domingo, 5 de abril de 2020

Enjoy the silence



La violencia tribal que se desata en ocasiones en determinadas zonas del continente de ébano, no es, lamentablemente, nada nuevo.

Muchos siglos atrás, cuando los ancestros señoreaban aquellos fértiles suelos, tuvo lugar un episodio bélico cerca del corazón de África que marcaría un punto de inflexión en el largo historial de cruentas batallas que acumula el enclave.
A orillas del claro río Tana, los Pokomo y los Orma se disputaban el control sobre algunas fuentes de agua. Ambos las consideraban vitales para sus actividades y para el desarrollo de la vida en sus respectivos poblados. No eran las primeras rencillas de esta índole que enfrentaban a ambas tribus, y distaban de ser las últimas, pero aquella ocasión tuvo una historia detrás que merece ser contada.
En medio de los preparativos para el combate, tras unas largas y tensas semanas de unas mal llamadas negociaciones que no eran sino un intercambio de hostilidades verbales y amenazas, el líder Orma, habiéndose reunido con la cúpula mayor de su estructura bélica, advirtió que por factores tan inoportunos como circunstanciales (a saber: apenas contaban con jóvenes en edad de pelear en comparación a los Pokomo) partían a la guerra en una situación de evidente desventaja militar.
Era imposible alcanzar cualquier acuerdo parecido a una tregua a esas alturas. Y lo que era peor, ni siquiera estaban en posición de considerarlo, pues las fuentes de agua eran imprescindibles para las etapas que se avecinaban con inmediatez.
Con el transcurso de los días y conocedor de los proyectos y planes que empezaban a tomar forma en la tribu antagonista, el desánimo fue causando mella en el espíritu del líder, Karani, que observaba impotente como se aproximaba el fatal desenlace sin hallar solución en modo alguno favorable a los intereses de su pueblo.
Y en mitad de una noche calmada y sin estrellas que adornasen los cielos, un sobresalto lo sacudió, lo arrancó de sus sueños y le reveló un posible plan a seguir. Un plan desesperado, sin ninguna duda, pero como siglos después dijese un gran estratega llamado Kaspárov: un mal plan es mejor que ningún plan.
En medio de aquella noche, con la frente perlada por sudores fríos, resolvió encomendarse a la primera y última de las fuerzas: los orishas. Los dioses.
Apenas unas horas después, encaminaba sus pasos con premura y fijación a la cueva de aquel viejo anacoreta extraño de las afueras, retirado desde nadie sabía cuando con objeto de acallar en su interior todo el ruido mundanal.
A aquel anciano ya no le quedaba ni el nombre, y aunque era objeto de incontables hablillas, gozaba de un respeto venerable, aunque estuviese basado en el temor.
Karani irrumpió en su cueva a la vez que los primeros rayos del sol, pero el anciano parecía estar despierto desde siempre. Invitó a Karani a tomar asiento con gesto solemne, majestuoso, y procedió a escuchar atentamente sus palabras.
El anciano era partidario de evitar la violencia. Pero podía percibir la inevitabilidad del conflicto en el tono dramático que arrastraba la voz de Karani, por mucho que este se esforzase en transmitir una entereza inexistente.
No tuvo una salida mejor que la de acceder a las pretensiones de Karani, que acudía a su cueva a suplicar contacto con los orishas. Para más señas, la intención del líder Orma no era otra que la de solicitar auxilio de manera directa a Olodumare, dios supremo y creador absoluto. Aunque el anciano sabía que esto era imposible, pues Olodumare no establece contacto en modo alguno con la realidad humana. Que Karani apuntase tan alto no hacía sino reflejar en qué estado de espíritu se hallaba.
El anciano sin nombre no pudo prometerle algo que sabía sobradamente que era imposible, aunque intentó aplacar el ansía juvenil de Karani asegurándole que haría las cosas tan bien como pudiese.
Y así, citó a Karani para un encuentro posterior, al atardecer, en la misma cueva.
El día aconteció extremadamente lento para el joven guerrero, sin apetito ni capacidad para entablar conversación alguna. Tan solo miraba al horizonte un segundo tras otro, siempre en dirección a la antigua cueva en la que moraba su única posibilidad.
Y como ha sucedido siempre, al menos según tengo entendido, el atardecer llegó. Y Karani ya llevaba un buen rato en las inmediaciones de la cueva. Entro en la misma expectante y volvió a tomar asiento en el suelo ante el anciano.
Este le había preparado un extraño linimento de aspecto desagradable y ahora se lo ofrecía a Karani en un cuenco rudimentario que no era más que gran parte de la fortuna material de aquel anacoreta.
Los diminutos y agudos ojos del viejo hacían accesoria cualquier instrucción verbal, su mirada era tajante: bebe.
Conforme Karani tragó el líquido, que además de pestilente era tibio y grumoso, el anciano repitió en voz baja una serie de palabras que paulatinamente, indujeron al joven a un estado de confusión mental parecido al trance, y que fueron aliviando la carga de sus huesos, de sus músculos, de sus ideas, hasta que estas ya no estuvieron allí y de la voz monótona que se sucedía en el ambiente solo quedó un susurro apagado.

