Sentado bajo la sombra de un naranjo, con una espiga
de trigo entre los dientes, y su ahora larga cabellera hecha una maraña llena
de inmundicia, reflexionaba sobre las alternativas de las que disponía para
ocupar su tiempo en aquel nuevo día que se le presentaba.
Era inútil hacerlo, pues sabía perfectamente de antemano que no gozaba de
alternativa alguna que le satisficiese; precisamente por ello se daba a la
reflexión constantemente. Por puro aburrimiento. Al decir verdad, él nunca fue una
lumbrera.
Y ahora, como un cruel lastre para sus cortas entendederas, a Mariano le asediaba
la soledad y solamente le quedaba cuidar de unas ovejas que le proporcionaban sexo,
y lo más importante, compañía.
Con todo lo que él había sido.
A menudo le gustaba cerrar los ojos y retroceder en el
tiempo, hasta revivir la cúspide de su gloria personal.
Él había luchado mucho, a su manera, por conseguir encumbrarse en la política y
de hecho lo consiguió, pero todo lo que sucedió tras aquellas jornadas
rebosantes de júbilo y euforia, de narcisismo desmedido, escapó a su control y
comprensión.
Él pretendía, muy neciamente, restituir el orden perdido en el país, como si endurecer
las normas sociales fuera a devolver a la población los valores perdidos por el
vertiginoso avance de la globalización.
Él no pensó que faltara el respeto a pueblo alguno, él sólo quería hacer un
homenaje a su lengua y (aunque no alcanzara a pronunciarla debidamente) y sus
tradiciones carcas, así que no entendía como imposición el obligar a quienes
tenían lengua propia a hablar la suya.
Por desgracia, la gente no era muy partidaria de que la macroeconomía siguiese
con su despiadado curso, y de que para colmo le reprimiesen día a día, que
bastante tenían con el ahogo económico.
Las únicas personas lo bastante fachas como para soportarle, llegaron a la conclusión de que
era insostenible mantener sus negocios corruptos si la población tomaba las de
Villadiego o seguía suicidándose masivamente, y procedieron a seguir también sus pasos, los de la huida, que no los del suicidio.
Por motivos como estos se fue todo al traste antes de que él pudiera
percatarse.
Y así, bajo la lógica de tan sangrantes
circunstancias, se produjo un éxodo histórico, una masiva escapada épica, pues
nadie soportaba un minuto más.
La gente abandonaba el país por tierra, mar y aire. Largas caravanas se
dirigían a las fronteras y costas; los aviones se iban para no volver, y en líneas
generales, la población prefería arriesgar su vida en pos de un futuro mejor
que quedarse atrás sufriendo los seseos y desvaríos de Mariano.
Paradójicamente, él que fusilaba a miles de inmigrantes en sus delirios
oníricos, había convertido en emigrantes a unos 30 millones de personas.
Y si no hizo emigrar al resto, fue porque entre medicinas petroquímicas y
venenos varios en aire y agua, los dueños del mundo le habían ahorrado a los millones restantes la molestia de poner pies en polvorosa, o simplemente de verle el careto a
Mariano, conocido popularmente como “Marrano”.
Así, se quedó más sólo que la una en la península que tanto había ansiado
dominar, más que gobernar. Era un emperador solitario, que ya únicamente
conservaba poder sobre los animales cuando estos le hacían caso, que tampoco
era muy frecuente. Hasta las gaviotas que tanto habían simbolizado en su
escalada ególatra, ahora deyectaban sobre su cráneo con inusitada precisión y
sorna.
Eso sí, con el tiempo, se sorprendió de ver como cumplía una de sus promesas
electoralistas, algo que jamás hubiera dicho que podría llegar a suceder.
La naturaleza tomó el control de la península y en poco tiempo, la vegetación
se había propagado, formando un tupido bosque. Mariano se quedó trastornado de
ver como la nación se había reforestado tras llegar él al poder. Le hacía reír
a carcajadas así como culparse a sí
mismo el haber cumplido una de sus promesas, aunque fuese de modo indirecto. No
iba con sus principios.
Pero no era la única enajenación mental que sufría al
margen de las congénitas.
Entre sus aficiones, había una que le llenaba profundamente, que daba sentido a
sus tediosas horas de soledad, y era la de ir a los estancos abandonados, coger
cajas de puros enteras, y con ellos entre los dientes, perseguirla…
Perseguirla a ella.
La única que de veras estaba a su lado al margen de las bestias de granja que
se follaba.
La única que le sonreía y le decía, “oh sí su majestad, su excelentísima
eminencia, es usted el amo y señor de los mares y los cielos”.
Acto seguido, echaba a correr y él, con su aspecto desharrapado de salvaje, con
el puro entre los dientes, saltaba y corría entre cascotes y plantas
enredaderas, persiguiéndola entre risotadas nerviosas, gritándole “¡No te
vayash!, ¡no te vayash!, jijijajajajojo”
Pero la niña, que habitaba exclusivamente en su cabeza, siempre era más rápida
que él.