viernes, 24 de marzo de 2017

Limpieza de sable











Aunque parezca una perogrullada, hubo un tiempo en que el mundo se vio sumido en la guerra y la barbarie. En el transcurso de aquella era sombría, todos peleaban contra todos, por grandes asuntos como pueden ser la ocupación y dominios de grandes extensiones de terreno o de hondas reservas de agua, pero también por inanes simplezas, como dos o tres almendras. Por menos de tres y de dos almendras se habían formado auténticas fosas comunes. Imperaban la sangre y el fuego, en una vorágine destructiva tan descontrolada como por supuesto, imparable. La fe humana y todas sus esperanzas morían aborrascadas…  y entonces sucedió algo que lo cambió todo.
Entonces, aunque parezca un delirio inexplicable, el mundo dio un giro completo a su situación y se vió repentinamente sumido en la paz y la armonía. La situación sólo pudo dar un giro tan absoluto gracias a la fortuna, la casualidad y al careto más impropio que haya tenido que padecer el buen nombre de la belleza a lo largo de la triste existencia humana.
Uno de esos pocos líderes que enviaban a morir y matar a oleadas a todos los que se hallaban por debajo de él, resultó ser tan feo que los espejos se giraban ruborizados ante su presencia, cuando eran capaces de sobrevivir enteros al primer contacto con la fealdad hecha carne. Esto favoreció y mucho al fin de todos los conflictos. Pues el tal general se resolvía a acudir a declarar la guerra aquí o allí, y nunca conseguía cumplir su objetivo. La gente caía de rodillas rindiéndose antes de saber que el pobre hombre venía a luchar. Y no sólo aquella gente que él consideraba enemiga. Se postraban a su paso sus enemigos, sus amigos, sus familiares, los perros, las ratas y las ardillas. Las genuflexiones solían ir acompañadas de las más sentidas onomatopeyas, destacando por su popularidad la cada vez más extendida “aaarrgghhh”.
Y de tanto poner a la gente a huir buscando consuelo y protección aunque fuese tras las barbas del mismo diablo, las conflagraciones y las refriegas llegaron a su término. Aunque se peleasen dos personas en algún punto lejano, dos personas ajenas a la paz que palmo a palmo conquistaba el resto del globo, bastaba con que se arrimase y sonriese el más feo de los hombres para que ambas dejasen las armas en el suelo, palideciesen, y en caso de ser débiles mentalmente, rompiesen a llorar como recién nacidos.
Por supuesto, esto le dejo a él como único gobernante, juez y administrador mundial. Y podrían haber sido tiempos aciagos, la verdad; pero a falta de rivales, y también de amigos sinceros, él se vio pronto condenado al más profundo aburrimiento, y el mundo al más plácido y sereno marasmo.
Se limitó a enterrar su espada, la que nunca pudo llegar a usar en combate, en un pedestal bautizado por todos como el altar de la paz, y esta simbolizó el cese definitivo de toda lid terrenal.
Por medio de algún complejo ardid, o tal vez por un fortuito error de la naturaleza, dispuesta a redundar en su atentado contra la beldad, nuestro amigo consiguió procrear. Y con su vástago se inició todo un linaje que duraría tantas épocas como estrellas llenan el firmamento, todas ellas llenas de paz porque la humanidad ya se había acostumbrado a vivir tranquila y feliz.
Hasta que, de nuevo, algo lo cambió todo.
Uno de sus muchísimos descendientes directos, custodios siempre de la espada y cuanto esta representaba, nació digamos un poquito cabrón.
Ya acabado de nacer devolvió  la hostia al galeno que le golpeó para hacerle llorar, y pasó su infancia confundiendo a los maestros, la mayoría de los cuales no podía ni imaginar nada parecido a la violencia, propinando inopinadamente puñetazos a diestra y siniestra en el aula.
