuniario, desde todo un espectro de emociones, que incluye escasas amabilidades.
   Pero insisto, no quiero extraviarme en estas divagaciones, sean más o menos ciertas. Allá cada cual con su opinión al respecto. Nuestro protagonista, Josué, sentía bullir en su ser la proclividad a las actividades financieras.
   No obstante, por desgracia era un zopenco y el empuje de su espíritu no se vio acompañado por un intelecto a la altura. Por lo tanto tuvo que conformarse con ser un obrero; el concurso de las circunstancias no siempre resulta favorable a nuestros deseos, esto es de sobras conocido por todos.

   Josué pasó por la vida luchando por su jornal como cualquier hijo de vecino. Así que no me extenderé en tediosas explicaciones sobre su rutina, que es la de tantos otros, e iré directamente al punto de inflexión en que pudo aunar la existencia gris con su aurífero anhelo.
   Por mor de una serie de carambolas, llegó el día en que pudo empezar una nueva etapa laboral en el extranjero; una nueva vida abría sus puertas para él. Y por supuesto, el instinto le hizo ver la oportunidad 𝘪𝘯 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘪𝘯𝘦𝘯𝘵𝘪, pues la vocación es siempre preclara: ejercería de banquero a pequeña escala, sería un diletante de las finanzas.
   ¿Cómo pensaba hacer eso? Es más sencillo de lo que puede creerse. Cuentas hay de muchos tipos. Y él dio inicio a un inaudito libro contable. Un libro de favores.

   Se frotó las manos ante la perspectiva y se lanzó a la caza de clientes. Necesitaba a personas que desearan préstamos. Él los ofrecía a diestra y siniestra, de noche y de día. Favores siempre cómodos de realizar, que no salpicasen demasiado y que se ajustasen a su conveniencia, sobra decir. «¿Quieres que te ayude con eso? ¿Necesitas tal cosa? Vamos, vamos, sin problema, para eso estamos». En ocasiones, ante la negativa de personas que se sentían perturbadas por su insistencia, endurecía el discurso y lo elevaba al imperativo: «Que te hago el favor y punto», imposición que esta gente timorata no hallaba modo de contradecir. Y si es que no hallaba el medio de conceder favores, entonces se dedicaba a repartir golosinas con frenesí, a poder ser a aquellas personas de su entorno que gozasen de cierta autoridad o influencia. Por supuesto jamás mencionó el tipo de interés. Por su discurso se deducía con claridad que el interés era del orden del cero, del más inofensivo e inexistente cero. Sus clientes, que no lo conocían de nada, llegaban a sentirse conmovidos por una actitud tan servicial. Qué sinnúmero de socorros llevó a cabo. Qué buena persona era.

   Esta encarnación del servicio al prójimo, empero, apuntaba todo en un gran libro en blanco, de tapa dura, que se había agenciado para tal fin. Cada pequeño favor, hasta la última golosina obsequiada; todo era patentizado y cuantificado en su libro contable. Un libro contable, cabe señalar, de una deficiencia tal, que solo consideraba el debe y jamás tuvo espacio para el haber. Josué registraba siempre cuanto daba y nunca cuanto recibía. Si sus cuentas aumentaban, pese a ser consideradas únicamente en la mitad de su todo, fue porque cada vez disponía de más y más clientes. Más y más personas sibilinamente embaucadas.

   Así que toda vez creada tan suculenta cartera de clientes, llegó el tiempo de la cosecha. Aquel método empleado por la CIA, coloquial aunque merecidamente llamado «terrorismo financiero» consistente en destrozar países y empobrecerlos, para, una vez obligados a aceptar préstamos, adueñarse de todos sus recursos naturales, su sangre y la sangre de sus hijos y hasta el cielo sobre su territorio, 𝘢𝘥 𝘢𝘦𝘵𝘦𝘳𝘯𝘶𝘮, era un juego de chiquillos. Los semblantes de dichos emisarios del Poder se arrebolarían ante el despotismo con el que Josué extendía sus facturas. ¡Ay, amigo! ¡Qué caro el caramelo! Si le vendes tu alma a Satanás será más flexible contigo.

   Josué se sentía ahora como el dueño de su entorno. Poseía un ejército de secretarios, peones de mudanza, traductores, amanuenses, pintores, electricistas, fontaneros, recaderos, masajistas y hasta jefes y astronautas, lo que le apeteciese y conviniese, todos sometidos por el peso de la deuda. «Al mundo ya no lo mueve el dinero sino la deuda». Y el entorno de nuestro aspirante a banquero era a esta premisa lo que los átomos son a los planetas. A juzgar por la intensidad y densidad de la concentración de deuda, ofrecía visos de llegar a convertirse en el núcleo de la deuda universal, con la macroeconomía girando en órbitas lejanas e inabarcables, pero siempre en torno a la usura más condensada, que era la suya.

   Poco duró, eso sí, su majestuoso poder. Sus planes omitieron un detalle de bastante relevancia: los banqueros antes de ejercer de sanguijuelas, tuvieron la precaución de establecer un marco legal que les amparase y respaldase. Él no. Así que con el paso de los meses, empezaron a surgir las primeras protestas por parte de sus, hablemos claro, explotados. ¿Y cómo iba a obligarles a nada? Qué desamparado llegó a sentirse ante las primeras negativas. Desarrolló para combatir tal desvergonzada actitud un abanico de herramientas que comprendía desde el chantaje emocional hasta la amenaza física, pasando por la renegociación de la deuda, pero siempre aderezadas con dosis más o menos evidentes de violencia verbal y dominación.

   Ni por esas. Puede que a los más necios o cobardes los hiciese comulgar con su visión mercantilista de las relaciones, pero cada vez más gente aprendió a mandarle a tomar viento, a freír espárragos, al infierno o directamente a la mierda. Él jamás pudo comprender cómo podía ser la gente tan desagradecida. Se le escuchaba sollozar por los rincones, entre hipos desolados, «con todo lo que yo he hecho por ti».

   Se fue quedando solo. Cada vez introducía menos favores en su libro y lloraba observando sus páginas en blanco. Este mundo, con su ingratitud, no merecía a personas como él. Era una víctima, un incomprendido. Desde el resentimiento, observaba a los demás hacer una vida normal, y juzgaba como mezquino todo favor altruista que se llevara a cabo entre sus congéneres. Su mente no era capaz de concebir algo así. «Mírale –se decía–, es evidente que es un interesado, ofreciéndose para ayudar. Es un falso que solo aspira a ascender valiéndose de esa mascarada». Este era el único escenario posible en su comprensión de la realidad.
   Le habría venido bien reflexionar. A fin de cuentas el ostracismo le estaba afectando. No solo le faltaba la legión de vasallos, a estas alturas le faltaban incluso el afecto, el calor humano, la compañía. Pero seguía obstinado, el orgullo era un escollo demasiado grande para él.
   Un paseo por el campo, con objeto de lanzar el libro al río y empezar, lentamente pero con ganas y compromiso, el proceso de aprender a actuar desinteresadamente, de satisfacerse con la solidaridad y el altruismo, habría sido la solución a todos sus problemas.

  Pero, tal vez porque se había convertido en un inútil demasiado dependiente de sus deudores o quizás por miedo a su propio recibo, el tipo de los favores ya no era capaz de hacerse un favor a sí mismo.