Karani se vio de súbito ante lo que parecía ser un antílope, aunque este poseía extremidades humanas y toda su silueta era vaporosa y difusa. En primera instancia temió hallarse ante la deidad de los antílopes, y preparaba toda clase de retrecherías que le hubieran servido de muy poco, pero pronto comprendió que quien estaba ante él no era otro que Ògún, orisha de la guerra, adoptando aquella forma por puro divertimento.
-Habla.- instó secamente al humano allí invitado.
Karani explicó la situación con todos los pormenores y rogó la intervención divina para inclinar la balanza a su favor, o por lo menos, igualar mínimamente la contienda.
- Está todo en tus manos,- dijo el Orisha, interrumpiéndole.-He aquí como. En la selva ulterior al río Tana, hay un jabalí de tamaño descomunal que ha perdido el juicio. Ha embestido durante muchas lunas contra todo lo que se moviese, incluso contra la vegetación, que yace mansa en su lugar. Si lo hallas, lo ejecutas, y te haces con su piel, haz un tamtam con ella cuando la luna alcance su altura máxima. Este tambor imbuido con la demencia del gigantesco cochino y el influjo lunar, tendrá un poder estremecedor. Doblegará la voluntad de cualquier hombre, por férrea que esta pueda parecerte. Desquiciará a quienes oigan sus latidos, hundirá en la murria y la desesperación a todo ser ajeno a tu voluntad. Podrás dominar el continente entero si sabes sacarle partido. Solo respetará a aquellas criaturas respetadas por ti durante su desempeño. Y ahora, ve.

Volvió en sí al día siguiente, con la boca seca y aún en la cueva habitada por el viejo. Tan pronto se despertó, dio las gracias y salió disparado hacia su poblado. Allí montó un pequeño grupo con sus mejores cazadores, y sin molestarse siquiera en ofrecer explicaciones que dilatasen su empresa y dejando al cargo a su mano derecha, emprendió el camino decidido hacia el delta del río Tana en primera instancia y la selva que palpitaba viva más allá del mismo después, en la que habitaba un marrano peludo, colosal y absolutamente enajenado.

Durante los días siguientes, Karani y los suyos se esmeraban en alcanzar el hogar del jabalí loco, ignorando que los Pokomo lanzarían su masivo ataque aún antes de lo previsto.

Cuando al fin llegaron a la tupida selva, acamparon, repusieron fuerzas y se repartieron las tareas necesarias: vigía, búsqueda, abastecimiento, colocación de trampas y demás.
No fue sino tras pasar una jornada y media que al fin divisaron a la enorme bestia. Habían seguido el rastro de sus pisadas, pero estas eran tan caóticas que no conducían a nada. Lo encontraron por obra y gracia del destino azaroso.
Primero se quedaron pasmados, paralizados ante la visión de aquel engendro más grande que algunos árboles. Acto seguido y al grito de Karani, las flechas empezaron a surcar los aires. Subían hasta que parecían pinchar las nubes, se detenían como quien reconsidera los derroteros que toma su vida y acto seguido cambiaban de dirección y bajaban vertiginosamente para, las más certeras, clavarse en el grueso lomo del enorme cerdo.
Este ofreció resistencia, como era de esperar. Estaba loco pero no era tonto y no le gustaba ver como sus embestidas aleatorias eran interrumpidas por obra de un grupo de insolentes humanos.
Hizo volar por los aires a dos de ellos, cercenando a uno fulminantemente por la mitad, y cometió el error de ir a ensañarse con el cadáver exánime del segundo, momento que aprovechó Karani para hundir un puñal justo al lado de su garganta, liberando borbotones de sangre que salía despedida al exterior con celeridad. El jabalí se retorció con furia y el líder Orma se vio obligado a dar un salto de muy poca plasticidad hacia atrás para poder sobrevivir, pero pronto los violentos espasmos del animal tocaron a su fin, y cayó abatido.