Tiraba del rabo a los gatos, arrojaba piedras contra los cristales, prendía fuego a las papeleras y según fue creciendo, también lo fue haciendo su violencia.
Nadie sabía exactamente cómo reaccionar pues la población provenía de incontables generaciones de mansedumbre y así, el más violento de los hombres, simplemente sembraba el caos y el terror a su antojo.
Una buena tarde, a sabiendas de que los oráculos (era cosa común verles alternar con la débil especie humana por aquel entonces) reprobaban su hostil actitud y las consecuencias de la misma, decidió ir a visitar a uno de ellos sólo para hincharle las gónadas a base de bien.
Irrumpió en la humilde morada del oráculo para hacer gala de un completo repertorio de insolencias e impertinencias capaces de exasperar a cualquiera, adornadas con un buen montoncito de amenazas, burlas y horrísonas vejaciones verbales.
El oráculo, sabio, paciente y prudente, pensaba “ya se cansará éste gilipollas”. Pero lejos de cansarse, el más cabrón de entre los gilipollas no hizo sino encenderse cada vez más, llegando al culmen de su furia con un alarido atronador que retumbó en los cimientos y las almas de todo cuanto había en un kilómetro a la redonda. Un alarido compuesto por cuatro palabras atronadoras: “te vas a cagar”.
Con el fuego en los ojos y los dientes tan apretados que varios de ellos llegaron a romperse, se encaminó a la plaza mayor, sacó la espada de la paz de su secular reposo y volvió a la choza del oráculo, para, sin mediar rebuzno, degollarlo y derramar una vida alevosamente sobre la faz de la tierra, siglos y siglos después.
Calmado, trémulo y satisfecho, se reía mezquinamente cuando otro oráculo que además de tener el don de la oportunidad resultó ser el mejor amigo del cadáver que yacía en el suelo con la nuez cercenada, abrió la puerta preguntando con su suave voz… “¿Manolo?”
Oh, toda la tragedia humana y la que aguarda más allá de las humanas limitaciones se condensó en su mirada al topar frontalmente con la escena del homicidio, de la brutalidad, de la injusticia. Pero antes de romper en llanto, y mirando fijamente al  criminal, habló así:
«Has desatado todos los demonios que hasta hoy permanecieron sepultados bajo la punta de ese arma. La decadencia de la espada y la de la humanidad irán ligadas por siempre jamás. La espada sólo recuperara su fulgor cuando la humanidad vuelva a ser digna, y la humanidad sólo volverá a ser digna cuando la hoja recupere su pulcritud. Sólo el más inteligente podrá hallar alguna vez la espada y solo la dignidad humana la restaurará. Estáis condenados ad eternum. Así os maldigo desde ahora y para siempre» . Y tras proferir semejante juramento, que hizo estremecer hasta al cadáver, comenzó a llorar. Al principio pausadamente, como si una timidez solemne lo embargara. Después se desató y lloró como una plañidera. Más y más y más. Tanto que inundó la calle, el barrio, el país, el mundo. Es cosa seria cuando un ser místico y pseudo divino decide ponerse llorón. El agua dio a la vez muerte y sepultura a toda la civilización y allí quedaron, sumergidas y extraviadas, la espada y toda la sangre inocente del mundo. Lloró tanto que se formaron océanos y mares, y en un alarde romántico podría bien decir aquella persona curiosa que topase con el origen de las cosas, que el mar es salado por ser un gran cúmulo de lágrimas rencorosas e impotentes. Y tendría razón en su apreciación. Con dos excepciones que es menester señalar: la Barceloneta y la Malvarrosa. Allí el agua es salada de la cantidad de inmundicia y mierda que se acumula. Pero eso ya forma parte de la historia contemporánea y los nuevos derroteros que tomo el mundo tras la anegación. Y antes de profundizar en ellos y trasladarnos a la actualidad, es forzoso realizar un pequeño inciso.


