Cuando uno tiene que lidiar con el tormento del despertador,
suele arrastrar la molestia todo el día, como un zumbido impertinente
sacudiendo el cerebro.
Son horas de trance y sopor, en las que el alma divaga y el
cuerpo sufre espasmos, máxime cuando las mencionadas horas se dilatan hasta el
infinito en un trabajo repetitivo y monótono.
Así que cuando mis ojos se abrieron como platos ante aquel
escenario absolutamente surrealista e insólito, sólo pude pensar que se trataba
de una alucinación provocada por el cansancio más atenazador.
Nada más lejos.
Al salir del curro como cada día, vi en el cielo aeronaves
desplazándose a gran velocidad y me quedé estupefacto. Aeronaves con publicidad
de objetos que no conocía recomendados por meapilas de aspecto plástico que
jamás había visto antes.
Mientras mis compañeros salían hacia la calle, se sucedían
las reacciones más expresivas, desde los “buat de fac” hasta las paradas
cardiacas, pero si hubiera que calificar aquello de algún modo preciso, las
palabras certeras serían pavor y desbandada frenética.
Así (habiendo ya fichado claro está, no íbamos a eludir
nuestro deber por un quítame de aquí este suceso apocalíptico), pusimos todxs
pies en polvorosa en pos de encontrar refugio, explicaciones y en general, la
supervivencia.
Pronto descubrimos que habían pasado doscientos años, y
doscientos años son mucho tiempo.
El mundo ahora era gobernado por alguna descendiente bizarra
de Belén Esteban, que se había casado con algún memo de la generación de turno
de los Rotschild, en pos de pegar un braguetazo para salir en las revistas
holográficas del corazón más asqueroso; y mira por donde, le había acabado reportando su cuota en la
dominación global totalitaria.
Mis compañerxs supervivientes se horrorizaban ante las
nefastas consecuencias de todo ese patético devenir del destino. Ahora el mundo
era garrulo por imposición, tan garrulo como la nueva tecnología imperante le
permitía ser. Mis pobres colegas se tiraban de los pelos, se arrinconaban y se mecían sobre ellxs
mismxs, repitiendo la palabra “no” como un mantra desesperado y extenuante. En
fin, no lo llevaban bien.
Yo no tardé en entender como cabía semejante posibilidad
espacio-temporal tan aplastantemente paradójica. Como demonios podían pasar
doscientos años sin que esto afectase de modo alguno a mí ni a mis compañerxs.
Y si no tardé en comprender lo sucedido fue porque en realidad venía
avisando hace tiempo del riesgo que corríamos.
Solía decirles “¿chicxs, no os parece que hoy la mañana va
más despacio?”, solía pedir a lxs encargadxs que al menos pusieran hilo
musical; hasta escribí una poesía en la puerta del lavabo mientras deyectaba,
un hermoso verso que rezaba algo así como “nunca vamos a envejecer, el tiempo
se espesa hasta hacerse puré”.
Es más, en una ocasión hasta noté como me costaba
desplazarme en el espacio, como si de alguna anomalía física relativa a la
cuarta dimensión se tratase. Pero claro, uno siempre da por sentado que es
culpa del sueño.
Pues ese día fatídico la impresión no se debió a sinestesia alguna. Ese día el trabajo fue tan
devastadoramente lento, anodino e infumable, al parecer para la plantilla al
completo simultáneamente, que sucedió lo previsible. El drama anunciado. El
desenlace de nuestro horror cotidiano. Nuestra nefanda tragedia obrera. El
tiempo se detuvo dentro... aunque siguió corriendo fuera.