domingo, 2 de abril de 2017

Ocaso hemopluvial



Ahora ya está. Por fin, tras una larguísima espera, todo ha terminado.  Ya no hay promesas, venganzas, sueños, citas, propósitos de año nuevo, ni meta alguna por cumplir. Menuda liberación y que despilfarro de tiempo el entregado a todo eso hasta este punto y final redentor. Si antes todas las utopías parecían ridículas, ahora se ha confirmado que nunca fueron más que castillos en el aire, un bonito autoengaño con el que hacerse el sueco ante la realidad aplastante, la cual también se ha esfumado, junto a todo lo demás.
Todos los planes, analíticos y objetivos, calculados con esforzado esmero; pero también todas las disparatadas quimeras, divagaciones sin pies ni cabeza, todo se ha quedado por siempre jamás a medias.

Me he despertado pronto, circunstancia desagradable tras haberme dormido tarde, pero salta a la vista que hay quien ha despertado antes que yo. La dama de la guadaña ha madrugado (quizás buscando la ayuda divina prometida por un refranero que se chotea de la clase obrera) y  a juzgar por lo acaecido se le ha ido la huesuda mano con el café. No ha dejado títere con cabeza, salvo a mí, vaya usted a saber por qué. Seguramente porque su obra necesitaba de algún espectador para poder estar completa. Las obras que no han sido nunca vistas por nadie son una auténtica mierda. O eso supongo, porque yo no las he visto. Pero como nadie más las ha visto estando así en posición de contradecirme, mi criterio prevalece. Además, qué más da, ahora ya nadie va a poder contradecirme en absolutamente nada. Pero retomando mi duda;  si la vida me ignoraba, ¿por qué no iba a ignorarme también la muerte?

En este instante el infierno debe estar saturado, no debe haber espacio ni para un alfiler. Ni para el cerebro de un nazi. Deben haber sofocado toda llama por la falta de oxigeno, tan apretujados estarán. Puedo imaginar al encargado de ubicar a los recién llegados amenazando con convertirse al cristianismo con tal de irse de ahí, que en el paraiso cristiano no hay absolutamente nadie, al menos en el celestial, que el paraíso cristiano terrestre sí que estuvo hasta ayer lleno de bastardos comiendo opíparamente a costa de los diezmos ajenos. Me río yo de los siete sacramentos eclesiásticos. Pero esa es otra historia.

El caso es que me he despertado demasiado pronto, me he asomado a la ventana con una mezcla de irritación y desidia y vaya panorama se ha descubierto ante mis ojos. Todo el mundo ha fallecido, todo el mundo. ¡Y de qué manera! Visto lo visto, sus almas han abandonado su cuerpo mediante una especie de estallido atroz que ha terminado por convertir el esternón en una especie de puerta abierta a las entrañas. O en el caso que nos ocupa, en sentido contrario, puerta abierta a la inmensidad del aire libre. El penúltimo en morir, después de todo la última seré yo, habrá disfrutado de un espéctaculo sin igual en la triste historia de este mundo. El evento debe haberse asemejado a una gran guerra de globos de agua rellenos de plasma sanguíneo desintegrándose con brutal fuerza acompañado por la acústica de trillones de burbujas de plástico de embalar desintegrándose a su vez en harmónico compás.

No queda ya a estas alturas más que reconocer que el cuerpo humano estaba mal diseñado. Toda alma debería disponer de algún conducto de escape, como lo hace todo aquello destinado a abandonar el cuerpo en algún momento. El alma humana no siempre está conforme con su situación de constreñimiento forzoso, muy a menudo solo anhela expandirse y difuminarse en lo etéreo. Por no hablar de todas esas personas, caducas ya, que me reservaré nombrar no ya por sus imposibles reproches si no por los que pueda hacerme yo a mí misma (en mis manos estaba segar parcialmente la cosecha nocturna de la más antigua dama, aliviando su carga y la mía), en las que el espíritu habíase tornado poco más que algo residual y desechable, a tal grado de inmundicia habían logrado reducirlo por activa y por pasiva.
Entonces una puertecita de salida en su cárnica jaula habría resultado del máximo provecho y evitado casquerías tan cruentas como las que han tenido lugar en el transcurso de esta noche.
Una noche movidita, que si quedase algún historiador para hacerla constar, pasaría a ser denominada como “la noche de los tiempos”, sin el menor género de duda. Ha explotado el pecho de todo ser humano, de un modo violento e implacable, como vaticinara Raffaella Carrà. La susodicha puertecita ha brillado por su ausencia. A lo bestia, un pecho tras otro, gordos o flacos, blancos o negros, femeninos o masculinos, ancianos o infantiles, depilados o no. Todos sin más excepción que el mío. Hay restos del interior anatómico de cada ser humano esparcidos por todas partes. Dicen que lo más bonito de las personas está en su interior. Pues su interior ahora decora el planeta cubriéndolo como un manto viscoso y yo no consigo captar las delicadezas de esa belleza siempre oculta. Solo sé que al final fue una muy buena decisión pintar mi fachada de rojo, por más que me criticara mi exvecina, ahora reducida a un cuerpo agujereado espontáneamente. Ya no me dará más la lata, y aún ha enrojecido más mi pared; que graciosa ironía que ese haya sido su último acto en este mundo desde hoy mucho mejor.

