jueves, 13 de mayo de 2021

Mi retiro espiritual

 En la primera habitación convivían siete almas: la de una mujer adulta y las de sus seis gigantescos canes. Dos dogos, tres mastines y un lobero irlandés. Perros de unas dimensiones desproporcionadas que se disputaban cada centímetro cuadrado de aquella reducida estancia y que compartían con su ama un acentuado deje de misantropía en general, particularmente enfocado hacia los vecinos de las otras habitaciones. Tan pronto como sus finísimos sentidos les hacían advertir la llegada o siquiera la presencia de algún otro inquilino, los colosales chuchos enloquecían y estallaban en un ronco concierto de ladridos y espumarajos, rebosantes de compartida insania, que recordaban lejanamente a los discos de Enrique Iglesias y a los que incluso, en las noches de luna llena, se añadían los gruñidos de la señora. De un modo muy natural, eso sí. Una nota de armonía que exornaba el caos.
 Cuando el yerno suizo de esta buena mujer le quiso obsequiar con un San Bernardo, ella consideró que era una idea fantástica y que ya aprenderían a apretujarse todos un poquito más en la habitación. El yerno se ofreció a traerle en persona el San Bernardo desde los mismos Alpes suizos, y ella, ante tanta amabilidad, convino en ir a recibir a ambos, yerno y can, al aeropuerto. Declaró que pensaba acudir a la cita acompañada de sus seis «hijos», noticia que sentó como una patada en los riñones al obsequiante, conciente del bochinche que se armaría en la terminal, pero contra la que no encontró a tiempo ninguna argucia que le permitiese intentar impedirla. Aterrizaría en unos pocos días, concretamente el quince de marzo.

 En la segunda habitación vivía un solo hombre pero también toda una orquesta. Era uno de esos músicos apasionados que se esmeraba en emplear cuantos más instrumentos a la vez, mejor. Un hombre orquesta. El artista se dejaba el alma en cada interpretación, y no era tarea sencilla conseguir que todos aquellos instrumentos produjesen música, a poder ser la misma música, al unísono. Sus amigos le decían que fuese un poco más realista, que sus pretensiones superaban con mucho a la capacidad humana, pero él era demasiado tozudo, autodenominado eufemísticamente soñador, para dar su brazo a torcer ante aquellas reconvenciones. El brazo ya se lo torcía la tuba. La orquesta con la que intentaba cargar constaba de dicha tuba, contrabajo, piano de cola, bombo, hidraulófono y triangulito. Había pergeñado un curioso sistema de cuerdas y arneses para poder cargar con todos esos artísticos cachivaches sin dejar de sacarles notas.
 Por supuesto, era humanamente imposible que tal empresa tuviera éxito, y pese a sus denodados esfuerzos y su perseverancia, solo había conseguido cosechar un fracaso tras otro hasta aquel entonces. Estos dolorosos fracasos le hundieron en el abismo de las drogas y le convirtieron en un adicto al sulfato anfetamínico, llamado cariñosamente spiz. ¿Le ayudaron a sobrellevar sus incapacidades los estupefacientes? Por lo menos le sirvieron de acicate. Tras inhalar polvo por la nariz hasta sangrar, volvía furioso a sus instrumentos y se fundían, el hombre y la orquesta, como si le fuera la vida en ello.
 Su calendario tenía una fecha marcada en rojo, rojo sangre nasal, en la que tendría una audiencia con un jefe de circo, audiencia en la que depositaba todas sus esperanzas (seamos claros, se mascaba la tragedia) y que tendría lugar el quince de marzo.  

