sábado, 31 de agosto de 2019

We all summon chaos together


   La siempre anhelada primavera, la misma que ha de poner fin una y otra vez al frío y la oscuridad, es motivo de innumerables expresiones de alivio y agradecimiento por doquier. De antiquísimas ceremonias cíclicas. Desde los naranjos floreciendo a la sangre adolescente en incontrolable ebullición.

   Uno de esos sucesos anuales, que tiene lugar cada noche de equinoccio primaveral, es el archidesconocido rito anfibio de la abundancia.
Miles de ranas de todo el mundo peregrinan hasta una secular charca donde elevan su solemne croar al cielo con el propósito de invocar mucha más comida de la que en realidad pueden comer.
   La plana mayor de estos anfibios, los más elevados estratos de su jerarquía, encabezados por Juan Sapo Segundo –apodo ápodo–, ejecutan el rito glotón, gracias al cual se crean o más bien conjuran, por medio de la magia y de algunas deidades urodelas, hordas casi infinitas de moscas para loor de las ranas y sus leporinas lenguas.
   Durante este rito, los batracios elevan sus ancas como si quisiesen tocar el firmamento y croando letanías mezcladas con algunas rimas ancestrales de resurrección, invocan a la vida a las moscas muertas. El rito alcanza su punto álgido con toda la orden anura croando al unísono, fascinante espectáculo que jamás atina a presenciar el ser humano, demasiado ocupado con la televisión.
   Incluso una vez en que cu-cú, paso un caballero, cu-cú, con capa y sombrero, no se enteró de un pimiento, por andar pensando en lo que casi siempre pensamos todos: en inanes nimiedades que casi nunca vienen a cu-cuento.

Es de suma importancia en la ceremonia la presencia de los líderes de la iglesia batracia. La iglesia «sapo»tólica y mor«rana». Evidentemente morrana de Morra, de donde Mórrulo y Merro. Anagramas a como dé lugar. 
   Esta institución, similar en el nombre a la iglesia apostólica y romana que padecen los humanos, no debe ser por ello objeto de comparación con la misma. Pese a los últimos escándalos acaecidos en su seno como consecuencia de los tocamientos a renacuajos, errores tan injustificables como individuales, las ranas no han pretendido montar en ningún momento un monopolio del miedo a lo desconocido fundado en la culpa y el tormento con el fin de obtener riqueza y poder. Desemejanza suficiente para evitar cualquier cotejo.
   Pero volviendo al solemne canto glotón, es menester describir su conclusión. Cuando ha finalizado el último croar masivo, se da una ruptura en el éter, en los invisibles y complejos patrones del espacio y el tiempo, que abre una brecha en los cielos. Esta cavidad enlaza nuestra realidad directamente con los infiernos. En concreto con el infierno de las moscas.         Tan solo un antropocentrismo arrogante puede creer que los humanos son los únicos en tener infierno. No «Todos los perros van al cielo». Si hay cielo, hay infierno. Así que algunos perros van al infierno, a su infierno, y lo mismo sucede con el resto de especies. Incluidas claro está, las moscas.
   El infierno de las moscas es un lugar impoluto, pulcro, perfumado, profiláctico, esterilizado. Allí son atormentadas por los siglos de los siglos por el mandamás de la malignidad mosquil, un Señor de las moscas que trasciende al de Golding, un diminuto Baal de alitas transparentes armado con un mutilamoscas, ya que un matamoscas sería demasiado piadoso.
   Por supuesto están allí las moscas más tozudas e insolentes, las jodesiestas y las cojoneras, las descaradas, las que devastan tu autoestima consiguiendo que te abofetees tú mismo la cara.

Esas, precisamente esas moscas, engendros del demonio, son las invocadas, como parte de su castigo, en un ciclo que supone un calvario tanto para ellas como para el resto de seres vivos, a excepción de los tragones de los sapos y sus panzas verrugosas.
   Emergen de la brecha dimensional en un asqueroso remolino que zumba lleno de rencor, dispuestas a saciar su sed de venganza atormentándonos, si consiguen escapar a los anuros.
   Bien es cierto que la mayoría de ellas son pronto devueltas al infierno del olor a lavanda a lengüetazo limpio, convertidas en vituallas de lomo metalizado y sabor exquisito –como reconoceréis–, pero con las que quedan vivas dando por saco, es más que suficiente para hacernos plantear cuánto apego le tenemos a la vida. A su vida y a la nuestra.
   Es muy difícil aguantarlas. Demasiado difícil. Un santo no tendría paciencia. Y aunque acabes con ellas, cada equinoccio de primavera ingentes hordas están de vuelta, jurando revuelta revueltas.
   Yo que soy más bien agnóstico, descubrí todo esto hace décadas, merced a la cara de trastornado de Paul McCartney cuando cantó con ellas «We all stand together». Mi intuición infantil me indicó que algo turbio se escondía tras todo ese vodevil y después de una ardua investigación que me ocupó hasta hace escasos dos años, llegué a comprender lo que Paul nos ocultó entre líneas. Llegué a conocer la leyenda del rito glotón. Y aunque mi agnosticismo me impida aseverar categóricamente la existencia del rito en cuestión, las circunstancias hablan por sí solas. Es imposible otra explicación para tanta puta mosca.
   Solo me queda implorar: basta ya con el ritito. Ya tenéis comida de sobra con las moscas aún vivas, malditas ranas. No hay quien sobrelleve este suplicio, quien tolere este castigo. Tales niveles alcanza el tormento, que no me dejan siquiera tranquilo ni mientras desahogo mi queja en este texto.






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