lunes, 12 de febrero de 2018

Herbadeath


Job Strogoff, como su nombre indica, soportó mucho. Muchísimo. Y además lo hizo siempre pensando en el prójimo. Una vida de renuncia y sacrificio que le pasó por encima como un camión cisterna lleno de plomo líquido resquebrajando hasta el último de sus huesos. Job Strogoff estaba hasta la polla de aguantar, aunque obtenía cierta satisfacción de ver al menos a los demás a salvo, cuando lo conseguía, que tampoco era siempre.

Cuando en el ocaso de su sufrida vida alcanzó por fin la situación soñada en la que nadie precisaba de su sangrante altruismo, cuando por fin acariciaba con la punta de sus dedos la paz soñada, esa paz que le permitiría solazarse en plenitud, tumbado en la hamaca pensando solo en las nubes y las flores, entonces un desgarrador accidente frustró la consumación de sus eternamente pospuestos objetivos.
“Abre fácil”, ponía en la lata de espárragos. Abre fácil mis cojones. Habría resultado más sencillo introducirse en el Fort Knox.  Habría resultado más fácil expandir la mente de un pepero. Habría supuesto menos esfuerzo convencer a la iglesia de que donase todo el oro de sus estatuas a quienes mueren de hambre. Abrir esa lata de espárragos era tarea imposible, incluso con el abrelatas suponía una lucha extenuante. Y en pleno forcejeo, maldiciendo la estrella con la que había nacido, resbaló con su propio sudor y cayó por la ventana a la calle. Que su piso estaba a ras de suelo es cierto, pero cayó de espaldas y se lesionó irreversiblemente el espinazo, lo cual le llevó a la tetraplejia, sin haber podido siquiera abrir la lata.
No tenía quien cuidara de él. Sus protegidos ahora estaban a salvo y lo habían olvidado casi por completo, limitándose a enviarle alguna escueta postal cuando la culpa atenazaba su conciencia. Aunque él nunca exigió nada, su ayuda había sido incondicional.
Pero sus circunstancias eran acuciantes, nadie le ayudaba porque suponía un inconveniente para todo el mundo. El estado le daba la espalda, toda diferencia que implique gasto se resuelve con el ostracismo según la lógica estatal. La caridad cristiana hacía poco menos que ofrecerle un consuelo imbécil que no hacía sino ofender su intelecto y dignidad.
Dijo que había tenido suficiente ya y solicitó la eutanasia. Ah no, eso no podía ser. No era legal. No era moral. Envuelto en las excusas más altisonantes, entre discursos rimbombantes e hipócritas hasta el hastío, recibía una y otra vez el mismo veredicto como única respuesta a su súplica: NO.
Gruñía entre dientes Job. Y tras largas noches en vela, esperando a que su arrendatario viniera a echarle a la calle por no pagar su alquiler del último mes, pese a que él le había ayudado a cargar peso durante quince años desinteresadamente, piensa y piensa, y piensa que te piensa, por fin creyó hallar una solución a su martirio.
Solicitó la ayuda de las hierbecitas, alegando que ayudarían a su mente a encontrar la paz, y poco después contactó con un dicharachero comercial de Herbolaif.  Un niñato desesperado de amabilidad fingida y forzada, que venía a casa a darle la barrila hasta que la boca se le secaba, cada puta tarde hasta el anochecer, sin descanso ni perdón. Pero Job había soportado tanto que a duras penas le afectaban aquellos soliloquios plomizos y desproporcionados, que habrían hecho estallar la cabeza de cualquier persona mentalmente sana. El señor Strogoff, el altruista postrado, estaba realmente interesado en sus productos.
A los pocos días de empezar con uno de sus tratamientos, y tal y como lo había planeado, palmó. Palmó sin que los médicos pudieran hacer nada por obligarle a seguir vivo en contra de su voluntad, que era lo legal y lo moral. Palmó de un modo irrebatible, fulminado, gracias a la “terapia” contraproducente que le habían encasquetado por un módico precio sin tener ni idea del tema.


Paz a los vendedores de hierbecitas “inocuas” de buena voluntad, que llevan el alivio eterno a las almas atormentadas, que ofrecen el descanso a los seres a quienes la moral les niega el último viaje, auténticos Carontes que guían los cuerpos vivos a la orilla del no retorno. Y por apenas cuatro perras de nada, ¿quién da más?



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