No hace mucho tiempo, en una ciudad llamada Hamelín,
típica ciudad occidental con mucho escaparate y poco respeto, sucedió algo que
era a todas luces previsible, pero que nadie intentó evitar a tiempo.
La ciudad, cuna del brutal desequilibrio entre clases, tras acelerar el insostenible ritmo de vida
hasta límites diabólicos siempre bajo el pretexto del progreso, terminó por
llenarse de cemento y de indigentes.
Los prohombres de la ciudad estaban realmente contrariados, pues dentro de sus
planes avaros no entraba el mostrarse condescendientes con ningún tipo de
efecto colateral, y aquellas personas no sólo no generaban más riquezas para
los prohombres, sino que entorpecían la senda del consumo. Ensuciaban
asquerosamente con sus andrajos y sus pieles sucias la imagen de los
escaparates que durante tanto tiempo habían dispuesto para mantener dopada a la
población productiva.
Por más que los mandamases habían contratado a toda una legión de individuos
con severas deficiencias psicosociales y los había uniformado, armado y dotado
de poder sobre lxs hamelines=s, estos no podían eliminar indigentes al mismo
ritmo al que aparecían.
La situación se les escapaba de las manos, pues no estaban dispuestos a perder un solo céntimo en reinsertar a aquella gente maloliente en el mundo laboral, y proliferaban como setas dado el injusto reparto de riquezas establecido en Hamelín.
Completamente desesperados, decidieron ofrecer la oportunidad de chupar
los huesos que ellos desechaban, lo que equivalía a ofrecer cuatro perras para avivar
el ingenio popular, a cambio de soluciones prácticas, pues quizás aquella
escoria borreguil que maquinalmente engordaba sus arcas le ofrecería algún remedio.
Tras elaborar una campaña mediática a bombo y platillo, que para eso los medios
de comunicación eran suyos, consiguieron movilizar a unas cuantas personas, que
sobretodo temían acabar en la indigencia también.
Había propuestas para todos los gustos y muy pintorescas, pero la que más llamó la atención a los “hombres de bien” que gobernaban, dominaban, exprimían y
esclavizaban Hamelín, fue la de un extraño que prometía arrastrar a los sin
techo fuera de la ciudad con tan sólo tocar su flauta.
Tenía gracia que fuese un músico quien les fuese a convencer. Ellos siempre habían
despreciado a esxs librepensador=s recalcitrantes, de hecho, ellos siempre
habían despreciado la música y sus efectos positivos sobre la gente, y hasta
habían empezado a asesinarla sutilmente, sustituyéndola por pop y bazofias
electrónicas sin mensaje ni trasfondo.
Pero ahora estaban dispuestos a escuchar al estúpido bohemio aquel.
Le exigieron con tono altivo que “limpiase” de organismos parasitarios su gran
tienda al día siguiente y ellos a su vez le darían dinero para que lo pudiese gastar
en su gran tienda de la farsa social, Hamelín, perpetuando la rueda de la
esclavitud consumista.
A la mañana siguiente el flautista se puso manos a la obra.
Salió a la calle, y esquivando al rebaño imbécil y homogeneizado que siempre le
hacía sentir como un farillón, sacó la flauta y empezó a entonar una hermosa melodía
hipnótica que arrastró tras de si a las ingentes hordas indigentes de un modo
tan misterioso como implacable.
La gente asistía extrañada al espectáculo, pues no entendían de hermosas
melodías ni comprendían el destino de todxs aquellxs parias que avanzaban incansables tras el personaje de la flauta, pero el poder
pronto les puso en pantalla un programa especial sobre las liviandades
cometidas por Paquirrín y el desfile de vagabundos pasó al olvido.
Aunque el flautista prometió a los tiranos exterminar a aquellas víctimas del sistema
depredador de personas, no las llevó a despeñarse por un barranco sino a un
pueblo rural no muy lejano, que la gente había abandonado tiempo atrás en busca
de los fuegos de artificio consumistas que ofrecía la gran ciudad.
