sábado, 28 de marzo de 2020

Los límites de Eudaimonia


   En el seno de una familia llena de amor, con los medios suficientes para no sufrir apuros, pasó los primeros años de su existencia una niña jovial y pizpireta de nombre Alaia. ¡Qué afortunada se sintió siempre esta buena niña! Tan rodeada de mimos, de comprensión y de atenciones. Y sin embargo, tanta felicidad, por algún capricho compensatorio de un hado indeciso, se ciñó en la mayoría de las ocasiones al ámbito familiar. 
   Pisaba la calle y las desgracias se sucedían. Perdía los objetos que más valor tenían para ella, se dejaba el paraguas los días de tormenta, tropezaba y se ensuciaba el vestido nuevo, y por encima de todo, las relaciones sociales la destruían.
   Claro que siendo una niña tal vez no tomaba parte en complejísimas relaciones similares a las de los adultos, ni las necesitaba, ¡pero con qué intensidad vivía las pertinentes a su edad! Y qué mal terminaban todas…
   El contacto con otros seres humanos ajenos a su árbol genealógico, del cual era Alaia la rama más verde, se resumía en una sucesión de incontables padecimientos.
   Probablemente el episodio más doloroso tuvo lugar el día de su décimo cumpleaños. Había organizado una gran fiesta temática junto a su familia y por supuesto había invitado a una numerosa cantidad de compañeros de colegio, muchos de ellos considerados como amigos, y naturalmente también a la mejor de sus amigas, Irene, una niña bastante reservada pero que por algún motivo había despertado en Alaia un profundo sentimiento de complicidad y confianza. Posiblemente fuera merced a sus largos silencios, que ofrecían poco espacio para el tipo de palabras hirientes que de un modo injusto solía recibir Alaia por toda respuesta.
   Tras encargarse de los preparativos de la celebración durante horas llenas de ferviente expectación y prometiéndoselas muy felices, Alaia y su familia por fin vieron al reloj marcar las cinco, la hora acordada y establecida en todas las invitaciones que fueron repartidas. Pero allí no se presentó nadie, ni uno solo de los esperados amiguitos.
   Después de un par de horas de patéticos intentos de consuelo por parte de una familia que empatizó en carne viva con la situación de la pobre niña, al fin su madre decidió simplemente llevarla a dar un paseo. Y así, de casualidad, fue como pudo ver Alaia a todos los niños invitados a su hogar congregados en otra fiesta, una que tenía lugar en el jardín de su supuesta mejor amiga, Irene.
   Tal vez esto pueda parecer muy poca cosa para una mente adulta, o fuerte, o muy resistente y resiliente. Pero fue la gota que desbordó el vaso emocional de una niña con un largo historial de vejaciones injustificables. Ni siquiera tuvo arrestos para señalárselo a su madre, que condujo el coche a lo largo de la calle sin reparar en el dramático evento.

   La tristeza más pura inundó todo su mundo, ¡y qué sola se sintió entonces!

   Alaia se encerró en un silencio profundo y era difícil predecir qué resultaría exactamente de su proceso. La familia asistió al mismo consternada e impotente, temiendo por el futuro de la cría.
   Y sin embargo, la cría consiguió hacer de tripas corazón. Y reflexionando sobre la naturaleza de la alegría y la tristeza y comparando lo que recibía en el cálido ambiente del hogar con lo que recibía más allá de la puerta, resolvió decidida y con sólida determinación intentar cambiar las cosas.
   La embargó un poderoso sentimiento de altruismo y filantropía. Consagraría su existencia entera a la realización del más ambicioso de los proyectos: crear un mundo mejor en el que nunca, jamás, nadie, absolutamente nadie, tuviera que sentirse mal, ni padecer, ni sufrir como lo estaba haciendo ella.
   Esta suerte de súbita y silenciosa soledad autoimpuesta fue el terreno perfecto para que la semilla de sus anhelosas metas terminara por convertirse en un árbol gigantesco que daría frutos en abundancia.