Tras unas breves e ingeniosas pesquisas que he llevado a cabo, sin moverme demasiado, todo sea dicho, que no estoy de humor ni tengo ganas de grandes ceremonias, que a mí todo esto me da un poco igual, pues he podido averiguar algunos datos de interés sobre esta explosión colectiva. Todos los indicios apuntan a que el fenómeno se ha producido siguiendo el orden de los husos horarios. Supongo que ha sido la manera que ha tenido la muerte de no armarse líos, porque imáginate, lector amable que podría existir si no hubiese palmado el resto de mi especie en su totalidad, lo complicado que debe ser ir con una listita similar a la de la compra tachando nombres. Estoy seguro de que optó por la vía metódica, lo que me hace sentir cierta admiración por ella. Y no es que mi gratitud me condicioné eh, que ni siquiera estoy segura de que no se trate de un error y de que su verdadera intención no fuera la de posponer el último suspiro de cualquier otro. Si puede llamarse suspiro al ruido que hace un tórax al reventar.

Ese recorrido definitivo, las postrerías del lamentable paso de la humanidad por un mundo que habría podido ser tan hermoso, incluso con la humanidad a cuestas si esta no se hubiese obstinado en perpetuar la idiocia imperante, dio la vuelta al globo sin dejar vida a su paso, y puedo imaginar lo que supuso en determinados escenarios, como momentos solemnes interrumpidos por sonoras muertes súbitas, o el caldo tibio que debia impregnar las grandes aglomeraciones de personas. Tal vez solo hayan quedado limpias las bibliotecas. Si me detengo a analizarlo detenidamente, que para eso me he sentado en mi taburete junto a la ventana, no puedo sino alegrarme por toda aquella gente a la que los estados y su moral conservadora les negaba la eutanasia. Por quienes querian suicidarse y no terminaban de reunir arrestos. Por los esclavos de sus hipotecas. Por la gente casada. Por los trabajadores de Precusa. En definitiva por toda la gente infeliz que sin verse obligada a mover un dedo para desfacer el entuerto, ha visto su cruel condena tocar a su fin.
Podría parecer una psicópata si hubiese quedado alguien vivo para escucharme. Con toda esta frivolidad, indiferencia, con este incrustado pasotismo que me incapacita para conmoverme por el percal. Pero vamos, era una posibilidad que siempre estuvo ahí, ¿no es cierto? Ya sabíamos todos y todas que íbamos a fenecer. Lo sabíamos perfectamente. Si absolutamente toda la poblacion mundial tenía esta certeza, ¿por qué no iba a poder darse la casualidad de que sucedería (soy el casi del caso) al unísono? Era matemáticamente improbable… pero no imposible. Tal vez no hayáis sido lo bastante precavidos o tal vez hayáis sido ingenuos al desdeñar esa lejana posibilidad que esta noche, según la hora local, os ha explotado en los morros. O mejor dicho en el pecho.