Allí lxs indigentes establecieron una colonia basada en la autogestión y el apoyo mutuo que
prosperaría feliz y dignamente hasta ser exterminada mediante el uso de napalm por
el poder dos lustros después, pero esa es otra historia.
Una vez concluida su labor, el bohemio de la flauta de madera se dirigió a los prohombres con una consigna
indubitable entre ceja y ceja, ser justamente remunerado.
Pero las consecuencias de su acción complicaron un poco la retribución de la
misma, pues había impulsado el comercio, ya que la gente se sentía mucho más
empujada a gastar sin la molesta presencia de lxs sucixs indigentes.
Que ahora hubiera más dinero en circulación, no debería haber sino multiplicado
sus emolumentos, pero ya se sabe que en arca de avariento, yace el diablo dentro.
Con las nuevas ganancias, la codicia de los prohombres se había disparado un
poquito más si cabe, y su respuesta a la demanda del flautista fue sencilla. En
primera instancia se rieron en su cara a carcajada limpia, y luego llamaron a
dos vasallos policiales para que le propinasen una paliza legal, por insolente.
Además, le pusieron una multa por valor de la lujosa alfombra que su sangre
había mancillado en el despacho de los prohombres.
Aquellos burgueses exentos de escrúpulos habían conseguido enojar con su
avaricia e ingratitud al flautista, que se debatía entre no rebajarse a su
nivel y limitarse a vivir una vida feliz con lxs indigentes en aquel pueblo
ahora lleno de vida, o si obedecer a sus impulsos primarios y vengarse.
Al final, sucumbió a sus deseos más viscerales y juró venganza; sembraría su
rencor donde más doliera.
Tras reflexionar sobre las posibles vías de las que disponía para apaciguar su
sed de venganza, concluyó que bien podría arrebatar a la infancia como hiciera
con lxs vagabundxs. Sabía que esto sería asestar una certera puñalada al
corazón de la bestia, y no porque lxs niñxs a los mandamases le importaran más que una puta mierda, sino
porque representaban el relevo generacional de maquinaria orgánica a la que
explotar e inducir a consumir desaforadamente. Así lo decidió, les desposeería de sus
futurxs vasall=s.
No habían pasado dos días y la gente volvía a ver al excéntrico flautista, aquel que no vestía “como hay que vestir”, hacer sonar bellas melodías a través de su flauta de madera.
Sin embargo, esta vez caminaba solo, y además con cara de incredulidad.
El flautista se esmeraba, tocaba con la emoción a flor de piel, vertiendo su
alma en la flauta, y no obtenía resultado alguno.
Su melodía, compuesta para embrujar y atraer los espíritus infantiles a su
vera, resultaba ser completamente estéril.
Estupefacto, corrió a asomarse por las ventanas, a ver si veía a algún
niño y alcanzaba a comprender que demonios estaba sucediendo.
Y así fue como vio en varias ventanas la misma estampa: niñxs con expresión perdida
machacando botones, atent=s a pantallas. Habían sido hipnotizadxs por los
videojuegos antes que por él, y ahora no había quien les rescatase del letargo,
estaban sumid=s irreversiblemente en la dolce
far niente mental.
Imaginó como debían disfrutar los prohombres sometiendo a la infancia y sintió
más rabia aún, pero no le dio tiempo a expresarla porque la policía, que había sido
alertada por un amargado ciudadano ejemplar preocupado por ver arte en las calles, le
había reducido y ya le estaba dando de porrazos hasta en la flauta, por haber
alterado el orden público.
Todo derivó en su encarcelamiento, difamación y pérdida de derechos y de salud. Ahora yacía encerrado entre barrotes, silbando apáticamente y contando los días para poder largarse al sencillo pueblo habitado por gente de valores que sin querer había fundado a algunos kilómetros de donde se encontraba. Pero ignoraba que nunca le iban a dejar salir, pues su existencia suponía "peligro" para el maquiavélico engranaje social.
1 comentario:
massa determinista pel meu gust, no és gaire esperançador...
pro si he de ser sincer molt bona la historia, PLAGIO!!!
jejej k esta molt be!
Pep
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