La tercera habitación la ocupaba una señora casi inmortal, de edad difícilmente calculable, que había perdido el oído, para bien o para mal, ya hacía décadas. Estaba sorda como una tapia. Le suponía un esfuerzo titánico llegar a oír su propia voz interior.
 Ella solo fue una víctima más de aquel infame drama humano conocido como la telebasura. Cuanto más gritaban los botarates que conformasen la tertulia de turno, cuanto más estridentes fuesen sus chillidos, tanto más se resentían los tímpanos de nuestra heroína, que concedía poquísima importancia al precio que estaba pagando por su adicción a la coprofagia audiovisual, el cual combatía de un modo tan sencillo como eficaz: subiendo el volumen de la caja tonta. Evidentemente los decibelios cada vez le sabían a menos y tuvo que incorporar dispositivos específicos que le permitieran aumentarlos de un modo todavía perceptible por sus tímpanos en huelga (¿quién puede juzgarlos? Todos preferiríamos morir a vivir en esas condiciones).
 Se compró altavoces, el estéreo, el dolby surround, mega bass, audífonos y una trompeta de oído de elegante remate. Toda esa inversión fue un acto de altruismo. Ahora se enteraba la comarca entera de las sandeces que se discutían en aquellas tertulias. Se enteraban todos menos ella, sí, pero no era óbice para interrumpir su incansable lucha. Había visto en la televisión que próximamente saldría al mercado un altavoz de tecnología alienígena reforzado con el eslogan “sonido súper bestia”. Su sueño se materializaba. Estaría allí horas antes de que abriese la tienda, dispuesta a golpear al prójimo si fuese menester para ser la primera en hacerse con aquella monstruosidad. Salía a la venta el quince de marzo.
 
La quinta habitación era hogar de un incansable artesano consagrado a la producción casera de bocinas de compresión. Trabajaba a destajo durante jornadas que parecían no tener fin, y en sus escasos ratos libres se entregaba a la noble afición de elaborar vuvuzelas. No existe criatura en este mundo en condiciones de desmerecer el empeño de este señor en su trabajo; su compromiso con la producción de bocinas rayaba en lo vesánico. Sin embargo, contaba para su descargo con un pequeño aunque eficaz ayudante. Un mono malayo al cual había domesticado y que había llegado a aprender, con mucha paciencia, el oficio de bocinero. A veces se relevaban en las funciones, y era el mono quien creaba una potente bocina que probaba el artesano, pero lo habitual era que el gaje del mono consistiese en experimentar con las creaciones de su amo. Tenía buenos pulmones la criatura para ser tan pequeñita, y se le llenaba el tórax de aire y de placer por igual cuando llegaba el momento de entonar una buena vuvuzela, porque sí, había aprendido a deleitarse también con la afición del artífice humano y se recreaba con aquellos gozos infundibuliformes.
 En las últimas semanas se habían empleado a fondo, sin ceder terreno siquiera al descanso, en la producción y testeo de una cantidad ingente de bocinas. El motivo de este frenesí laboral era la cada vez más cercana en el tiempo “gran feria anual de la bocina de compresión”, a la que acudían fabricantes y usuarios de los cuatro puntos cardinales, ávidos de una buena ración de potentes bocinazos, y en casos como el que nos ocupa, en busca de un suculento contrato. Aunque este artesano y su mono malayo no caían en el pueril desatino de reducir su actividad al lucro. Amaban su oficio y no solo asistirían a la feria con afán de vender, sino también de comprar los últimos productos y novedades. La esperadísima feria tendría lugar el quince de marzo.

 La sexta habitación era todo un nidito de amor. O tal vez lo fuera tiempo atrás, porque la situación se había complicado un pelín. Aquel techo daba cobijo a un joven matrimonio que se hallaba inmerso en un doloroso y violento proceso de separación. Las discusiones habrían hecho palidecer a un veterano de guerra y consistían por lo común en un ledo intercambio de exabruptos entonados a todo pulmón. Violencia verbal, en ambas direcciones, salpicada con sutiles toques de violencia física, en ambas direcciones también. Belicismo concentrado. Para acabar de complicar la coyuntura, la pareja tenía tres vástagos, de la misma edad, esto es, seis, seis, seis añitos, y que pasaban por ser sendas encarnaciones de cada una de las testas de Cerbero. Surgidos del cieno del más profundo pozo del Yahannam, estos querubines invertidos pugnaban ferozmente por obtener la atención de sus padres, aunque era una meta inalcanzable porque aquellos estaban siempre demasiado entretenidos atosigándose mutuamente. Los niños habían desarrollado estrategias varias en busca de satisfacer su propósito. A veces entonaban trenos, a veces se golpeaban hasta llenarse de moratones y arrancarse buena parte de sus rútilos cabellos, y en cualquier caso organizaban siempre una babel indescriptible, tristemente improductiva en cada ocasión.
 Las autoridades estaban al tanto de aquella debacle humana y una asistente social se había remangado y había jurado poner orden en aquel núcleo familiar. Mucho tiempo después se estremecería entre carcajadas histéricas al oír el apellido de aquellos seres a los que ahora pretendía pacificar, pero, desconocedora aún del trágico destino que estos le depararían, empezó por citarlos para una primera entrevista colectiva, en la que intentarían trazar una estrategia de conciliación. Ingenua. Este primer tete-a-tete se produciría el quince de marzo.

