domingo, 13 de enero de 2013

Deconstruye


Estuve allí cuando todo pasó. Yo vi el cielo nublarse de un modo abrumador y traer consigo la penumbra y la quietud, una especie de sosiego que nada tenía que ver con todo el vértigo pausado que sobrevendría después.
Estuve allí sin saber lo que iba a suceder y tan pronto como empezaron a caer cuatro gotas de lluvia en medio del silencio, todxs nos estremecimos y todo se desvaneció.

Todas las cosas se esfumaron, todas. Y de todas las maneras. No quisimos entender nada, ni yo ni ningunx de nosotrxs, sólo lo contemplamos todo con la quietud solemne que embargó la vida durante ese rato.

Era extraño ver como se desmantelaban las cosas. Vimos separarse las tejas de las casas una a una, vimos como desaparecían gradualmente. El metal se hacia líquido y formaba grandes chorros en el suelo que se disolvían entre el agua que el cielo nos regalaba para limpiarlo todo. Los surtidores de gasolina se desvanecían, los coches, despiezados, volaban unos metros y dejaban de existir; y lo mismo sucedía con todo lo demás. El mundo se sostenía en el aire, sin que las fuerzas gravitatorias se esmerasen en llevar la contraria al destino, para luego desaparecer. Y era todo un espectáculo, a veces uno no se da cuenta de la enorme cantidad de cosas que le rodean.

Volaban las chinchetas, los billetes y los bolígrafos. Los teléfonos móviles, las carteras, las perchas y los vasos. Los ordenadores, la mesas, las armas y las macetas. Todo se desintegraba, se desvanecía, se diluía o esfumaba, de un modo u otro, todo desapareció. Ya no había nada.

Tras la cortina de agua ya solo se veían los colores de verdad, los de la vida, ningún sucedáneo accesorio. Se distinguían los bosques y la montañas contrastando con aquel cielo ennegrecido. Descubrimos sonrientes que había paisaje tras los edificios y había suelo bajo el asfalto.

Atonitxs, pero sintiendo más paz que miedo, quedamos todos los seres vivos.
Sin entender nada y aún sin pretender entenderlo, intentando no movernos por si algo nos hacia desintegrarnos a nosotrxs también, allí estábamos, en pie, las ardillas, las vacas, las ratas, los búhos, todos. Naturalmente, también las personas humanas.

Fueron apenas unos minutos de confusión, minutos efímeros en comparación a la espera seglar que había soportado nuestra Madre. Y tras toda esa paz empapada y silenciosa, las personas empezaron a sentir aquel extraño hormigueo a su alrededor y súbitamente se vieron rodeadas por la desintegración; sus ropas empezaban a desvanecerse también.

Algunxs chillaban por puro instinto de supervivencia, con la angustia de no saber si luego serían sus cuerpos los volátiles, mientras todos sus trapos y complementos se elevaban huyendo.
Otrxs, ajenxs a la magnitud de lo que sucedía, intentaban ridículamente ocultar su desnudez con las manos. Anillos, collares, gorras y pantalones, todo sobraba.

Así que en muy corto espacio de tiempo, allí seguíamos todxs, pero ahora desnudxs. A los linces y las urracas no pareció importarles demasiado este ultimo giro, pero a muchxs humanxs aún les provocaba sensaciones que a la postre comprenderían como necias.

Tras toda aquella confusión, continuó la paz de quien asiste a eventos tan grandiosos que le hacen sentir muy pequeño. Y tras esa paz, el miedo.

Un miedo escalofriante que no venía de ninguna amenaza externa, porque ya nada más sucedió, sino del peor sitio posible, de las profundidades de cada ser.

La contemplación de toda esa desnudez y silencio pareció obligar a las personas a mirar dentro, pues fuera todo lo que les distraía había desaparecido, y aquel horror duró horas. Recuerdo como nos desplomamos la mayoría, pálidxs y con el pelo chorreando. Caíamos de rodillas y nos cuestionábamos todos los niveles, los generales y los individuales. En que habíamos convertido nuestra casa y cuanto odio habíamos sentido por seguir unas normas que siempre fueron antinaturales.
El llanto era casi unísono, y una vez más, los animales nos miraban quietos, aunque su quietud también nos delataba y solo nos hacía experimentar la miseria de un modo más acuciante. Lagrimas, temblores y lamentos desgarradores que terminaron por sucumbir cuando hubimos comprendido.


Y cuando hubimos comprendido, todo eso que nos consumía por dentro, también dejó de ser. Las penas se hicieron lágrimas, las culpas gritos de muchos decibelios, y terminaron esfumándose junto con los plásticos y los metales. Con la única salvedad de que esta vez la autoría de tal desintegración era nuestra y sólo nuestra.

De nuevo vivimos intensos instantes de paz y esta vez, nos sentimos bien y no creímos necesario aguardar expectantes que sucedería luego, ya no importaba. Esta vez, los animales se acercaron sin miedo al vernos, y nosotrxs tampoco tuvimos miedo de ellos. Ya no éramos una amenaza mutua.

Desde los nuevos niveles de limpieza interior y conocimiento de las emociones, llegamos a entenderlos. A entender lo que sentían, pues aunque desconociéramos las bases de su lenguaje, sentíamos exactamente lo mismo.

Así, las ardillas me hicieron saber que ahora sobrevivirían los más fuertes. Y a punto estuve de entristecerme. Pero me hicieron entender algo muy simple. Morirían algunxs hasta adaptarse, pero ya no morirían millones por la guerra, el hambre, la avaricia, la frustración, el frío o la pesada tristeza que creaba la soledad. Morirían algunxs como moriremos todxs, como siempre hemos muerto todxs, pero de un modo mucho más digno y natural. A fin de cuentas, la muerte no es nada que deba temerse, aunque es algo que no entenderíamos hasta mucho después.

Ya sólo nos quedaban ganas de abrazarnos, y eso hicimos. Y algunxs empezaron a planear refugios y viviendas y pronto todos tenían objetivos comunes y nadie sentía la necia necesidad de poseer la vivienda más grande, porque todos éramos la misma cosa.

Apenas pude disfrutar de esa extraña felicidad que siempre supe que nos aguardaba, de la sensación espiritual de saber que todo se ha resuelto, porque algo me despertó, y se esfumaron los abrazos con los alces, los planes conjuntos, la preciosa desnudez de todos los cuerpos distintos y no por ello “defectuosos” y la alegría de quienes antaño se sintieron repudiadxs o inferiores y ahora eran uno más del uno que éramos.

Como los coches y los miedos, también todo eso se esfumo para mí y me quede sentado, solo en la cama intentando discernir lo que es un sueño y lo que no. Porque desde luego, sí quedó algo tras todo eso, quedó la paz. La misma paz que me embargaba y me hacía reflexionar sosegadamente.

Si el sistema es odio y destrucción, luego yo soy el sistema cuando lo odio hasta querer destruirlo. Sólo necesitaba obviar las distracciones superfluas y buscar dentro. ¡Que fácil era!

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