Mecida durante años por los embates marinos,
una vieja y desgastada botella verde recorrió un interminable trayecto que la llevo
por las aguas de medio mundo.
Atravesó tormentas, recibió picotazos de gaviotas, dejó que el sol degradara su
color de un modo implacable y siempre se mantuvo a flote, siempre a la misma
altura sin importar las hondas profundidades que tuviese bajo su cuerpo.
Su húmedo vaivén tocó a su fin el día en que llegó a las costas de una remota ínsula
oceánica, donde fue depositada de manera casi despectiva, como escupida, sobre
una arena extraordinariamente limpia.
Allí permaneció durante días hasta que
fue a dar con ella un anciano de rostro cetrino y pingajos por atavío que se
había acercado a observar el mar desde aquella cala muy escondida a la que casi
nadie tenía acceso. El anciano solía visitar este recóndito paraje casi siempre
con el mismo deseo, el de encontrar paz y soledad. Su contemplación del ponto
respondía sobre todas las cosas a su necesidad de dar la espalda al mundo. Su
divorcio con ese mismo mundo era irreversible. Había agotado muchas de sus
fuerzas y esperanzas y cada vez dependía más de estos momentos llenos de
salitre para obtener las respuestas correctas, y a menudo incluso para obtener
las preguntas correctas, que le insuflaran algo de tenacidad.
Su primer instinto al observar el
cuerpo extraño de vidrio reposando en aquel rincón alejado del mundo al que
venía a someterse a sí mismo a severos interrogatorios, fue de alerta. Pensó
que la civilización había llegado hasta su cala oculta, y temió por las
consecuencias de tal circunstancia que él solo podía juzgar como trágica.
Un vistazo más detenido al envase le hizo cambiar de opinión, no sin alivio.
Un primer y pequeño alivio.
La botella portaba en su interior lo
que aparentaba ser una hoja, enrollada y retorcida de tal guisa que ocupaba por
completo el contenedor que la mantuvo a salvo en su travesía salada.
El anciano se arrodilló en la arena y con un pulso que temblaba un poco por la
decadencia celular y otro poco por la excitación de la serendipia, extrajo
cuidadosamente del envase el rezago vegetal.
Se asombró de su tamaño al desplegarlo
por completo, no recordaba haber visto nunca hojas de semejantes dimensiones. Y
aún se asombró más al descubrir la considerable serie de cicatrices
concatenadas que mostraba aquel pedazo amputado de alguna planta; planta que su
imaginación situó tan lejos como pudo.
Las marcas seguían algún tipo de patrón y sonrió y se declaró tonto a sí mismo
al dar la vuelta a la hoja y ver un texto grabado en ella por mor de precisas
punzadas.
Le llevó varios días y la asistencia de
un diccionario requisado de la biblioteca pública (para siempre aunque lo
ignorase todavía) conseguir descifrar lo que allí había escrito. El idioma era
desconocido para él y la escritura se había deteriorado con el paso del tiempo
y las agitadas circunstancias del medio que la transportó, pero él no cejó en
su empeño y acometió resuelto la empresa, hasta la satisfacción del éxito
final.
La misiva resultó ser algo parecido a
una alerta, a una llamada de socorro, a un grito de auxilio. Rezaba exactamente
así:
«He naufragado y permanezco solo en una
isla que no sé ubicar. Tampoco sé decir cuánto tiempo llevó aquí.
Pero he aprendido algunas cosas y quiero decirte:
Renuncia a la edad. Eso me han enseñado los animales de la isla. Solo al
principio medí el paso del tiempo. Luego me liberé de esa carga absurda. Eres
ahora, eso basta.
Renuncia a los espejos. Si aún no eres honesto, feliz o compasivo, despreocúpate
por tu flequillo. Solo al principio observé mi reflejo en el agua. Luego me
liberé de esa carga absurda. Eres dentro de ti, eso basta.
Renuncia a los adjetivos. Los positivos y los negativos. ¿Qué eres? ¿Alto? Las
palmeras lo son más. Todo es relativo. Fuiste pequeño como niño y empequeñecerás
como anciano. Solo al principio me consideré esto o aquello. Luego me liberé de
esa carga absurda. Eres cambiante en todas las direcciones, eso basta.
Espero haberte auxiliado y socorrido.»
