viernes, 6 de marzo de 2020

Metempsicosis cruel



El ambiente en la asamblea ordinaria trimestral de los mustélidos era muy animado, vivaz y bullicioso. Dábanse cita allí martas y martos, garduñas y garduños, mofetas y mofetos, hurones y huronas, comadrejas y comadrejos, tejones y tejonas, nutrias y nutrios, visones y visonas, y en definitiva toda la familia mustélida que habitaba aquel bosque e incluso algunos miembros venidos desde lejos con el único fin de ser partícipes en el concilio.
 Se congregaban en una amplia madriguera secreta, de diáfano y abundante espacio pero apenas una ceñida entrada (y salida), por la cual no pasaban dos martas a la vez, lo que facilitaba mucho el control y registro de los asistentes por parte de la organización.

La expectación era máxima e imperaba una intranquila impaciencia por abordar los puntos del orden del día, entre los que figuraban la gestión de los destrozos en las guaridas causados por la última y torrencial tormenta, los derechos de vivienda sobre los huecos en el gran árbol del sur después de que los armiños que los habitaban decidieran irse a ver mundo o el aumento de las agresiones debidas a la intensificación de la actividad cinegética y al sorprendente incremento en la familia Vulpini, clan de zorros ancestral, que parecía haberse multiplicado de la noche a la mañana.
 Los ánimos estaban a flor de piel y todos los presentes ansiaban exponer sus puntos de vista, dudas, quejas y propuestas. No obstante, había un pequeño y molesto contratiempo. El código mustélido exigía, de manera tajante, la presencia de todos los convocados antes de poder dar inicio a la sesión asamblearia. Y allí, para no incumplir con su tradición, faltaban los dos mismos nutrios que siempre llegaban tarde: Niurto y Turino.

De algún modo, más o menos rocambolesco, conseguían en toda ocasión justificar sus tardanzas y aplacar la hostilidad colectiva que les aguardaba. Pero, con todo, el grupo no terminaba de asumir su desagradable costumbre, contraria a la severa e intachable conducta mustélida.
El hecho de que fueran extranjeros tampoco facilitaba la concordia. Eran Niurto y Turino dos nutrios sevillanos, que tras salvar la vida de milagro en su arroyuelo natal y haber recorrido medio mundo pasando un hambre indecible, siendo arrastrados por las aguas con la única guía de un ángel de la guarda novato y torpe, habían dado con sus huesos en el bosque de las moras rojas, el cual ahora habitaban.
«Dos nutrios desnutríos y un ángel desangelao», en palabras del propio Turino, formaban la comitiva que apareció un buen día en el susodicho bosque. Y aunque la familia mustélida la acogió con amabilidad y de buena gana, la situación estaba ahora cada vez más tensa, por causa y efecto, sobre todo, de las constantes impuntualidades y retrasos por parte de los dos nutrios.

¿Y qué había ocasionado esta vez la dilación de los premiosos nutrios? Pues que Turino y Niurto habían hecho un nuevo amigo, o eso creían. Estando su ángel de la guarda negligentemente extraviado tras ponerse a perseguir una mariposa que empezaba a insultarlo por el acoso al que la estaba sometiendo, los nutrios se cruzaron con un zorro mientras se dirigían al cónclave. ¡Para una vez que iban bien de tiempo!
La reacción normal en cualquier nutria habría sido esfumarse como alma que lleva el diablo, pero nuestros afables e impuntuales amiguitos se quedaron observando con inocencia al zorro, cuyos instintos y estómago reaccionaron al instante, dispuestos a sacar provecho de la situación.
El resto de la historia se compone de una gran actuación y una serie de sibilinos ardides por parte del zorro, que concluyeron con Niurto y Turino llegando a la asamblea tarde como siempre, pero acompañados como nunca.

Ni siquiera entraron a la gran sala asamblearia por la angosta puerta, lo hicieron a lo grande, por el techo. Y es que habiendo revelado al zorro la ubicación de la madriguera, la cual admitió el can que no habría encontrado jamás por sí mismo, así de bien camuflada estaba, este no tardo ni un segundo en desmontar la tapa de la misma como si destapase la cacerola conteniendo su almuerzo. Desde fuera, la ilusión fue máxima. Levantar aquel pedazo de suelo y toparse con decenas, tal vez cientos, de apetitosos mustélidos fue para el zorro como haber hecho el descubrimiento de su vida.
Desde dentro el terror fue máximo. Ver el techo levantarse, y durante unos segundos ser cegados por la luz del sol y confundidos por la imprevista novedad, para entonces distinguir la silueta de un gran zorro con tialismo voraz, fue demasiado para los mustélidos. Se agolparon a la desesperada en la estrecha salida, estampida que terminó por matar a la mayoría de ellos. Los pocos supervivientes de la frenética avalancha fueron descuartizados a base de precisos zarpazos. Una masacre histórica a la que asistieron impávidos Niurto y Turino, paralizados por el horror y la confusión. Tan paralizados estaban que una vez fue despachada la gran familia a la que pertenecían, fueron decapitados también. Todo pasó tan deprisa que a duras penas alcanzaron a comprender nada. Así, murieron como tantos: murieron como tontos.

Se hizo la nada en sus mentes... hasta que abrieron muy despacio sus ojos, que ahora no estaban compuestos de materia alguna, pero aún les permitían ver.  Atravesaron un extraño túnel, imbuido de un silencio estremecedor. Se dejaban arrastrar pacíficamente hasta la luz, embaucados por una relajación que no habían conocido nunca en vida. Al alcanzar dicha luz, la atravesaron con mucha calma y se vieron en una salita muy pequeña, pero que contenía una cantidad incalculable de archivadores. Era evidente que había allí más contenido que continente, imposible todo aquel mobiliario en un espacio tan reducido, pero lo asumieron como parte de todo aquello fuera de su comprensión que ahora debían afrontar. En el centro de la salita, un animal que no conocían ni reconocían, emperejilado con curiosos miriñaques, rebuscó entre los archivos hasta hallar lo que deseaba. Miró el papel, los miró a ellos dos y se limitó a decir con una desidia muy mal disimulada:
–¿Niurto y Turino?
Los nutrios asintieron con la cabeza, incapaces aún de articular palabra.
–Bueno, no me miréis así –dijo el responsable de los archivos con el tono monótono de quien ha dado la explicación mil veces–, yo solo recopilo los informes, vuestra suerte no está en mis manos. Sin embargo, esto no pinta nada bien.
–Hemos sido víctimas –inquirieron al unísono–, nos han embaucado y nos han arrancado la cabeza, prosiguió Niurto a solas después.
–Lo entiendo, lo entiendo, pero yo no juzgo nada, solo redacto el informe. –Se ajustó las ridículas gafas con ostentoso visaje.– Han pasado por aquí todos vuestros compañeros antes que vosotros. Solo uno de ellos consiguió no insultaros ni maldeciros, como tampoco a vuestros progenitores, pero creo que siquiera llegó a comprender lo sucedido; no tuvo tiempo.
–Mira quillo, jamás habríamos hecho algo así a voluntad, ha sido un terrible accidente…
–Y tan terrible –interrumpió el informador– casi doscientas vidas inocentes. La extinción de toda una familia en una zona que habitaba hace siglos. Yo puedo ver que no ha sido con maldad. Pero la tragedia es mayúscula pese a los atenuantes. No soy yo quien dictará sentencia, pero insisto, no pinta nada bien.
Resignados y asumiendo la imposibilidad de hablar en su propia defensa, indignados ante lo que consideraban una injusticia pues su único delito había sido hacer un imaginado amigo, solo desearon que el zorro algún día fuese tratado con la misma severidad con la que iban a ser ajusticiados ellos ahora. Aunque eso no iba a suceder, porque el deber natural del zorro era pergeñar y ejecutar la masacre que llevó a cabo. Con todo, Niurto y Turino nunca supieron qué sucedió con el zorro y al menos les quedó el consuelo de la hipotética equidad que desearon presuponer.
Se quedaron en silencio mientras observaban a aquella especie de funcionario de la dimensión desconocida redactar el informe, el oscuro presagio, hasta que éste les sobresaltó con un súbito y concluyente: 
–Ya podéis pasar.

Se abrió una puertecita en la que ni siquiera habían reparado y que solo dejaba entrever una oscuridad total entre los tres listones que conformaban su marco. Titubearon indecisos, seriamente aco…ngojados, hasta que, desde detrás, un empellón certero les lanzó a la oscuridad.
Tras flotar en el limbo durante unos segundos eternos, una luz cegadora empezó a formarse en la oscuridad total y a adueñarse de todo, y se volvió tan intensa que les obligó a cerrar los ojos con dolor. Cuando los volvieron a abrir, estaban en la gran sala del Destino. De algún modo sabían que ese era su nombre, aunque por supuesto no había allí ningún cartel que lo anunciase.
La sala, sin tener paredes, era esférica y parecía un mirador que asomaba desde todas las direcciones al universo infinito. Desde allí, sin importar a dónde se dirigiese la mirada, podían observarse galaxias enteras, planetas, nebulosas, agujeros negros y trillones de lo que parecían ser titilantes estrellas fugaces en constante movimiento. En primer lugar los nutrios no comprendieron el movimiento de estas luces, pero algo en su ser les explicó también que eran solo vidas transmigrando en un flujo incesante, en aquel proceso de metempsicosis que enérgicamente rechazara Fonollosa.
 Ante sus pies había una delgadísima pasarela, que asustaba de lo lindo con la visión del cosmos amenazante, dispuesto a engullir a quien diese un paso en falso.
En el centro de todo, al final de la pasarela, vieron al ente que rigió, rige y regirá aquella sala y el movimiento de todas aquellas luces infinitas. Una cabeza sin rostro, ni color de piel, sin facciones ni nada con lo que pudiera ser identificada. Sin mediar palabra, dictó sentencia. La voz atronadora retumbó de tal modo que pareció sacudir el universo entero. Tembló el suelo y los nutrios tuvieron que taparse los oídos para poder soportarlo. Aunque oyeron la sentencia perfectamente dentro de ellos.