Hermes de Trismegisto, el tres veces grande, legó una serie de certezas metafísicas a la humanidad. Leyes universales, siete en total, entre las que se incluye el principio de polaridad, que dice así: «
todo es doble, todo tiene dos polos; todo, su par de opuestos: los semejantes y los antagónicos son lo mismo; los opuestos son idénticos en naturaleza, pero diferentes en grado; los extremos se tocan; todas las verdades son medias verdades, todas las paradojas pueden reconciliarse» .
Es decir, que la gilipollez extrema y la extrema inteligencia son una misma cosa, tan sólo disímil en grado.

Alguna interpretación así de alquímica debió hacer el espíritu del juramento del oráculo que todo lo inundó, para que solo Dios sabe cuánto tiempo después, sucediera lo que sucedió.

Y es que hallábase un puto idiota de remate, esforzándose en no tropezar mientras caminaba a la vera de un acantilado, mientras se entregaba a uno de sus hobbies predilectos: ponerse bizco para apreciar todo el lustre de la gomina que inundaba su mostacho. Aunque esta ocupación le llevase a la fatiga intelectual y le supusiese un desgaste mental atroz que solía acabar en lacerante jaqueca, a él le fascinaba. El paradigma de la imbecilidad, que para ahorrarme escribir unas cuantas sílabas y ahorrarte a ti leértelas, basta con señalar que era patriota, taurino, cazador, madridista y putero, de alguien así estoy hablando; ese cretino mayúsculo, hiperbólico cenutrio, vergüenza del bien por defecto y del mal por exceso, renuncia póstuma de Darwin, antítesis de todas las musas y de cuanta honra hállese en la existencia, ese pedazo de gilipollas, sintió un súbito impulso y obedeciéndolo sin pensar (en definitiva la única manera que conocía de proceder), pegó sus manos a sus piernas y se lanzó al mar con una nada fingida expresión de idiocia crónica en su rostro. De lado, como pretendiendo ser un pez y desde unos nada desdeñables nueve metros de altura.

Los peces se apartaron en cuanto rozó el agua, de puro asco, y el se hundió hasta tocar el fondo de aquella gran masa líquida. Allí halló una espada que con no poco denuedo consiguió sacar a flote hasta exponerla al aire salado. No entendía nada, era como si la espada le hubiese llamado y él se hubiese limitado a obedecer. Y esto es por un sonado desatino del destino, que siguiendo el principio de polaridad, envió al más abyecto y obtuso espécimen humano a recuperar el arma, entendiendo que era lo mismo eso que “sólo el más inteligente podrá alguna vez hallar la espada”, pronunciado por el oráculo en su maldición definitiva.

Por supuesto hubo testigos de aquel rescate tan peregrino, y pronto hicieron acto de presencia las autoridades. Le dieron una manta y le explicaron que era para calentarse porque ya estaba haciendo pases toreros con ella, pobrecito. Y a la vista del hallazgo, que consideraron excepcional, convinieron en que le condecorarían.
Mas tras un breve intercambio de palabras con el héroe, se dieron cuenta de que bastaría poca pompa en la ceremonia. Unos meses antes se había realizado una convocatoria para un torneo de ping-pong infantil en Matadepera pero nadie lo ganó porque los niños sólo sabían jugar al ping-pong en la playstation, así que emplearon aquellas medallas huérfanas en hacer feliz a aquel pobre idiota. Triste final para un metal llamado a la gloria.

La espada fue ascendiendo de categoría en los despachos que visitaba. Al principio se la disputaban el museo del pueblo, el ayuntamiento y los del museo marítimo. Pero tras algunas casuales pruebas, alguien se percató del peso de aquel objeto en la historia humana y con ello comenzó un periplo para la espada que la llevó alrededor del globo varias veces y en todas las direcciones (la burocracia y la diplomacia internacionales, consecuencias directas del rencor del oráculo que continuaba atenazando a la humanidad), hasta que acabó donde hoy continua, en un bunker yanqui bastantes metros bajo tierra.
Allí, conscientes ya aunque yo no sepa cómo, de toda la historia oculta bajo el óxido, luchan a brazo partido por intentar restituir el brillo de la hoja.
La hoja solo volverá a lucir cuando la humanidad vuelva a ser digna, y lo saben, pero no pierden la esperanza de forzar la situación y lo intentan de todas las maneras habidas y por haber. La frotan con extracto de plutonio mezclado con salfumán, la frotan con coca-cola, la someten a las vibraciones de los discos de Enrique Iglesias (en cámaras convenientemente insonorizadas, sobra decir) aguardando expectantes a ver si la herrumbre cede y se cuartea… pero es en vano. Debaten largas horas sobre la necesidad de exterminar a las principales amenazas para la dignidad humana, pulcramente enumeradas en una lista que encabeza Paquirrín, pero esto les plantea dilemas morales que imposibilitan su labor. En fin, se vuelven locos observándola mientras la especie humana cae en picado arrastrándolo todo consigo. Y toda esa locura es inútil.
Porque ahí sigue la espada, llena de mierda. Y ahí seguirá. La humanidad no recuperará la dignidad. Y cuanto antes lo aceptemos, mejor nos irá a todos.



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