Una vez descifrado el texto, el anciano
se sintió conmovido. Esta vez el viejo mar le había traído respuestas más
certeras que en cualquier ocasión anterior, y le estaba sinceramente agradecido por ello.
Por primera vez en mucho tiempo sintió
que alguien, pese a morar (y quién sabía si moraba aún) en algún lejano punto, le comprendía y apoyaba. Y habiendo vuelto a
su dilecta cala a observar el despliegue cromático de los arreboles del
atardecer sobre las olas infatigables, respiró hondo.
Un segundo y definitivo alivio.
domingo, 30 de agosto de 2020
Tres renuncias embotelladas
domingo, 2 de agosto de 2020
Jet Lag
Del transcurso de la adolescencia para los dos amigos que protagonizan este relato no hay
tanto que decir. Fue una adolescencia tristemente habitual en la idiosincrasia
ibérica. Familia desestructurada, inadaptación a un sistema educativo
competitivo y basado en el autoritarismo y las jerarquías, recíproca
incomprensión social, cero expectativas de futuro, en fin, pronto se pusieron a
fumar porros a dos manos. No culparé al entorno de semejante solución, no por
completo, ni me esforzaré en justificarla. Es evidente que se precisa de cierta
predisposición de espíritu que nuestros amigos poseían, y la autodestrucción es
tan adictiva… sobre todo cuando se comparte. Sea como fuere, ahí estaban todo
el día dale que te pego, expulsando humo al principio por la boca y la nariz,
al final hasta por los oídos. Demacrados y de ojitos brillantes, se reían de
todo artificialmente para olvidar sus ganas de llorar por todo. Pelos largos,
caras enfermas. Cerebros destruidos. Pero aun no puede decirse que estuvieran
peor que muchos de aquellos considerados adaptados o aceptables, quienes a su vez estaban
destrozados por todo tipo de sustancias igual de nocivas pero mucho mejor
vistas en público; desde el azúcar hasta el Prozac. La diferencia radicaba
únicamente en la forma, el fondo era idéntico.
Este par de amigos del vicio y la corrupción del organismo protagonizaron
incontables muchacherías, las más de calado leve, pero también alguna de gravedad
considerable. Aunque de ambas se reían a
carcajadas por igual. Y como dije con anterioridad, poco más hay que añadir.
Años enteros de fumar a todas horas. Tanto fumaban que estaban drogados ya
incluso cuando no consumían nada. Empezaron olvidando para qué se habían
dirigido a la cocina y acabaron olvidando incluso para qué habían arrastrado su
cuerpo, cansinamente, hasta el retrete. Y si no juzgo necesario extenderme en
la descripción de estos años pesados y la niebla graciosilla que los envolvió
es porque asumo que, quien más, quien menos, todo el mundo conoce algún caso
por el estilo, y no suelen diferir sensiblemente entre ellos.
Eso sí, mientras ellos estaban inmersos en las brumas del olvido, la sociedad avanzaba (por calificarlo generosamente) al margen de ellos. El
poder mundial fue ganando terreno poco a poco sobre la humanidad y entre
recortes e imposiciones, fue constituyendo una sólida trama opresiva de la que
cada vez resultaba más difícil escapar. Se aprobaron, mientras precisaron de
aprobación, muchas medidas restrictivas y punitivas, hasta que no fue necesario
seguir aprobándolas y sencillamente se empezaron a decretar arbitrariamente. Nuestros
amiguitos, a los que llamaremos Chip y Chop por no revelar su verdadera identidad
(fue el requisito que impusieron para permitirme explicar su historia) pasaron
esta histórica etapa de retroceso en materia de derechos humanos sin saber ni
por dónde les pegaba el aire, siempre envueltos en su propia nube, tan oscura y
densa que amenazaba siempre lluvia sobre el patio de su casa, que era
particular. El poder impuso una concatenación de leyes infames, de las que no
describiré más que aquella que tiene un peso decisivo en todo este asunto. Era
una especie de cartilla del buen ciudadano, muy distópica ella (y que recordaba
vagamente a China), que establecía aquellos privilegios a los que tenía acceso
cualquier pobre desgraciado uncido por la misma. Privilegios o sanciones, por
supuesto. La manera de determinar esta puntuación era terriblemente caprichosa
y variaba según el humor con el que se hubiese despertado el sátrapa que tomaba
las decisiones. Podían castigarte con el veto al transporte público si escupías
en el suelo, o, en ocasiones, si repetías demasiadas veces la misma palabra a
lo largo del día. Evidentemente todo el mundo era estrictamente controlado y
sometido a un exhaustivo seguimiento que proporcionaba las razones al poder
para castigar o premiar, entendiéndose por «premios» la levedad en los
castigos. Y bien, por no irme por las ramas, os explicaré que esta cartilla
formó parte de la nueva legislación de desplazamiento global y que
viajar de un país a otro se convirtió en un lujo prácticamente inasequible. Sin
el documento en cuestión era absolutamente imposible entrar en ningún país, ni
siquiera en el tuyo. Y de hecho incluso para poder salir del mismo ya
necesitabas bastantes «puntos», aun cuando solo fuera para salir de él sin
tener permiso para entrar en ninguno otro, para permanecer atrapado en el limbo
que llenaba el hueco entre las fronteras. Así de maquiavélico y carente de
sentido era el asunto.
Pero Chip y Chop, pese a que fueron aherrojados con dicha estrella de David en la solapa, en forma de documento de cartón de dudosa calidad, ni siquiera llegaron a
entender lo que estaba sucediendo. Hasta el punto de que ajenos a la situación, un buen día, aburridos
ya de su rutina, porque para los vagos la rutina puede ser igual de
desagradable que para quienes se esfuerzan, empezaron a soñar despiertos con la
posibilidad de largarse de allí e irse a la otra punta del mundo. Esta idea fue
tomando fuerza y cuerpo en sus maltrechas mentes y rápidamente fueron atrapados
por un bucle de fantasías idealistas en las que se veían corriendo por los
campos de asfódelos de las antípodas, libres y felices, dueños de sus vidas. Curiosamente en
ninguna de estas divagaciones se veían a sí mismos inhalando porquerías,
probablemente porque intoxicarse sea incompatible con la felicidad. ¿O ha
existido alguna vez alguien que, bendecido con la felicidad, pensase en
envenenarse?
Se imaginaban incluso ascendiendo en la escala social y obteniendo éxitos de
índole material, a tal grado llegaba la distorsión de su deseo. Trabajarían
recogiendo kiwis, habían decidido sin consultar a nadie. Ya se habían precontratado a sí mismos. Y así como la lechera
del cuento o como el buen hombre que inventó el tablero de ajedrez (un millón
de veces gracias), de un céntimo harían dos y de dos harían cuatro, y habiendo
alcanzado la sexagésima cuarta potencia de su plan, ya serían dueños de la mitad de
Australia. Así de sencillo puede ser soñar despierto. Pero seguro que estáis
deseando ver cómo el universo conspiró y movilizó hasta la penúltima galaxia
solo para plegarse ante los caprichos de estos dos.
Y pudo parecer que así lo hizo en primera instancia, pues por algún motivo
consiguieron acumular cierto botín pecuniario, el suficiente para pagarse el
costoso viaje con la mitad de lo obtenido y aun disponer de otra parte igual
con la que desbrozar los primeros obstáculos que allí encontrarían. Todo este
dinero se obtuvo vendiendo droga, incluso pese a devorar por su cuenta gran
parte de la mercancía, en la cara de los sabuesos del poder, que por obra y
gracia del destino no cayeron sobre ellos ni llegaron a percatarse de lo
sucedido. Seguramente la espontaneidad y naturalidad de Chip y Chop en sus
tejemanejes les permitía pasar desapercibidos y ser ajenos a toda sospecha.
Pero por favor no lo consideréis una astuta estrategia. Era imbecilidad
inconsciente, y como sucede a menudo, afortunada.
Cuando llegó el día planeado, que no fue fijado en base a calendarios ni a
dinero sino a partir de un juanete que atormentaba a Chip y que debía mejorar o
le impediría corretear como un dingo sobre las planicies australianas, tal era
el nivel de planificación, resultó que a base de pasar inexplicablemente
desapercibidos y no haberse metido en líos, disponían ambos de los puntos
necesarios no solo para abandonar su país, sino también para entrar en
Australia. Una bombilla se iluminó de súbito en sus enfurtidos sesos: dejarían
aquí las drogas. Total, la felicidad de la nueva vida soñada aguardaba. Prepararon un humilde petate con sus pocas
pertenencias, aunque olvidaron cosas como el bañador o el cepillo de dientes,
no les pidáis más, y fundiéndose en un simbólico amplexo y tras pasar
doscientos controles de seguridad entre las miradas de funcionarios que
desaprobaban la escapada aunque no podían hacer nada por impedirla, se subieron
al avión.
