viernes, 2 de mayo de 2014

Starsky, Hutch y Magdaleno.





Tras una dilatada vida llena de infortunios, vicisitudes adversas y algunas frugales alegrías, a uno poco le queda más que relajarse y disfrutar de los inanes placeres de la vida.
Por supuesto, entre estos placeres figura la compañía de las amistades y poder compartir con ellas el día a día, esto retroalimenta la satisfacción en sí.
Pero no solo se comparten los contratiempos cotidianos o una botella de coñac, también las actividades lúdicas que tanto animan el espíritu y distraen la mente.
Por eso, para aquel colectivo de ancianos, su reunión de los jueves a las seis, se había convertido en algo ineludible y de consideración casi sacra.
Acudían risueños, dispuestos a olvidar sus pensiones escuetas, preparados para entregarse al ocio como los jóvenes se entregaban al odio y al opio, en cuerpo y alma.
Se reunían en un salón que el “hay untamiento” les cedía sin preguntar siquiera con qué fin lo emplearían,  intentando así apartar sus cuerpos decadentes, improductivos y económicamente residuales de las calles, en un gesto de compasión peyorativa.
Allí, seguían el mismo ritual semana tras semana.
Se saludaban sosegadamente, se preparaban sus anisetes y sus carajillos, sacaban a relucir los caliqueños, y entonces ya estaban listos para darle al bingo con fruición.
Conchi, que había sido encargada para tal menester desde hacía meses, erogaba números maquinalmente mientras un montón de manos trémulas los tachaban en los cartones que controlaban.
Magdaleno, un viejo zorro, había encontrado una manera de alterar el desarrollo de las partidas, obteniendo alguna calderilla extra que no era sino una fortuna en contraposición a su mísero capital. Pero así funcionaban las cosas allí; aunque muchos de ellos llegaban a arriesgar osadamente incluso el treinta por ciento de las lisonjas que el gobierno les daba ingratamente a modo de pensión, no se jugaban más que unos paupérrimos centimillos.
En cualquier caso, Magdaleno disfrutaba como un niño con sus tretas aviesas. Y si bien es cierto que en alguna ocasión le habían descubierto, a esas alturas de la vida ya habían decidido no llegar a las puñaladas por medio euro.
Bajo el amparo de la indiferencia ajena que otorgaba la veteranía, Magdaleno, que de demencia senil sufría muy poca y que había sido una auténtica lumbrera a lo largo de su atormentada vida, se disponía a poner en práctica una nueva modalidad de argucia a la que llevaba dando vueltas desde hacia unas semanas.
Sonreía perversamente, sosteniendo la mirada de sus compañeros de juego, y cuando parecía que empezaban a sospechar, un ruido ensordecedor incluso para aquella troupe ya medio sorda interrumpió cualquier conato de discusión.
La policía, armada hasta los dientes, irrumpió en el local, rebuznando a pleno pulmón: “Quietos, ¡pongan todos las manos arriba, AHORA! Esto es una timba ilegal, os habéis metido en un buen follón hijos de puta”
El estupor y el pánico se apoderaron de la sala, aunque por suerte, muchos de los abuelos ya estaban de vuelta de todo, y a gente que ha atravesado guerras no va a venir ahora un niñato armado a decirle como tiene que hacer las cosas.
Los cuatro veteranos de guerra que había allí presentes, entre ellos Magdaleno, se alzaron, con el brillo en los ojos de quien añora algo de acción, a defender su dignidad.
Ante tal reacción, un cerdo uniformado que había aprendido a leer escasos días antes aunque llevaba años en el cuerpo, empezaba ya a preparar los botes de humo.
Algunos ancianos, víctimas de un estrés cuyos marcapasos no estaban preparados para soportar, yacían en el suelo y babeaban ligeramente a causa del temor.
Magdaleno, dio un paso al frente, botella de Soberano en mano, mas no alcanzó la distancia necesaria como para poder incrustársela en la sien al fascista de turno, ya que una porra lo bastante larga como para anticiparse a sus deseos, le cruzó la cara de tal modo que su dentadura, hecha añicos, de repente estuvo escampada a lo largo del suelo del salón.
Esto disuadió a algunos de sus compañeros insurgentes, pero aunque a costa de su honor e integridad física se empezaban a aplacar los ánimos, el cerdo de los botes de humo se dejó llevar por la visión de la sangre y arremetió también.

Es difícil poner freno a una panda de analfabetos ávidos de violencia una vez que han empezado a dar rienda suelta a la crueldad. Y aunque algún abuelo les atizó con el bastón y se hicieron barricadas tras las mesas de madera, más por salvaguardar su dignidad que por tener posibilidades reales de defenderse, hasta que no sintieron saciada su agresividad los neonazis no se detuvieron.
Tras producir dos amagos de infarto, romper incontables prótesis, caderas y dentaduras, amen de pisar un audífono, acabaron su trabajo como protectores de la ley, que no de las personas, confiscando todo el material empleado para la “timba”.

Días después, y de casualidad, el hijo de una de aquellas personas alienadas socialmente por su supuesta incapacidad productiva, se enteró de lo sucedido.
Fue uno de aquellos extraños caprichos del azar, pues la verdad es que a los abuelos no les hacía caso ni la perra. A lo sumo la hija consentida de alguno que se acercaba esporádicamente a exigir una porción de la pensión alegando que la TV de plasma se le había quedado pequeña para ver “Sálvame Deluxe”.
Pero ahora que el, por desgracia típico, atropello policial había salido a la luz, había que depurar responsabilidades y exponer a los culpables al escarnio público e inmisericorde.
Por eso, enseguida se abrió desde el cuerpo de policía una “investigación oficial” para esclarecer los hechos.
Paripé que acabaría, tras ciertos tejemanejes y retrasos burocráticos, con los abuelos sentados en el banquillo de los acusados, bajo cargos de blanqueo de dinero, fraude fiscal, asociación ilícita, resistencia a la autoridad y apología al terrorismo.
Podría haber habido una feroz oposición popular a toda aquella despiadada tragicomedia capitalista, pero durante la última semana Belén Esteban había sufrido severas indisposiciones estomacales, y el pueblo estaba en vilo, pendiente de su evolución intestinal y sin tiempo para nada más.

Por suerte el juez era sobrino segundo de una de los "delincuentes", y con cierta desidia, desidia que humillaba a unas personas ya bastante indignadas por la situación, despacho el asunto entre bostezos.
-“Tendrán que pagar una multa y afrontar una reducción del orden del veinte por ciento en sus pensiones, así como rezar cuatro padrenuestros y tres avemarías. Venga, el siguiente, que quiero ir a almorzar”.


Inspirado en lamentables hechos reales.



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