sábado, 18 de enero de 2020

Est et non

   He aquí a dos hermanitas cuya experiencia vital podría ser considerada todo salvo llevadera.
   Desde los inicios de sus vidas padecieron toda suerte de infortunios y sinsabores. Eso sí, juntas.

  Fue un trayecto durísimo, pero con el consuelo del peso repartido. Tanto se habían necesitado mutuamente que a fuerza de compartir las penas la inercia también les llevó a hacer lo propio con las alegrías. Ahora ya eran como una sola persona que había sufrido el doble o la mitad, según quieras entenderlo. Pensaban juntas, se hacían fuertes juntas, lloraban juntas, resistían juntas.

   No obstante, por mucho apoyo que se encuentre en la desolación, esta desgasta con severidad. El cúmulo de desventuras y desdichas pesa como una losa, en especial cuando se prolonga en el tiempo.  Incluso la persona más fuerte acaba doblegada ante un peso liviano cuando este parece no ceder jamás en su determinación de besar el suelo.
La fatiga hacía mella en ellas. Estas hermanitas bostezaban juntas y se mostraban taciturnas juntas, y en cualquier sitio se quedaban dormidas y soñaban juntas. El cansancio las dominaba juntas. Así que el regular traqueteo del tren que las llevaba de vuelta a casa y el cálido ambiente estival las indujo a echarse una cabezadita juntas.

   Y ya fuera por extensión de su relación recíproca, o por la intensidad de sus pasiones paralelas, fuera por la intensidad de lo vivido por ellas recientemente, fuera por las ansias reprimidas y tristemente postergadas de libertad o fuera porque se durmieron dándose la mano, esta vez no solo soñaron juntas, esta vez soñaron juntas lo mismo.

   ¿Qué puedo añadir yo a lo hasta ahora resuelto por mi especie sobre las brumas oníricas? Creo que está todo dicho ya. Los sueños y su fuerza intrínseca, los sueños y su naturaleza mística, los sueños y sus explicaciones dudosas, los sueños y sus implicaciones nítidas.
   Los mismos que redactó sistemáticamente un insomne Nabókov dispuesto a experimentar con el tiempo. Los mismos que exploró un ávido Freud lanzandose a por la veta existencial en las cavernosas minas del cerebro subconsciente. Los mismos que intentó aprovechar el juntaletras de Coelho para llenarse los bolsillos con su pueril superchería supurante.
   A mi entender la postura más lúcida sobre aquella tenue y grácil linea que ejerce de frontera entre los mundos del sueño y la vigilia la estableció Descartes. «¿Qué es y qué no es?», así que si alguien se propone entender cómo pudo suceder lo que sucedió con nuestras hermanitas, haría bien en dirigirse a él en busca de respuestas.

   Esta podía haber sido cualquier cabezadita ahíta más en el extenso historial de las cabezaditas ahítas humanas, pero no lo fue.
   He aquí dos hermanitas que se durmieron juntas y que soñaron juntas lo mismo y que de algún modo, operaron en el mundo real, pese a la apariencia infrangible del mismo, cuantos cambios soñaron. No es que resultaran ensoñaciones vívidas para ellas, es que todo cuanto soñaron en su interior se hizo realidad ipso facto en el exterior que compartimos todos, conformando una voluble realidad genízara a medio camino entre ambos ámbitos y sus condiciones.
   Por fortuna para todos nosotros, ilustres actores de reparto, de manera oportuna y excepcional no tuvieron pesadillas.

   Soñaron que ahora estaban casi solas en el tren (¿o autobús?) que las transportaba: la gente había desaparecido. Y no porque estorbara, sino porque había hallado la manera de ser feliz y habia saltado por la ventana del vehículo en marcha en pos de su nueva vida. Algunas personas se largaron volando, otras reptando, otras dando brincos, ¿qué importancia tiene cómo te dirijas a la felicidad?
   Las hermanas ya no tenían la cabeza despoblada por la dolorosa (pese a ser compartida) quimioterapia. El cabello estalló de súbito con tanta fuerza en sus cueros cabelludos como la flora se abrió paso entre los suelos. Las flores de adormidera invadieron las ciudades inundando todo con sus soporíferos alcaloides, y así sucedió a su vez con el amargo eléboro, que ahora coronaba en abundancia los rascacielos, de un modo que recordaba a la karela azuzada por Mowgli para vengarse del poblado. 