Necesitaron varias horas para poder desollar a aquel animal, y ni siquiera se llevaron toda su pesada piel, aunque le hubieran podido dar mil usos. Karani solo pensaba en el tamtam y no se tomó la molestia de retornar siquiera a casa antes de proceder a elaborar el mismo. Allí mismo, junto al cuerpo aún caliente del bicho ido de mente e ido de espíritu, aguardaron a que la noche se cerniese sobre sus cabezas y trajese con ella la aparición de la gran piedra que ronda el mundo.

El frente Pokomo por aquel entonces llevaba horas ya atosigando el poblado Orma con salvaje crueldad. Muchos de los habitantes del poblado, confundidos, sorprendidos, avasallados sanguinariamente, se preguntaban dónde estaría Karani y por qué motivo los había abandonado cobardemente en las horas decisivas.
Los más valientes plantaron cara como buenamente pudieron, pero la carnicería era imparable. El número de efectivos atacantes excedía con abultadas creces al de los defensores y la sangre corría entre el fuego y los alaridos de terror.
Hasta que sucedió el milagro. Desde la lejanía empezó a escucharse cada vez con más claridad el repicar de un tambor, que marcaba un ritmo amenazante, los compases de la venganza tribal.
Según el aire trajo aquella cadencia rítmica hasta el poblado, asimismo fueron llevándose las manos a los oídos los Pokomo y profiriendo gritos de desesperación. Estaban siendo destrozados por dentro, desgarrados en las entrañas y en el alma. Se postraron, llorando impotentes y claudicaron como hormigas incapaces de afrontar un tsunami.
Los Orma estallaron en vítores y apresaron al ejército Pokomo, al que liberarían no mucho tiempo después tras ejecutar a los guerreros que más se habían encarnizado e imponer condiciones favorables para ellos mismos en la disposición de los recursos naturales de la zona.

Karani fue elevado a la categoría de héroe, entró en la leyenda y él mismo llevó el tambor endemoniado a la cueva del anciano, donde estaría a salvo. Allí permaneció durante un tiempo larguísimo, difícil de creer, hasta que el viejo expiró. Entonces alguien se escabulló en su cueva y sisó el tambor.

El instrumento pasó los siglos posteriores cambiando de mano una y otra vez. Sorteando milagrosamente las pesquisas e intentos de los mayores poderes militares del mundo por hacerse con él. Por alguna razón el tambor eludía a las personas con afán destructivo y acababa siempre en manos de personas inocentes e incluso sin el más mínimo interés por la música, lo que permitía al tambor permanecer en silencio. Es curioso como esa máquina de sembrar el caos y reventar la entereza humana desde los cimientos se las arreglaba para no perturbar al mundo con sus sonidos aplastantes.

Pero en algún punto el destino marró trágicamente. El tamtam llegó a las manos de una persona no del todo beligerante, pero sí con una gran vocación de percusionista. a las manitas debería decir. Las manitas del hijo de mi vecina.
Este vástago del demonio, llamado a ser próxima estrella del death metal en su papel de batería, esta criatura a la que podría diagnosticar parkinson frenético con sobredosis de anfetamina en arteria, hiperactiva, ajena a todo amor por el silencio y su ataráxica quietud, esta bestia parda de la percusión, está más loca que el jabalí mismo, a sus seis primaveras.
Esta especie de Oskar Matzerath no solo está ofuscado con su tambor, además acompaña las sesiones de aporreo con guturales chillidos que comprometen sensiblemente los cristales de todo el vecindario, en un doble guiño a la figura del niño creado por Grass. Es Matzerath hecho carne.

Puedo asegurar que los poderes del tambor siguen intactos. Más a menudo de lo que soy capaz de soportar me veo doblado de crispación en la alfombra que cubre mi suelo, deseando la eutanasia y el fin este infierno. Y a juzgar por los berridos suplicantes de mis otros vecinos, víctimas como yo, sigue siendo un aparato capaz de someter a colectivos enteros.
¿Que cómo puedo conocer toda la historia detrás del instrumento que está devastando mi existencia? Pues por pura deducción, mi intuición relegada al suelo no es capaz de hallar otra explicación cabal.
 








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