–Os reencarnaréis en humanos. 

La peor condena posible. El alarido de espanto fue unánime en ambos nutrios y cayeron sobre sendas rodillas, suplicando piedad. 
–Haznos escarabajos peloteros, preferimos una vida de hacer bolas de mierda –deprecaban los mustélidos, pálidos ante la degradación absoluta a la que serían sometidas sus vidas–, transfórmanos en quistes hidásticos, en lagartos de cuernos cortos que escupan sangre por los ojos, por la piedad de todas las deidades... 
Pero sus ruegos se diluyeron en la nada cósmica y de repente se vieron flotando de nuevo en la oscuridad total. Y de nuevo una luz dolorosa les llevó a apretar sus párpados.
Habían tocado fondo, pero con un par de pequeñas concesiones merced a la involuntariedad de su fatal error. Para empezar, se les envió de vuelta juntos.
 La dolorosa luz se suavizó de nuevo y esta vez al abrir los ojos vieron entre lágrimas y bocabajo, un quirófano. Habían sido mellizas.
Y bien, como segunda concesión, de algún modo siguieron recordando el punto de partida que les había llevado a formar parte de la humanidad; fue para ellos una experiencia continuada que no empezaba totalmente desde cero en la conciencia. Un privilegio que casi nadie obtiene.

Pasaron bastantes años de resignación y sometimiento. Intentaron integrarse en la humanidad y dejar atrás su proceder inocente y bondadoso de animales no humanos. Y lo cierto es que llegaron a conseguirlo.
Aprendieron a vivir como lo hacen los humanos: aprendieron a envidiar. Aprendieron a mentir. A odiar en base a criterios arbitrarios y antaño insignificantes para ellos (ahora, circunstancialmente, ellas). Aprendieron a dudar de sí mismos. A tener complejos y a calmarlos encarnizándose con los complejos ajenos. A destruir sin ton ni son. A vanagloriarse. A acumular cachivaches inútilmente. A hacer cosas antinaturales, cosas egoístas. A criticar, sabotear, a chantajear, a corromper con alevosía, a mostrar desprecio, a insultar, a herir por crueldad y capricho, a explotar a los otros animales, los que otrora fueran su familia pese a toda cadena trófica. Adquirieron una racionalidad afilada que solo les sirvió para sobreanalizar hasta caer agotados y rayando la demencia. Aprendieron a perder el respeto por sí mismos y por los demás. 
Y curiosa y sorprendentemente, nada de todo esto les hizo felices.

Así que un buen día, sentados frente a unas calmadas aguas que avivaban dolorosamente la nostalgia en ellos, decidieron declararse en rebeldía. Podrían imponerles otros cuerpos, pero no doblegarían la voluntad de sus espíritus.
«Recordaré lo que antes era», cantó Toomai de los elefantes, harto de su condición de esclavo de los humanos. Y asimismo lo repitieron nuestros decicidos nutrios.
Decidieron volver a ser lo que fueron, ignorando cualquier posible consecuencia.

A finales de la primavera de mil novecientos setenta y nueve, los incipientes calores del inminente verano congregaban a un abundante gentío en el hermoso lago local, engalanado con frondoso verde y un exquisito marco de flores de san Pallari. Pero refrescarse no era la única razón de la visita de la muchedumbre. Allí mismo tenía lugar un sonado caso de disforia zoológica, de amplia repercusión en la prensa local e incluso nacional. No el primero, claro está, todos hemos visto a animales adoptados por otras especies actuar como la especie adoptadora. Pero esta vez eran dos humanas las que actuaban como enajenadas, como si fuesen dos nutrias.
La gente se reía y les lanzaba cosas cerrilmente. Pero Niurto y Turino seguían fieles a su esencia. La única licencia que habían consentido a la humanidad era la de cubrir sus cuerpos con engorrosas telas, y tan solo tras la amenaza del comisario local de llevarlas (él les hablaba como a muchachas) al sanatorio como persistieran en su afán de montar escándalos públicos. Así que habiendo aceptado vestirse, dedicaron a partir de ese día a cerrarse en banda y vivir como perfectos nutrios, recuperando costumbres, sensaciones y tradiciones de su anterior vida. Rodando guijarros con las manos sobre sus pechos. 
Hay que decir también que a la comunidad local mustélida que habitaba originalmente el lago, ver a aquellas dos humanas imitar sus costumbres e incluso hablar su idioma nunca llegó a sentarles bien, por lo que se delimitaron territorios que nunca fueron invadidos en ninguna de las dos direcciones.
Pero esto no fue óbice para nuestros nutrios en cuerpos humanos, que supieron alcanzar la felicidad tumbándose sobre el agua y dejándose mecer por ella. 

Tras superar esta curiosa etapa, esta penosa sanción, de forma humana y fondo nutrio, fueron reencarnados en cualquier otra cosa. Es decir, en algo mejor. 




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