domingo, 1 de diciembre de 2019

Pantone 428


   «La vida es movimiento»: premisa ejemplificada a la perfección en las migraciones animales. La exuberante estampa de las aves en perfecta formación, copando las nubes y empleando a su favor los vientos alisios, en su milenario propósito de, entre otros, hallar un lugar más cálido en el que yacer a su antojo. Cómete tú el invierno, que no tienes alas. Ellas no se van a esperar ni a titubear siquiera un segundo. Tienen prisa por huir del frío, o a veces del calor, o a veces sencillamente recorren velozmente grandes distancias solo por follar, siempre eso sí pensando en perpetuar la especie; no por vicio. No del todo.
Su convicción y arrojo en estos lances, paradigmas del movimiento vital intrínseco, son admirables. Pero no son rivales para otra veloz determinación mucho más contundente e incontenible: el ansia humana por tirar metros de cemento, de asfalto, de hormigón.
Pueden parecer cosas inconexas entre sí, pero expondré por qué, por desgracia, no lo son.

   Con ambas situaciones dándose a la vez, llegó el día en que la destrucción se anticipó a los propios alados. El afán por desplegar cemento a lo largo y ancho terminó por sepultar, junto a todo lo demás, el destino idílico de nuestros viajeros plumíferos. El lugar al que se dirigían dejó de existir, o por lo menos no pudieron atisbar su existencia bajo aquel manto pétreo.
   Todo cubierto de cemento, por doquier.
Como dijo en un suspiro profundo mi vecino el basurero: «un mundo mortecino a base de mortero». 
   Este frenesí por ataviar todo con argamasa no persiguió ideales estéticos, ni mucho menos éticos. Los sepultureros del mundo siquiera saben lo que es «ética». El afán por cubrir todo de gris fue simple y llanamente afán de lucro y poder.
O al menos así empezó, como afán de lucro y poder. Porque llegó el momento en que la malignidad se apoderó tanto de las entrañas de estos demonios, que se tornó tangible. Se espesó hasta el punto de ocupar espacio físico en sus venas y a paso lento e implacable se apoderó de las mismas. Maldad pura enganchándose a sus órganos, solidificándose. Toda esa vileza ahora palpable, entorpeciendo toda sístole y diástole, terminó por transformar sus corazones en algo parecido a hormigoneras con arterias. «En vez de venas, cables y filamentos; en vez de corazón, un bloque de cemento», así lo describieron los Pituak. Y en virtud de la ley universal de correspondencia, así como sucedió dentro, sucedió también fuera.

   El ingenio ideológico mediante el cual pretendieron justificar el duro velo con el que cubrieron todo, si acaso se molestaron en justificar nada, me fue revelado hace ya bastante tiempo en lo que fuese la zona de Los Naranjos, en Valencia. Allí un intrépido y genuino liberal de pro me espetó: «Los edificios son más rentables que la huerta». 
   –¿Y la comida? –inquirí yo inocentemente, ignorante de mí– a lo que respondió mirándome con suficiencia y arguyendo con brillantez:
   –La comida está en el supermercado. 
Por un instante temí que nos considerara a todos descendientes de la estirpe de Pyernrajzark, legendario comerrocas que nos presentara (y tal vez presintiera) Michael Ende. Y así como lo padeciera el comerrocas, en ese momento vi ante mí a La Nada engullendo voraz el escenario de la realidad.
   A este pretexto se redujo siempre su explicación verbal de la tragedia, a eufemismos como «progreso» y «beneficio económico». 
   Semejante coartada abominable sirvió para afianzar más sus actos y espoleó la solidificación interior que dio paso a la exterior de un modo irrefrenable.
   Conforme la maldad se hizo sólida sobre sus venas, el cemento ocultó los campos. La vorágine destructora no se detuvo ante nada.
   Sepultó maizales, valles, ortigas, huertos, bosques, tomillo y amatistas. Los hundió bajo centros comerciales, calles, vigas, aeropuertos, bloques, ladrillos y autopistas.

   No pararon hasta convertir la tierra en el planeta gris. Sé que otrora fue conocido como el planeta azul por sus grandes masas de agua y comprendo que parezca no encajar, pero resultó que, para pena nuestra, hallaron también el modo de pavimentar el líquido elemento; maravillas de la ciencia al servicio de la demencia.         Cubrieron con su concreto ríos, arroyos, océanos y lagos. Ampliando el célebre silogismo del gran jefe indio Seattle: solo cuando hubieron enlosado el último charco, comprendieron que necesitaban agua para hacer la mezcla.
   Extendieron su sólida alfombra de un modo uniforme sobre prácticamente toda la esfera terráquea, sin escrúpulos ni miramientos, sin sonrojarse.
   Cabe preguntarse: ¿cómo pudo continuar la vida en tales condiciones, sobre una inmensa bola yerma?
   El reino animal, como todo el mundo sabe, se divide en dos grandes ramas: los animales indignos y los dignos. En el primer grupo se encuentran los humanos (salvo contadas y honrosas excepciones que no hacen más que demostrar la regla); en el segundo el resto. ¿Qué sucedió con los animales dignos? Es una situación difícil de exponer aquí... los métodos de la naturaleza para subsistir superan con creces a mi capacidad para explicarlos. Pero sí puedo decir lo que ocurrió con los humanos.
   Cargaron con bombonas de oxígeno en sus espaldas, las cuales solo pudieron rellenar cuando «se portaron bien», concepto volátil y difuso que respondía a los arbitrios caprichosos de los sepultureros. Comieron «comida» sintética creada de cualquier manera en laboratorios fríos e inhumanos. Oh, pero no padezcas por eso, sus estómagos estaban tan acostumbrados a la aberración que apenas se dieron cuenta.

   Casi podría aseverarse que las más afortunadas fueron aquellas aves que permanecieron dando vueltas en círculo sobre la inmensa esfera plomiza y sus sucios humos. Nunca llegaron a su destino pero siempre creyeron que se acercaban y continuaron con enorme tenacidad y coraje su recorrido. De vez en cuando se toparon con algún bosquecillo o algún cuerpo de agua olvidado por despiste por quienes deseaban aplastarlo todo, y entonces se arremolinaron sobre los mismos, graznando endechas estremecedoras. Un verdadero símbolo de la esperanza y la resistencia. Ambas tan inútiles a largo plazo como imprescindibles ante la inmediatez.

   No obstante la corrupción también alcanzó a las aves y su lucha. Era cuestión de tiempo, no cabía siquiera considerar lo contrario: hallarían como edificar sobre el aire. Concluyeron su obra aplastando entonces el firmamento y las estrellas fugaces. Expandieron su horror metro a metro hasta los confines del cosmos, emparedaron los vientos y las nubes, tapiaron los astros, ocultaron la luz solar. Y así quedó el cielo enladrillado. ¿Quién lo desenladrillará?



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