Menudo viajecito. Sin drogas, sin resistencia física tras los años de
decadencia, con tres escalas y los pertinentes doscientos controles en cada una
de ellas (relativos a su identidad más que a su permiso para acceder a las
ciudades, ya que se sabía que solo estaban de paso), agotados, solo los
mantenía en pie la realización del ideal. Empezaron a divagar, en realidad como
si hubieran «tragado humo chistoso», sobre la manera en la que este viaje en el
sentido de las agujas del reloj les otorgaba o por el contrario les restaba
horas de vida, sobre si ganaban o perdían medio día de vida al irse a un
enclave situado doce horas más allá.
Chop, que se había llevado un libro por error, uno de Carroll titulado “un
cuento enredado”, halló esta sesuda observación entre sus páginas, que
perseguía responder a sus mismas inquietudes:
“Bueno,
ahora supongamos que aquí en Chelsea es medianoche. Entonces, ¿es miércoles al
Oeste de Chelsea (digamos en Irlanda o en América), donde todavía no ha llegado
la medianoche, y es jueves al Este de Chelsea (por ejemplo, en Alemania o en
Rusia), donde ya ha pasado la medianoche?
“Por
supuesto”, dijo Balbus. Lambert permanecía en silencio.
“Pero
no es medianoche más en ningún sitio más, así que no puede cambiar de un día
para otro en cualquier parte. Además, si en Irlanda en América y otros sitios
es miércoles, y en Alemania y Rusia es jueves, debe haber algún sitio… que no
sea Chelsea… en que sean dos días diferentes según el lado. Lo peor de todo es
que allí la gente utiliza los días en orden incorrecto. Tienen el miércoles al
Este de ellos, y el jueves al Oeste… ¡Como si sus días pasasen del jueves al
miércoles!
“¡Ya he oído esto antes!” dijo Lambert.
“Y te lo voy a explicar. Cuando un barco da la vuelta al mundo desde el Este
hacia el Oeste, sabemos que pierde un día, así que cuando regresan a casa, y
dicen que es miércoles, se dan cuenta de que mucha gente dice que es jueves,
porque han pasado una medianoche más que los del barco. Y si se da la vuelta al
mundo en el otro sentido se gana un día.”
“Todo
eso ya lo sé”, respondió Hugh a esta no muy lúcida explicación, “pero no me
ayuda nada, porque en el barco no transcurren los días normalmente. En un
sentido, los días duran más de veinticuatro horas, y en el otro, menos, así que
claro que confunden los nombres. Pero la gente que vive en un sitio concreto
siempre tiene días de veinticuatro horas.”
“Supongo que existirá un lugar así”,
dijo Balbus, meditabundo, “Aunque yo no he oído hablar de él. Para la gente
debe resultar bastante extraño tener el día pasado el Este, y el nuevo día al
Oeste, porque al llegar la medianoche, con el nuevo día por delante y el viejo
por detrás, uno no sabe exactamente qué ocurre. Debo pensarlo.”
Virgen de todas las calenturas neuronales, destruyó más sinapsis Carroll en una
página que una vida llena de canutazos de seis boquillas. Al bueno de Chop casi
le explota la cabeza. A Chip no porque había caído en el profundo trance del
sopor desde la tercera palabra narrada por Chop, así que no alcanzó a recibir
la explicación en su totalidad.
Estaban en la última escala y no eran ya sino sombras de las maltrechas
figuras que iniciaron el viaje. Tenían las bisagras hechas papilla, las bocas
secas, agonizaban entre lamentaciones y arrepentimientos, gruñendo por no poder
tirar la toalla y volver atrás, pensando que quién les mandaría enrolarse en
tamaña empresa, añorando la raigambre, desquiciados hasta límites difícilmente tolerables.
Contando los minutos y los metros que aun se interponían entre sus temblorosos
cuerpos y su meta.