   Tras muchos años de arduo y sacrificado silencio, parvo en palabras pero generoso en cuanto a esfuerzos, tras completar con éxito todos y cada uno de los pasos imprescindibles en su camino (que no me detendré a narrar por su cuantía y extensión), hacer valiosos contactos y ver como la fortuna le sonreía de un modo desconocido para ella en más de una oportunísima ocasión, alcanzó su propósito.
   La dulce niña traicionada había desechado calladamente toda su juventud entera, los mejores años de su vida, persiguiendo sus objetivos y ahora, convertida en una mujer hecha a sí misma, una mujer hecha y derecha, los pudo asir con firmeza entre sus dedos. La dulce Alaia, otrora objeto de maltrato por parte del prójimo, se había convertido en la primera presidenta electa de su país.

   ¿Y qué se espera de cualquier persona de bien, con el altruismo y la filantropía entre ceja y ceja, que alcanza el poder? Pues exactamente lo que hizo ella: erradicar todos los formulismos democráticos, dar un golpe de Estado incontinenti e imponer un régimen totalitario. Régimen totalitario filántropo y altruista, huelga decir.
   No cabía esperar de la gente que fuese a cooperar voluntariamente con sus mayúsculas aspiraciones, ni siquiera que llegase a comprenderlas. Ah no, ya sabía ella cómo se las gastaba la gente y el tipo de estímulo que necesitaba recibir para reaccionar adecuadamente.
   Además, era por su propio bien. Pronto serían todos más felices de lo que nunca antes se habían atrevido a soñar.

   Así pues, se dio inicio a la ejecución de todas y cada una de las medidas que prometió implementar durante su campaña electoral. Incluso aquellas que por su desmesura parecieron arriesgadas a sus consejeros, pues en términos políticos podían considerarse locuras disparatadas. ¿Quién iba a creerse todo aquello? Y sin embargo, aquí estaba Alaia, la flamante presidenta, responsabilizándose de su palabra. Es menester señalar que ni su nueva dignidad ni sus nuevos recursos la embriagaron de poder. Se mantuvo siempre humilde, ataviada con sus tejanos y sus camisetas sin estampado. Su prioridad era una y no se permitía distracciones ególatras inservibles a su meta.
   Volcó desde el primer momento todos los recursos de la nación y hasta los suyos propios en dar forma a la más férrea e indiscutible felicidad absoluta.

   Su primera medida fue simbólica. Dado que instauraba el eudemonismo radical, cambió el nombre de su país y lo rebautizó como Eudaimonia.
   Acto seguido, se ocupó de que en Eudaimonia fuese todo proporcional, equitativo, sin castigos, sin abusos, sin plusvalías ni minusvalías. Regaló casas, regaló comida, regaló mantas y abrigos. Por todas partes había sonrisas, abrazos... amabilidad por decreto. Se erradicó de forma tajante cualquier forma de hambre, de violencia, de crueldad, de cualquier circunstancia negativa o de las condiciones que pudiesen suscitarla potencialmente.
   Toda persona que formase parte del régimen tenía a su disposición un buzón en el que depositar, con bastante garantía de éxito, todas sus peticiones y anhelos.
¿Y qué se pedía a cambio de semejante esfuerzo titánico por parte de la administración?
Tan solo que la gente fuera feliz y que ayudase a los demás a serlo a su vez.
¿Y qué sucedía con aquellos deseos que no podían satisfacerse, con los conflictos irresolubles, y en definitiva, con la disidencia?
   Muy sencillo: con los individuos atrapados en lides irremediables se mantenía una reunión, la «reunión última», en la que, en amabilísimos términos se daba al individuo a escoger entre dos opciones: aceptar la imposibilidad del régimen por mejorar la situación específica que propiciaba la reunión y permanecer en el país esbozando una radiante sonrisa, o bien dirigirse al exilio, allende los límites de Eudaimonia, para una vez allí ser tan infeliz, envidioso o amargado como se desease y sin represalias ni rencillas de ningún tipo.
   Sobra decir que todo familiar, amistad o contacto de cualquier ralea cuya felicidad pudiese verse perturbada por dicho exilio, se hallaba inmediatamente conminado, igual de amablemente, a seguir los pasos del exiliado. En un amplio porcentaje de las ocasiones la gente que había mostrado flaqueza prefería reconsiderar su actitud y su predisposición mental y quedarse, aunque fuese reprimiendo sentimientos negativos. Allí se podía vivir a cuerpo de rey y sin necesidad de invertir un gran esfuerzo en ello.
   Tan solo en escenarios extremos, como las depresiones galopantes de causas irreconocibles, tuvo que decretar el régimen exilios fulminantes e irrevocables de manera unilateral.
   Allí no tenía cabida la infelicidad de ninguna clase, sin reparar en su tamaño, naturaleza o contexto.