La séptima y última de las habitaciones era morada de un tranquilo señor de austera y ordenada vida monástica, que vivió sumido durante largos lustros en unas profundas meditaciones. Inalterable, sereno, ejemplo de mansedumbre y quietud taoísta, su vida se fue al traste cuando yendo a por incienso se extravió y acabó, sin saber cómo, en un evento político. Una gran reunión con miles de abducidos de un signo u otro, circunstancia irrelevante pues todos los colores políticos son el mismo en un tono distinto. Al pobre hombre aquel día se le introdujo un demonio ancestral en el cuerpo. Quedó poseído. Y esto es lo mínimo que puede ocurrirle a quien se aventura a participar de eventos de índole marcadamente satánica como son los mítines políticos.
 Volvió a casa vomitando bilis y profiriendo unos chillidos de ultratumba espeluznantes. Parecía el primo afónico de Dani Filth. No conseguía permanecer quieto ni un solo instante y alternaba sus desgarradores gritos con el lanzamiento de objetos contra las paredes, añadiendo la percusión a los coros de las múltiples voces que le subían desde las corrompidas profundidades del alma.
 Sus familiares se asustaron mucho cuando se enteraron de la noticia y acudieron prestos a las autoridades eclesiásticas pertinentes, que a su vez enviaron un whatsapp al más reputado exorcista de Roma. Este se comprometió a acudir desde la Santa (santa mis cojones) Sede hasta la diócesis parroquial del barrio, donde procedería a echarle una garrafa de agua bendita al desafortunado y a decirle cuatro cosas bien dichas en latín, como si eso fuera a servir de algo. El poseído sería entrevistado, y siendo optimistas, quizás incluso sanado, el quince de marzo.

 Si eres una persona atenta habrás notado que me he saltado la cuarta puerta. La del medio. Eje y centro de aquella vecindad. No ha sido despiste. Lo que sucede es que la cuarta puerta daba a una habitación desocupada que buscaba, o mejor dicho rebuscaba una y otra vez, un nuevo inquilino. La convivencia era… cómo decirlo… conflictiva. Pero todo eso fue imposible de saber todavía para mí, que concerté una entrevista para ir a verla aquella soleada tarde del día, oh casualidad, quince de marzo.
El casero vino desde lejos porque él vivía en la gran ciudad y aquellas habitaciones se ubicaban en una masía muy en las afueras. El enclave era precioso, un templo del verdín, y conquisto de inmediato mi corazón. Esto era lo que buscaba, PAZ, en mayúsculas.
 El casero tan pronto miraba extrañado a las paredes como si oyera, o más bien como si no oyera voces que sí debería oír, como me miraba a mí con una amplísima sonrisa y cierta ansía febril por sellar nuestro arrendamiento.
Algo en su estampa, unido a aquella silenciosa habitación y aquel hermoso entorno, terminó por conmoverme, y así, le confesé:
  -Escuche, quiero ser honesto. Si he venido hasta aquí en busca de alojamiento es porque huyo de dos fantasmas que me atormentan sin tregua. El primero es una migraña sempiterna y horriblemente destructora que me impide casi el contacto con la existencia. El segundo, quizás ilación del primero, es un temperamento atrabiliario y tornadizo que oscila entre dos extremos muy marcados, siendo uno un mal genio intratable y el otro la cólera homicida. Estoy aquí por recomendación no solo de mi neurólogo, sino también de mi abogado. Y ambos han sintetizado el consejo con las mismas palabras: «así evitaremos una tragedia irreparable». No sabe usted lo mucho que me emociona llegar hasta aquí y disfrutar de este hermoso silencio. Siento un agradecimiento enternecedor y estoy dispuesto a aumentar una pequeña cantidad a la suma que tenga usted a bien pedirme, porque le considero mi salvador.
 Hubo entonces un bonito silencio.
El tipo se limitó a responder escuetamente «por supuesto, disfrute de su nuevo hogar» y a extenderme el contrato entre camanduleros guiños de ojos y otros gestos de una amabilísima cortesía.
En ese momento sentí que podía confiar en él y sí, así, así el bolígrafo con la determinación de quien sabe que está tomando la mejor decisión posible. 

No hay comentarios: