domingo, 3 de octubre de 2021

Usura social


   Qué lejos parecen quedar ahora, cuando se observa la triste tendencia actual, aquellas pasiones innatas que empellaban a la gente a hacer de un oficio o profesión su telos.
   La vocación. Dignísima virtud humana que ha allanado el camino para el avance de toda suerte de artes y ciencias, merced a aquellas personas afortunadas que decidieron vivirla sin ofrecer resistencia, aceptándola como un don.
   Por supuesto el primer impulso es el de expresarse respecto a esta circunstancia en términos positivos. ¿Qué puede haber de malo en sentir la llamada de una meta superior, en entregarse al cumplimiento de un propósito, en convertirse con humildad en herramienta para el progreso humano? Concedido, las bondades de la vocación en sí parecen irrefragables. Pero el propósito no tiene por qué ser del mismo modo positivo, muy a mi pesar mío y de mi especie.

  Esto viene a colación del personaje que me dispongo a describir, quien fue presa de una profunda vocación que se apoderó de él hasta el tuétano. Su inclinación innata era la de llegar a ser banquero. ¿Puede considerarse el ejercicio de la banca como algo positivo? No es mi intención meter los pies en complicadísimos cenagales de los que no podría salir sino sucio, así que me limitaré a admitir que para los banqueros debe ser, en efecto, algo muy positivo y provechoso, mientras que para el resto de la humanidad, en especial a largo e incluso medio plazo, sospecho que no tanto. Diría que sus víctimas observan la profesión financiera, el vampirismo pecuniario, desde todo un espectro de emociones, que incluye escasas amabilidades.
   Pero insisto, no quiero extraviarme en estas divagaciones, sean más o menos ciertas. Allá cada cual con su opinión al respecto. Nuestro protagonista, Josué, sentía bullir en su ser la proclividad a las actividades financieras.
   No obstante, por desgracia era un zopenco y el empuje de su espíritu no se vio acompañado por un intelecto a la altura. Por lo tanto tuvo que conformarse con ser un obrero; el concurso de las circunstancias no siempre resulta favorable a nuestros deseos, esto es de sobras conocido por todos.

   Josué pasó por la vida luchando por su jornal como cualquier hijo de vecino. Así que no me extenderé en tediosas explicaciones sobre su rutina, que es la de tantos otros, e iré directamente al punto de inflexión en que pudo aunar la existencia gris con su aurífero anhelo.
   Por mor de una serie de carambolas, llegó el día en que pudo empezar una nueva etapa laboral en el extranjero; una nueva vida abría sus puertas para él. Y por supuesto, el instinto le hizo ver la oportunidad 𝘪𝘯 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘪𝘯𝘦𝘯𝘵𝘪, pues la vocación es siempre preclara: ejercería de banquero a pequeña escala, sería un diletante de las finanzas.
   ¿Cómo pensaba hacer eso? Es más sencillo de lo que puede creerse. Cuentas hay de muchos tipos. Y él dio inicio a un inaudito libro contable. Un libro de favores.

   Se frotó las manos ante la perspectiva y se lanzó a la caza de clientes. Necesitaba a personas que desearan préstamos. Él los ofrecía a diestra y siniestra, de noche y de día. Favores siempre cómodos de realizar, que no salpicasen demasiado y que se ajustasen a su conveniencia, sobra decir. «¿Quieres que te ayude con eso? ¿Necesitas tal cosa? Vamos, vamos, sin problema, para eso estamos». En ocasiones, ante la negativa de personas que se sentían perturbadas por su insistencia, endurecía el discurso y lo elevaba al imperativo: «Que te hago el favor y punto», imposición que esta gente timorata no hallaba modo de contradecir. Y si es que no hallaba el medio de conceder favores, entonces se dedicaba a repartir golosinas con frenesí, a poder ser a aquellas personas de su entorno que gozasen de cierta autoridad o influencia. Por supuesto jamás mencionó el tipo de interés. Por su discurso se deducía con claridad que el interés era del orden del cero, del más inofensivo e inexistente cero. Sus clientes, que no lo conocían de nada, llegaban a sentirse conmovidos por una actitud tan servicial. Qué sinnúmero de socorros llevó a cabo. Qué buena persona era.