   Todas estas medidas, con el transcurso de los meses, derivaron en lo que finalmente pudo considerarse una felicidad colectiva total. Un viejo sueño de la infancia de la presidenta, ahora convertido en realidad gracias a su buen hacer. La gente en las calles no quería ni oír hablar del pasado y el futuro se auguraba esplendoroso en lontananza.
La alegría y la paz se derramaron sobre todo el país, lenta, decididamente. El júbilo se introducía en los hogares a través de las ventanas, de las tuberías, deslizándose bajo las puertas y valiéndose de cualquier medio posible.

   ¿Y fueron felices por los siglos de los siglos? Pues no. Más bien no.
El clima de felicidad se convirtió gradualmente en algo omnipresente, la felicidad temblorosa que habían conquistado fue transformándose paulatinamente en «normalidad» y así llegó el día en que la población se había pasado meses luciendo una sonrisa de oreja a oreja día tras día, con cotidianidad, por pura rutina.
   Y fue en aquel momento que empezó a revelarse que aunque no había duda de que todo era felicidad, había distintos grados de felicidad.
   De súbito, entre toda la gente feliz, había gente «más feliz» y otra gente «menos feliz». Y, naturalmente, la segunda representó una amenaza para la fantástica estabilidad del régimen eudemonista. Los «menos felices» eran los nuevos infelices.
Pero a diferencia de lo que sucedía con la gente infeliz, triste o amargada, la gente «menos feliz» era difícil de identificar.             Amén de su poderoso alegato que complicaba aún más las cosas: eran felices y no podían hacer más, aunque fueran «menos felices», cumplían a su manera con lo establecido.
   El régimen tuvo que tomar cartas ante tan aguda rémora para la bonanza imperante obtenida con tanto esfuerzo.
   Se creó un comité especial al que se otorgó autoridad sobre la situación: las autoridades idílicas. Llamadas popularmente “plátanos” por la población de Eudaimonia, por su sonrisa inamovible con la curvatura exacta de una banana -si tal exactitud existe como medida- y porque, obviamente, al ser idílicas, vestían de riguroso amarillo.
   Y estas autoridades, a su vez, quizás buscando aligerar su carga de forma artera, quizás deseando hacer partícipe a la población de manera bienintencionada, crearon a su vez los «núcleos de la felicidad», que ubicaron a lo largo y ancho de todo el país. Estos servían para delatar desde el anonimato a la gente menos feliz para entonces poder citar a la misma a la famosa «reunión última», aunque en esta ocasión con muy poca voluntad por parte del Poder de ofrecer opción alguna que no fuera el exilio. A fin de cuentas si ese era el máximo de felicidad que podía ofrecer la gente menos feliz, ¿a qué conservarla en la población, amargando a los más felices?

