domingo, 30 de agosto de 2020

Tres renuncias embotelladas

 
  Mecida durante años por los embates marinos, una vieja y desgastada botella verde recorrió un interminable trayecto que la llevo por las aguas de medio mundo.
Atravesó tormentas, recibió picotazos de gaviotas, dejó que el sol degradara su color de un modo implacable y siempre se mantuvo a flote, siempre a la misma altura sin importar las hondas profundidades que tuviese bajo su cuerpo.
Su húmedo vaivén tocó a su fin el día en que llegó a las costas de una remota ínsula oceánica, donde fue depositada de manera casi despectiva, como escupida, sobre una arena extraordinariamente limpia.
Allí permaneció durante días hasta que fue a dar con ella un anciano de rostro cetrino y pingajos por atavío que se había acercado a observar el mar desde aquella cala muy escondida a la que casi nadie tenía acceso. El anciano solía visitar este recóndito paraje casi siempre con el mismo deseo, el de encontrar paz y soledad. Su contemplación del ponto respondía sobre todas las cosas a su necesidad de dar la espalda al mundo. Su divorcio con ese mismo mundo era irreversible. Había agotado muchas de sus fuerzas y esperanzas y cada vez dependía más de estos momentos llenos de salitre para obtener las respuestas correctas, y a menudo incluso para obtener las preguntas correctas, que le insuflaran algo de tenacidad.
Su primer instinto al observar el cuerpo extraño de vidrio reposando en aquel rincón alejado del mundo al que venía a someterse a sí mismo a severos interrogatorios, fue de alerta. Pensó que la civilización había llegado hasta su cala oculta, y temió por las consecuencias de tal circunstancia que él solo podía juzgar como trágica.
Un vistazo más detenido al envase le hizo cambiar de opinión, no sin alivio.

Un primer y pequeño alivio.

  La botella portaba en su interior lo que aparentaba ser una hoja, enrollada y retorcida de tal guisa que ocupaba por completo el contenedor que la mantuvo a salvo en su travesía salada.
El anciano se arrodilló en la arena y con un pulso que temblaba un poco por la decadencia celular y otro poco por la excitación de la serendipia, extrajo cuidadosamente del envase el rezago vegetal.
  Se asombró de su tamaño al desplegarlo por completo, no recordaba haber visto nunca hojas de semejantes dimensiones. Y aún se asombró más al descubrir la considerable serie de cicatrices concatenadas que mostraba aquel pedazo amputado de alguna planta; planta que su imaginación situó tan lejos como pudo.
Las marcas seguían algún tipo de patrón y sonrió y se declaró tonto a sí mismo al dar la vuelta a la hoja y ver un texto grabado en ella por mor de precisas punzadas.
Le llevó varios días y la asistencia de un diccionario requisado de la biblioteca pública (para siempre aunque lo ignorase todavía) conseguir descifrar lo que allí había escrito. El idioma era desconocido para él y la escritura se había deteriorado con el paso del tiempo y las agitadas circunstancias del medio que la transportó, pero él no cejó en su empeño y acometió resuelto la empresa, hasta la satisfacción del éxito final.
  La misiva resultó ser algo parecido a una alerta, a una llamada de socorro, a un grito de auxilio. Rezaba exactamente así:

  «He naufragado y permanezco solo en una isla que no sé ubicar. Tampoco sé decir cuánto tiempo llevó aquí.
Pero he aprendido algunas cosas y quiero decirte:

Renuncia a la edad. Eso me han enseñado los animales de la isla. Solo al principio medí el paso del tiempo. Luego me liberé de esa carga absurda. Eres ahora, eso basta.

Renuncia a los espejos. Si aún no eres honesto, feliz o compasivo, despreocúpate por tu flequillo. Solo al principio observé mi reflejo en el agua. Luego me liberé de esa carga absurda. Eres dentro de ti, eso basta.

Renuncia a los adjetivos. Los positivos y los negativos. ¿Qué eres? ¿Alto? Las palmeras lo son más. Todo es relativo. Fuiste pequeño como niño y empequeñecerás como anciano. Solo al principio me consideré esto o aquello. Luego me liberé de esa carga absurda. Eres cambiante en todas las direcciones, eso basta.   

Espero haberte auxiliado y socorrido.» 



  Una vez descifrado el texto, el anciano se sintió conmovido. Esta vez el viejo mar le había traído respuestas más certeras que en cualquier ocasión anterior, y le estaba sinceramente agradecido por ello.
Por primera vez en mucho tiempo sintió que alguien, pese a morar (y quién sabía si moraba aún) en algún lejano punto, le comprendía y apoyaba. Y habiendo vuelto a su dilecta cala a observar el despliegue cromático de los arreboles del atardecer sobre las olas infatigables, respiró hondo.
 
Un segundo y definitivo alivio.




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