miércoles, 26 de mayo de 2010

A la parrilla sebo mayor






Hubo un tiempo en que los hombres se desarrollaron a pasos de gigante, mejorando sus costumbres, empeñándose en progresar en todos los aspectos. Parecían por fin dueños de todas sus posibilidades y su época dorada se antojaba interminable dadas sus nuevas capacidades y habilidades.
Pero el esplendor nunca resulta eterno, y sin que pudieran siquiera percatarse, lentamente la desgracia de la rapidez se cernió sobre ellos, haciéndose fuerte a costa de su ingenuidad, de su proceder sosegado e incapaz de desconfiar, obcecado en agilizarlo todo.
Sus intentos por automatizar todo proceso, por perpetuar el pragmatismo (algo que hubiese irritado a Momo y con razón) fueron convirtiendo sus vidas en frenéticas y esquemáticas. Prácticas, pero vacuas.
O no tan vacuas. Una de las facetas que se vio sensiblemente alterada por esta tendencia fue la gastronómica. Todo empezó siendo (o pareciendo) una innovación tremendamente útil, y poco a poco, se instauró por completo en la vida de los pragmáticos. La comida rápida, dejó atrás las digestiones pausadas, los ingredientes naturales, las conversaciones de sobremesa, los olores y las texturas propias de la tierra.
Un severo varapalo para el intelecto y para el correcto funcionamiento del organismo.
Aunque por desgracia el intelecto es algo a lo que progresivamente ya habían renunciado casi por completo los hombres en el resto de sus rutinarios quehaceres esquematizados, y quizás por esto no se resintiera tanto, pues ya estaba hecho puré.
El patético esbozo de lo que fueran personalidades definidas y satisfechas vagaba ahora errátil.
Sin embargo, el organismo aún tenía mucho que padecer.
Entre filfas alimenticias, se vio sometido a la ingesta sistemática y constante de todo tipo de químicos, grasas, aceites de coco y palma, y sal como para llorar estalactitas y mear rocas.
El cuerpo claudicaba y por el contrario, el monstruo en que se había convertido el fast-food se acrecentaba por instantes.
Pronto, gracias al sometimiento intelectual y el agotamiento físico, se convirtió en un burdo tirano para aquellos quienes le crearon, y campaba a sus anchas sembrando el caos a diestro y siniestro mediante la manteca hirviendo y las bebidas ultra edulcoradas.
Los recursos que los humanos habían invertido en alimentar a la criatura para que a su vez les alimentase, como las hectáreas de terreno antaño selvático en América, las enormes cantidades de energía aplicadas a la refrigeración y conservación de las grasas, el sacrificio de las antiguas dietas y tradiciones o el gravoso tiempo invertido en convencerse de que era el camino a seguir dada su praxis a priori incuestionable, ahora eran expelidos por el monstruo en forma de saña y sorna.
La lipo-brutalidad se agigantaba y conquistaba cada vez más territorio, su paso implacable dejaba la huella de la obesidad infantil, el desequilibrio nutricional y las toneladas de residuos de espinosa biodegradación.
Devino en paradoja que la humanidad fuese devorada por aquello que devoraban ellos antes, bajo el nombre de “comida”, que no era sino una piadosa hipálage.
Y así, condenada a morir sepultada bajo las toneladas de antiapelmazantes, colorantes, estabilizantes, conservantes y aditivos en general, la raza humana se empequeñecía, y se iba a la mierda.
Pero aún guardaba una última lección de instinto de supervivencia la agonizante naturaleza, y sucedió que los sistemas cardiovasculares decidieron desvincularse de los imbéciles de los humanos y sus cerebros ya inservibles.
¿Cómo podían pensar y decidir con autonomía los corazones? Pues seria consecuencia de que el cerebro a esas alturas ya poseía la misma capacidad cognitiva que los pelos de la nariz, pero no tratamos las causas, sino las consecuencias del giro anatómico propiciado por el avance mortal de la bestia sebosa.
En definitivas cuentas, aquellos órganos, entre arritmias galopantes y renunciando a bombear más grasa saturada a la plastilina que tenían por vecino de arriba en los organismos humanos, proclamaron su independencia.
Y no fue fácil, nada fácil escapar de aquellas prisiones grasientas. Estaban muy débiles tras la ingesta prolongada de tanta basura industrial. No sin taquicardias resultantes de la ansiedad, y entre mordiscos desgarradores que buscaban el menor resquicio por el que atravesar las costillas pudieron dejar atrás el que hubiese sido su ataúd de no haber actuado a tiempo.
Algunos otros lo consiguieron ascendiendo. Esto produjo escenas sorprendentes, pues iban las personas a regurgitar, como hacían de manera rutinaria a raíz de sus costumbres alimenticias, cuando de repente sentían como un órgano se abría paso a empujones y patadas por sus gargantas. Vomitar el corazón no era agradable, pero menos agradable era para el pobre corazón caer en el retrete entre mil fluidos difluidos con regusto a coca-cola, aunque siempre era mas agradable estar entre la mierda que dentro de las personas.
Otros optaron por apostar por la fuerza de gravedad, e hicieron el camino inverso.
También más de unx se sorprendió de haber cagado su corazón, aunque la verdad, la mayoría de las ocasiones eran cadáveres cuando los corazones lograban su cometido de cualquiera de los modos. Sólo unxs cuantxs tuvieron el dudoso honor de contemplar el resultado de su afición por deglutir basura, de ser espectadores de la rebeldía de sus vísceras ante la apatía de su criterio.
Al final, el balance de la epopeya cardiovascular fue el previsto.
Millones de cuerpos yacían inertes por los suelos, mutilados desde dentro y con un extraño material untuoso de un color brillante (que para nada se asemejaba al gris) deslizándose entre las malezas de sus orejas sordas para siempre. Seborrea escapista.
De entre estas colinas cadavéricas que ahora ornamentaban el horizonte urbano, asomaba la bestia de ácidos grasos y glicerina, arrasando con su poder hipercalórico.
Muchos corazones cayeron derrotados tras no aclimatarse a las condiciones externas y estos se libraron de la última venganza del tirano, otros huían despavoridos entre sístoles y diástoles indignas y llorosas, aunque consiguieron refugiarse y sobrevivir un tiempo mediante astutas tretas.
Los más decididos, hicieron acopio de todo el coraje que no demostraron sus dueñ=s en su día, y haciendo de tripas corazón, trazaron planes de resistencia ante la tiranía sebácea.
Hicieron trincheras con las cajas torácicas en las que habían vivido tanto tiempo y desde allí se enfrentaron valerosamente al monstruo armados con lavavajillas que en realidad no eran para tanto como prometían.
No se sabe quien ganó, pero se entiende que los corazones acabaron sucumbiendo entre infartos y excesos lípidos. Con todo, tal vez el monstruo resbaló en algún charco aceitoso y se desnucó a su vez, uno nunca sabe.

1 comentario:

Anónimo dijo...

e tio soy el xavi,la verda con esas palabras tuyas tio no menterao de muxo de algunas cosas pero esta muy bien xd y la foto es buenisima jajajaj