sábado, 12 de octubre de 2019

Augurio aviar

   Junto a un cimero nido ubicado en las torres del Paine y entre los fríos celajes que suelen envolver las cumbres, un chincol susurra a sus vástagos, aún no llegados a la eclosión, con su característico canto. Les susurra una antigua leyenda, transmitida por generaciones en todas las familias de aves y siempre siguiendo el mismo proceso. Se narra por tradición, cada ave con su propio canto, a las crías cuando aún están en el huevo.
   El objeto del método es evitar distorsiones del lenguaje, confiando plenamente en el subconsciente del nonato y su predisposición a asimilar el importante apólogo que atañe al futuro de todas las aves venideras.
   Podría uno pensar que esta manera de proceder no asegura la integridad de la misiva con el paso de los años, las décadas y los siglos; y sin embargo, sorprendentemente, el mensaje no ha hecho sino enriquecerse. Pareciera que determinadas criaturas aladas llevasen una parte del mismo en su ser y por ello siglo tras siglo la leyenda se ha ido nutriendo de detalles y episodios, adicionados espontáneamente por los más inesperados mensajeros, que se han sorprendido a sí mismos relatando para sus crías en estado embrionario nuevos matices de una antiquísima tradición.
   Por alguna desconocida razón, de vez en cuando la leyenda es narrada, tal vez por error o por un fallo en la planificación, a otras especies. Los ñus, los manatíes o incluso los humanos puede que lleguen a escuchar esto mientras están en el interior de sus madres, aunque pronto lo olvidan porque es algo que no les incumbe ni afecta en modo alguno.  
Pero yo tengo buena memoria y si bien es cierto que no me compete todo este asunto en lo más mínimo, recuerdo la historia de cabo a rabo. Esto es lo que el chincol solfeaba ufano desde su pico, lo que tantas veces corearon petirrojos, alondras y pingüinos. Lo que también escuché yo por casualidad poco antes de asomarme a la luz del mundo:

«El mundo, a diario más hostil, nos depara a las aves un largo tormento, un cruel suplicio. Está marcado nuestro destino por la crueldad y la avaricia ajenas: ser víctimas del infierno de la explotación. Pero no todo está perdido.
   Nacerá una muchacha de la que poco podrá asegurarse su condición humana. Nacerá entre ellos, pero tendrá un corazón hecho de viento que le empujara a la búsqueda de los cielos. Como Ícaro huyendo de Creta, pero mucho después en el tiempo. Sin embargo, no alcanzará esos cielos... por no tener –aún– alas.
   Duros serán los años en los que se explorará e intentará comprender a sí misma. Un duro trance mirando a las nubes, preguntándose ¿por qué no subes?, soñando con no necesitar caminar para alcanzar las cimas.
   Pero de algún modo deberá arrostrarlo. No queda más remedio y quien nació para surcar vientos no se permite un semblante acibarado. O por lo menos no permite que este le impida avanzar, así como tampoco permite la inmovilidad del llanto.
   He aquí que empleará sus fuerzas, las energías ahorradas en los nunca cumplidos vuelos, en liberar a sus hermanos plumados, en abrir jaulas, en destruir cepos y en sentirse feliz alentándolos mientras se elevan.
   Cuantiosos episodios de alada revuelta se ejecutarán bajo su impulso.                         Sorprenderá a los amantes de la cetrería, y los halcones y los azores ya estarán en el horizonte antes de que los dominadores puedan reaccionar, pues todo será breve y fugaz, cuestión de segundos.
   Ni un solo ganso más será torturado por el negocio del foie y todas las instalaciones para ello erigidas, una vez vaciadas, serán destruidas. Cada uno de esos gansos se irá, todo habrá quedado atrás y podrán empezar una nueva vida.
   Abrirá todos los zoológicos. Ni exhibiciones de aves exóticas, ni tropicales, ni de ningún otro tipo. Todas volando libres, entregándose al que siempre debió ser su destino.
   Tampoco permitirá que sus hermanos sean considerados máquinas de expender plumas. No más colchas, no más abrigos, no más arrancar queratinosos apéndices a su familia mientras esta grazna el desgarro, aunque en derredor nunca nadie escucha.
   No más gallinas hacinadas, no más pollitos triturados. No más canarios enjaulados por su grácil canto, no más peleas de gallos.
   Se acabará usar a las palomas como correo ordinario, se acabará asar "pollos". Ni una sola criatura destinada a adornar la bóveda celeste será objeto de tormento o privación mientras ella pueda librar su guerra, mientras pueda dar rienda suelta a la furia contra el expolio.
   Tras la liberación, todas esas criaturas celícolas reconocerán a su libertadora, y ofrecerán su apoyo presto a la causa, como si fueran una sola.
   Una gran asonada, desde abajo hasta arriba, devolviendo a su sitio a quienes vuelan, a quienes pertenecen a las alturas, desde donde cantan y trinan.
   Un movimiento así no pasará inadvertido. Un ejército de plumíferos rebelándose al unísono y colmando los cielos infundirá, claro está, un temor supino. Cuánto dinero se perderá, cuántos explotadores patalearán, incapaces de aceptar lo sucedido. Cuántos caprichos egoístas y desconsiderados expirarán entre berrinches y vagidos.
   El Poder se opondrá, y perseguirá a la muchacha, la cual a estas alturas empezará a tener plumas en lugar de su sedeña piel, aunque seguirá –aún– sin tener alas. Cubrirá sus plumas con velos, por no delatarse, pero seguirá entregada a su deber, sin miedo al Poder ni a tener que enfrentarle.
   Reclutarán los Estados a los más necios y descerebrados, a los tarugos que solo sirven para dar palos. Los entrenarán, los insuflarán de odio y les pondrán hombreras y cascos, como medida preventiva ante los más que previsibles picotazos.

   Y al amanecer del quinto año exacto de sublevación, la chica será acorralada. Ni todas las aves unidas podrán evitarlo, ni agradecerle como lo desearían, es decir, pudiendo liberarla. Aunque en el fondo ella no desea que se pongan en peligro, por eso desde la distancia, impotentes, sus hermanas liberadas simplemente observarán la escena entre su hermana y el enemigo. 
   Será torturada y humillada, objeto de burlas y afrentas, le arrancarán las incipientes plumas, le escupirán en la cara, se burlarán de ella.
   Y entre sornas y agresiones, sus cabezas huecas concebirán la última de las ideas, abrirle la ventana e invitarle entre risitas a saltar por ella. "A ver si vuela".
   Ella se negará, pero entre empellones concluirá que es preferible morir en libertad a vivir sujeta por el enemigo y siendo su presa. Y se lanzará. Y los catetos se asomarán a contemplar el violento fin, pero sus ojos serán solo nistagmos cuando no vean nada al mirar hacia abajo, pues ella no estará allí. Ellá podrá al fin volar.

   Al roce con el vacío se convertirá en millones de aves y pajaritos, en ánsares y calaos, en tecolotes y albatros. En halietos y lechuzas, en palomas y halcones. En petirrojos, en búhos, en cernícalos, mirlos y en grajos. En cigüeñas y chorlitejos, en cuervos y codornices, en faisanes y guardabarrancos. En colibríes y azulejos, en águilas y vencejos. Será una y millones a la vez, grullas y gavilanes. Y nunca más podrán apresarla, y esta nueva y multitudinaria legión, será para siempre bulliciosa e imparable, allende los aires. 
   Recuperaremos así nuestra libertad y jamás volverá a mancillarla nadie».


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