Y al fin acabó su suplicio. Todo pasa. Por fin estaban a punto de aterrizar,
contra sus propios pronósticos tras la paliza sufrida en el interminable viaje,
en el paraíso soñado. Una sonrisa amarillenta y amplísima se apoderó de sus
rostros.
Bajaron y el entusiasmo les confirió unas renovadas energías; ya podían
respirar el nuevo aire que conformaría sus nuevas vidas. Avanzaron con
decisión, pletóricos y hablando bravuconamente del viaje. No había sido para
tanto. Unas “pequeñas molestias” que compensaban con creces este empezar de
cero, esta redención vital. Lo pasado, pisado. Decidieron organizar los
primeros pasos a seguir en este nuevo hogar cuando les dieron el alto con un
tono imperativo y hostil.
El jefe de aduanas exigió la cartilla que les concedía el acceso a esta nueva
tierra (recordemos que ahora el gobierno era mundial y las leyes aplicaban
hasta para el último rincón del globo). Sacaron presurosos la cartilla, y
mientras el jefe pronunciaba una perorata que pretendía ser una suerte de
bienvenida pero que contenía las más severas advertencias, apareció de la nada,
como una exhalación, un perro policía, al galope sobre sus cuatro patas y con
la lengua fuera, que se abalanzó sobre la riñonera de Chop. El chucho había
olido droga. El ambiente se tensó y pareció como si unos tramoyistas trucasen
las puertas del paraíso en la antesala del averno. El chucho gañía con
desesperación y es de justicia reconocer que en la riñonera no había nada, que
no transportaban droga alguna y que el can no olía sino los restos de lo que
allí en alguna ocasión fue puesto. Pero esto fue todavía peor. El chucho se
incorporó y se puso a jurar en hebreo. No penséis que esto fue debido a alguna
alucinación por parte de las cabezas de nuestros amigos, en todo momento he
estado hablando del sargento mismo del departamento de policía del aeropuerto.
Si pensasteis en un pastor alemán o algo por el estilo, ha sido a fuer de
vuestros prejuicios, porque los perros policía pueden ser de varias especies.
La cuestión es que el sargento tenía un mono tan grande que este habría podido
encaramarse a lo alto del Empire State Building a derribar aviones del ejército
a manotazos, y la fragancia a porrillo le había abierto el apetito a tal punto
que descubrir ahora su ausencia le había enfurecido sobremanera. Se había
puesto y arrebatado, él mismo, el cannabis en los labios.
Cegado por la ira, encerró a Chip y Chop en una celda maloliente, los vapuleó de vez en
cuando a lo largo del día y tras haber desahogado a golpes su síndrome de abstinencia, les pateó el
trasero de vuelta a su país de origen.
Este segundo viajecito fue bastante más difícil de soportar que el primero, lo
cual es bastante afirmar. Humillados, apaleados y con los sueños rotos,
tuvieron que enfrentarse una vez más a un viaje hasta el otro extremo del orbe.
Las escalas, los dolores de articulaciones, los controles, la perdida de
dinero, la apatía, el apocamiento del alma, del cuerpo, de la mente.
Experimentando el descenso al fondo del abismo de la miseria humana. Uno de
ellos consideró en una de las escalas quitarse la vida y acabar con el
calvario; empalmar estas dos odiseas con el único paréntesis de unas horas
recibiendo tortazos en una celda inmunda era un proceso atroz y que les
superaba a todas luces. Ya les daba igual si habían perdido o ganado un día de
vida, si Carroll tenía razón en sus elucubraciones o no. Hubieran suplicado que
les atasen una soga alrededor del cuerpo y los arrastrasen tirando de ella hasta casa.
Pero al final vivieron lo suficiente como para alcanzar su destino. Porque todo
pasa. Allí estaban de nuevo, en el aeropuerto de su tierra natal, de vuelta de
las antípodas sin traer más recuerdo que cardenales por todo el cuerpo y su
correspondiente dolor agudo. Se encaminaron con un humor de perros hacia el
control de acceso al país y entonces, de improviso, la vida les dio a entender
lo malos que eran los porritos para la memoria y la concentración. Se habían convertido en unos perdularios. Observaron,
horrorizados y con una mueca que merecía ser plasmada con óleos sobre un lienzo
gigantesco, que se habían dejado sendas cartillitas de las narices en Australia.
Y que tendrían que volver a por ellas.