   Esta encarnación del servicio al prójimo, empero, apuntaba todo en un gran libro en blanco, de tapa dura, que se había agenciado para tal fin. Cada pequeño favor, hasta la última golosina obsequiada; todo era patentizado y cuantificado en su libro contable. Un libro contable, cabe señalar, de una deficiencia tal, que solo consideraba el debe y jamás tuvo espacio para el haber. Josué registraba siempre cuanto daba y nunca cuanto recibía. Si sus cuentas aumentaban, pese a ser consideradas únicamente en la mitad de su todo, fue porque cada vez disponía de más y más clientes. Más y más personas sibilinamente embaucadas.

   Así que toda vez creada tan suculenta cartera de clientes, llegó el tiempo de la cosecha. Aquel método empleado por la CIA, coloquial aunque merecidamente llamado «terrorismo financiero» consistente en destrozar países y empobrecerlos, para, una vez obligados a aceptar préstamos, adueñarse de todos sus recursos naturales, su sangre y la sangre de sus hijos y hasta el cielo sobre su territorio, 𝘢𝘥 𝘢𝘦𝘵𝘦𝘳𝘯𝘶𝘮, era un juego de chiquillos. Los semblantes de dichos emisarios del Poder se arrebolarían ante el despotismo con el que Josué extendía sus facturas. ¡Ay, amigo! ¡Qué caro el caramelo! Si le vendes tu alma a Satanás será más flexible contigo.

   Josué se sentía ahora como el dueño de su entorno. Poseía un ejército de secretarios, peones de mudanza, traductores, amanuenses, pintores, electricistas, fontaneros, recaderos, masajistas y hasta jefes y astronautas, lo que le apeteciese y conviniese, todos sometidos por el peso de la deuda. «Al mundo ya no lo mueve el dinero sino la deuda». Y el entorno de nuestro aspirante a banquero era a esta premisa lo que los átomos son a los planetas. A juzgar por la intensidad y densidad de la concentración de deuda, ofrecía visos de llegar a convertirse en el núcleo de la deuda universal, con la macroeconomía girando en órbitas lejanas e inabarcables, pero siempre en torno a la usura más condensada, que era la suya.

   Poco duró, eso sí, su majestuoso poder. Sus planes omitieron un detalle de bastante relevancia: los banqueros antes de ejercer de sanguijuelas, tuvieron la precaución de establecer un marco legal que les amparase y respaldase. Él no. Así que con el paso de los meses, empezaron a surgir las primeras protestas por parte de sus, hablemos claro, explotados. ¿Y cómo iba a obligarles a nada? Qué desamparado llegó a sentirse ante las primeras negativas. Desarrolló para combatir tal desvergonzada actitud un abanico de herramientas que comprendía desde el chantaje emocional hasta la amenaza física, pasando por la renegociación de la deuda, pero siempre aderezadas con dosis más o menos evidentes de violencia verbal y dominación.

   Ni por esas. Puede que a los más necios o cobardes los hiciese comulgar con su visión mercantilista de las relaciones, pero cada vez más gente aprendió a mandarle a tomar viento, a freír espárragos, al infierno o directamente a la mierda. Él jamás pudo comprender cómo podía ser la gente tan desagradecida. Se le escuchaba sollozar por los rincones, entre hipos desolados, «con todo lo que yo he hecho por ti».

   Se fue quedando solo. Cada vez introducía menos favores en su libro y lloraba observando sus páginas en blanco. Este mundo, con su ingratitud, no merecía a personas como él. Era una víctima, un incomprendido. Desde el resentimiento, observaba a los demás hacer una vida normal, y juzgaba como mezquino todo favor altruista que se llevara a cabo entre sus congéneres. Su mente no era capaz de concebir algo así. «Mírale –se decía–, es evidente que es un interesado, ofreciéndose para ayudar. Es un falso que solo aspira a ascender valiéndose de esa mascarada». Este era el único escenario posible en su comprensión de la realidad.
   Le habría venido bien reflexionar. A fin de cuentas el ostracismo le estaba afectando. No solo le faltaba la legión de vasallos, a estas alturas le faltaban incluso el afecto, el calor humano, la compañía. Pero seguía obstinado, el orgullo era un escollo demasiado grande para él.
   Un paseo por el campo, con objeto de lanzar el libro al río y empezar, lentamente pero con ganas y compromiso, el proceso de aprender a actuar desinteresadamente, de satisfacerse con la solidaridad y el altruismo, habría sido la solución a todos sus problemas.

  Pero, tal vez porque se había convertido en un inútil demasiado dependiente de sus deudores o quizás por miedo a su propio recibo, el tipo de los favores ya no era capaz de hacerse un favor a sí mismo. 


 


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