   El cielo cambiaba rítmicamente de color de un modo vertiginoso, como auroras lisérgicas que derribaban a golpe de colorido ariete las puertas de la percepción para quienes se sentaron a observar los arreboles abigarrados.
   Los animales corrían libres y retomaban todo cuanto les pertenecía y les había sido arrebatado por la cruel y megalómana sinrazón humana. Pudieron verse estampidas de perras suizas y derrapes de rapes suazis sobre las viejas avenidas y sobre recién venidas avenidas, avenidas pero desavenidas, en oposición simbólica a las dos hermanitas. Unas arterias inútiles para un reino donde el tráfico consistía en impulsos desordenados.
   Los pasos de cebra se alargaban tanto como la calle entera y tampoco era problema, porque los coches se desintegraron para dar paso a las bicicletas y los trenes (excepto el tren que las llevaba a ellas que se había transformado definitivamente en autobús). Trenes bocabajo, que volvían a tener locomotoras pero estas en lugar de residuales humaredas según la luz grises, blancas o negras, despedían blancas, negras, fusas, semifusas, corcheas o semicorcheas, las cuales ambientaban la escena formando majestuosos nocturnos de Chopin, Field y Debussy.
   ¿Eran estas delicadas consecuciones de notas causa o consecuencia de un sueño tan profundo y poderoso? ¿Las hacía soñar a ellas o ellas las hacían soñando? Es tremendamente complejo responder a eso.

   Las hermanas eran libres. Su padre ya no las maltrataba, sus maestros ya no las señalaban por negarse a hacer los deberes. Ahora los maestros eran mapaches bizcos y enseñaban moral al estilo animal, al estilo de Diógenes. Los bebés nacían sabiendo y los abuelos tenían fuerzas pero solo para lo que pudiera considerarse aciertos, los errores no podían acometerlos. Qué felicidad trajo a sus vidas este giro.

   Había fuentes de cerveza refrescante por todas partes. Cerveza sin alcohol, porque todo el alcohol se habia evaporado, allí no tenían cabida higados ni familias destruidas, ni resacas dolorosas ni miradas amarillas. Un patadón a la dipsomanía y esta era una buena explicación para la desaparición de algunos podridos maltratos muy poco paternalistas.
   Toda propaganda se despojó de su intención comercial y se tornó en soflamas éticas que empujaban a hacer el bien, de un modo repetitivo y algo molesto: sé amable, sé amable, sé amable.
   Los ropajes de la gente se invirtieron de un modo curioso, y ahora las camisetas ocultaban las piernas y los pantalones y faldas ornaban las cajas torácicas. Las camas se hicieron firmes y cómodas, todas, y otorgaron a las personas el poder de alterar la realidad con sus sueños a su vez, lo que derivó en un caos de consecuencias inenarrables.

   Sin embargo no todo fue lo que yo consideraría amistoso o positivo; por ejemplo los perros y los gatos centuplicaron sus tamaños y se volvieron agresivos, sembrando el temor por todas partes. Pero las autoras del sueño no repararon en si esto compensaba o no el torrente de felicidad, sencillamente lo asumieron como algo natural, tal como asumían con naturalidad la felicidad que se desbordaba.
   Las cosas no son buenas ni malas, las cosas solo son. En esto sus consideraciones demostraban mayor pureza que las mías.
 
   Los prados y las sabanas, los descampados, las calles y carreteras dejaron de ser lisas y llanas y se volvieron sinuosas, ondulantes, como las aguas indecisas que se van y vuelven a venir, ni contigo ni sin ti.
   Y en estas ondulaciones se desplazaba el ahora autobús que alojaba a nuestras soñadoras y sus fraternales sueños, cuando el ornitorrinco (la mejor ciencia es la “indeciencia”, no todo tiene una explicación) que ahora lo manejaba se vio sorprendido por la ondulación muy pronunciada de una curva muy pronunciada, que puso el autobús a dos ruedas a lo largo de bastantes metros muy pronunciados.
   Esta oscilación ladeó las cabezas fantaseadoras en su interior, lo que consiguió que durante unas largas milésimas de segundo (muchos segundos conforman un siglo) se debatieran entre el reino del sueño y el de la realidad, como si el viejo Tutu no quisiera dejarlas escapar y tirara fuerte de sus camisetas pero la fuerza de la gravedad le superase sin remedio. El destino, acostumbrado a los giros más rocambolescos, no esperaba sin embargo tal sacudida brusca ni su nueva posición suspendida y perpendicular. La ventura se quedó pasmada e inclinada horizontalmente junto al autobús. El hado helado de lado.

   El viraje terminó por despertarlas y expulsarlas de los sueños para devolverlas a la realidad. Y como cualquiera que haya estado en ambos sitios sabe, el flujo del tiempo no se comporta del mismo modo aquí y allí. Todo cuanto hubieron creado en su expansión onírica se deshizo tan pronto como hubo sido hecho y lo cierto es que apenas duró unos segundos de nuestro mundo. La gente infeliz volvía a llenar lo que volvía a ser un tren y el conductor volvía a ser un humano harto de su salario precario y sus jornadas inacabables.
   Los cambios fueron tan reales como fugaces. No sé si tú llegaste a darte cuenta de ellos, pero yo sí, aunque duraran tan poco que me obligaran a dudar. Debo aprender a no relacionar las certezas con su longitud en el tiempo. La validez de los hechos no está sujeta a su duración, como solía decir un amigo mío cuya eyaculación era precoz.

   Ellas mismas no llegaron a notar nada, más allá de cierto desasosiego. Su gozo en un pozo, pero sin saber por qué. No entendieron muy bien nada pero enseguida desearon lo que desearan tantas otras veces, volver a dormir y dormir para siempre. Eso sí, juntas.






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