   En un breve espacio de tiempo esto degeneró en disparatadas consecuencias: Empezaron a surgir expertos capaces de determinar con exactitud el ángulo de inclinación de las sonrisas. Algunos fabricantes, espoleados por un gobierno incapaz de controlar la admonición que representaba descubrir que gran parte de su gente feliz no lo era tanto, comenzaron a producir aparatosos artilugios que forzaban una sonrisa estática en todo momento. Y sobre todo, mucha gente, temerosa de ser denunciada, se apresuraba a denunciar primero de forma preventiva, con o sin fundamento real, lo que se tradujo en millones de denuncias diarias.
   Ante semejante crisis, incontenible por parte de las autoridades idílicas y que hacía tambalear los alegres cimientos del país, el poder se vio obligado a tomar medidas drásticas.
   Así tuvo lugar la primera gran purga de Eudaimonia. Cientos de miles de personas, las menos felices, se vieron obligadas a irse del país, so pena de renunciar a sus derechos más básicos en caso de aferrarse a la permanencia en suelo feliz, amén de tener que vivir soportando una presión extrema por parte de los más felices, dispuestos a reivindicar su animosa superioridad escupiendo sobre los menos felices.             Escupiendo por supuesto entre carcajadas de la felicidad más eufórica.  
   Este éxodo forzoso dejó el censo de Eudaimonia gravemente mermado. Pero la calidad humana y emocional, según el criterio predominante, aumentó con claridad. Ya solo quedaba allí la mitad de la gente, pero era la gente más feliz de toda.

   ¿Y fueron felices por los siglos de los siglos? En realidad no.
Tras unos pocos meses ufanos en los que todos se vanagloriaban de tener la población «más feliz» del mundo, y habiendo establecido por ley cual era la curvatura mínima que debía lucir una sonrisa dichosa, pronto empezó a vislumbrarse que entre todas aquellas sonrisas impecables, algunas brillaban más que otras. Había gente «mucho más feliz» entre la gente «más feliz». 
   La presidenta Alaia era incapaz de soportar que hubiese gente mucho más feliz que otra, porque esto implicaba a su vez que había gente mucho más infeliz, y reviviendo los meses de esplendor inmaculado que obtuviera tras la primera purga, decidió de un modo empírico repetir la depuración, a sabiendas de que cualquier otro intento sería estéril.

   Tras dos purgas en apenas diez meses, el resultado era un país medio vacío, en el que a duras penas quedaban ahora unas pocas decenas de miles de personas. Eso sí, las «mucho más felices». Estas ya tenían un lenguaje corporal que era indescifrable en condiciones normales, con gestos y muecas forzadas hasta el dolor maxilar, con sonrisas propias de quien contrae el rostro con obscenidad.     Una alegría surgida de un eretismo facial insostenible.
   Sus semblantes parecían máscaras tensas de sonrisa vesánica, casi uniformes. Pero solo casi.
   Enseguida se descubrió que había gente «aún mucho más feliz», que no todos lograban el mismo punto álgido de felicidad. Y, sin remisión, tuvo lugar otra purga más. ¿Para qué posponerla amargando a los de la cumbre de la felicidad?
   Y así el país se fue desocupando mientras el nivel de exigencia, el listón de la felicidad, se disparaba hasta límites difícilmente alcanzables por un ser humano mentalmente sano. Y mucho menos por la fuerza.

   Para cuando quiso darse cuenta, tras sucesivas purgas, Alaia se había quedado prácticamente sola, con apenas diez o quince de sus súbditos. Aunque eran los «extremada y superiormente felices».
Valiéndose de la profilaxis había depurado a su país de cualquier interferencia de infelicidad o tristeza y lo había aupado a la élite de la alegría mundial. 

   La felicidad más pura inundó todo su mundo, ¡y qué sola se sintió entonces!

   A veces deambulaba por las calles desiertas, o visitaba aquellos enclaves antaño poblados hasta la cencerreta por gente eufórica, gozosa de vivir. Y torciendo el gesto, no podía evitar llorar.       Pero de alegría, de alegría, no penséis mal. Otra cosa era inconcebible.
   Allí se quedaba, mirando al horizonte vacío, reflexionando sobre los límites de la felicidad, sobre las fronteras de Eudaimonia. Y siendo muy dura consigo misma, aunque movida por una ávida intriga, se preguntaba: ¿Cómo determinar dónde empiezan la alegría o la tristeza? ¿Dónde acaban?
–Ay querida –terminó por decirse a sí misma pocas horas antes de dimitir y volver a su antiguo hogar llorando sin consuelo posible– la tristeza y la alegría no son cosas opuestas. No existe tal antinomia. Has luchado en vano. La tristeza y la alegría son la misma cosa… que tan solo difiere en grado.


 

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