Y eso os convierte postumamente en lo que ya fuistéis en vida: tontos. Pudistéis pasar la noche follando, pero la pasastéis discutiendo. Pudistéis ir y pedir perdón a vuestros familiares y amigos, o ir y perdonarlos aunque no os lo pidieran y disfrutar de unos momentos de ligereza en vuestras vidas antes de que esta saliese disparada a traves de vuestro plexo solar. Pero preferistéis ser orgullosos. Me cuesta no reír. Ni siquiera tuvistéis la decencia de liberar a todos vuestros esclavos. Ahora me toca a mí recorrer los cinco continentes abriendo jaulas y vaciando peceras en mares y ríos. Ahora debo apañármelas para sacar a las panteras de los zoos (no tengo miedo, es obvio que la muerte me ama. O me teme. O respeta. O ignora. Lo que sea), para sacar a los monos y ratas de vuestros laboratorios inmundos, para sacar a las orcas y los delfines de los delfinarios. Para eximir a los gatos de recorrer sus millas verdes en los restaurantes chinos. Muchísimo trabajo voy a tener, podriáis haber tenido un último, o en la mayoría de los casos primero y único, gesto altruista. Es obvio que lo más difícil va a ser devolver a esos seres a sus hogares sin que en sus hogares me perciban a mí. Porque la fiesta a esta hora en el reino animal debe ser la más grande celebración que haya tenido lugar sobre la faz de esta tierra que hoy vuelve a nacer. Los mugidos, balidos, aullidos, relinchos  y rebuznos, los cantos de las ballenas y de los ruiseñores, los bailes de cortejo, las carreras arriba y abajo, la felicidad pandémica que debe recorrer las arterias de todo orden taxonómico. Puedo sentir hasta a las plantas respirando con más alivio que de costumbre. Si apareciese yo en todas esas juergas que ahora mismo se suceden globalmente, ¿qué pensaría el resto de animales? Represento su desesperanza, su sentencia irrevocable. La especie letal y destructiva, la que incendia su propia casa quemando con ella la del vecino, aún vive, perdura. Soy en mí misma la encarnación de toda pesadilla ecológica o moral. Los otros animales no deben verme, pero con todo, debo liberarlos. Ya veré como me las apaño. Quien algo desea siempre halla el modo, y quien no desea, siempre halla la excusa.

Eso sí, necesitaré tiempo… porque tal vez yo también explote de aquí a un rato.
Aunque la muerte haya pasado de largo (tal vez mi exvecina tuviera razón y este color provocaría rechazo hasta en el inframundo) no puedo por ello creer ahora que soy inmortal. Es de suponer que mi momento también llegará. Es la misma certeza de siempre pero ahora sometida a este contexto de portada de Cannibal Corpse y olor a hierro. ¿Qué va a ser de mí? Y sobre todo, ¿por qué no lo ha sido ya? No quiero sucumbir ante un renovado temor a la muerte, era una sentencia que ya pesaba sobre mí desde mi nacimiento y a la que me había acostumbrado.  Creo que lo mejor va a ser un punto medio a la hora de enfocarlo. Es decir, me encenderé un cigarrito. Si la muerte me excluye de su temido y eterno libro, al fin podré fumar sin consecuencias. Si tan solo me quiere castigar con su rechazo y terminará por venir, en cuyo caso su existencia se volverá tan aburrida como la mía al poder estar tan solo pendiente de mí (el resto de animales debe suponerle poco mas que aburrimiento, pues nunca merecen su visita en realidad), pues mira, esta es mi manera de decirle que su espectáculo no me impresiona y que sigo sin dejarme apabullar por ella. ¿Fumar mata? Pues yo me mato, no sea que la muerte me deje de lado por pereza, nada de eso, vienes aquí y cumples con tu cometido, que no haber tenido ni un minuto de descanso en millones de años me parecería un motivo comprensible para tu ausencia, pero ser yo la damnificada me impide aplaudirlo. Y habiendo encendido ya el veneno concentrado y sosteniéndolo entre mis dedos, pues me limitaré a ver qué tal queda la tarde. Antes de explotar los meteorólogos dejaron un último prónostico, sería un homenaje póstumo bastante atinado que por una vez su predicción, tan parecida siempre a los palos del ciego, se correspondiese casualmente con la realidad. Me gustaría haber disfrutado de su vaticinio de haber presenciado ellos semejantes circunstancias. Porque parece una obviedad que estos mares de sangre afectarán irremediablemente al ciclo del agua, ese que Rajoy desconoce y al que su mente relaciona con la magia y los ritos ancestrales de druidas y chamanes. El planeta azul ahora luce escarlata y todo ese líquido tibio está llamado a pasear por los cielos. Lloverá sangre antes o despues, y eso haría feliz a Erszébet Bathory. Así que si hace sol como dijeron, saldré a pasear. Y si se equivocaron por enésima y última vez, también. En cualquiera de los dos escenarios, me veré obligada a calzarme las botas de goma, que ahora son blancas pero pronto seran rosadas, como los labios de los bebes o los cerezos en primavera.





No hay comentarios: