domingo, 26 de abril de 2020

El placer de un buen café


Hay pocas cosas tan hermosas en esta vida como compartir un buen café con personas a las que aprecias. Esa conexión emocional que surge mientras el aroma del oscuro líquido colma el ambiente. Los momentos mágicos de complicidad y camaradería, las situaciones íntimas, los lazos que se estrechan de un modo que parece irreversible…
 Pero basta ya de cursiladas y hablemos de cuando las cosas se tuercen, que también pasa.

Hortensia y sus amigas solían cumplir religiosamente con una vieja costumbre suya, la consumación de un convencionalismo social trillado hasta hastiar: quedar para tomar un café por las mañanas y con ese pretexto ponerse a cotorrear. Sus encuentros se producían siempre en el mismo lugar, un bar de dudosa reputación situado en las inmediaciones de la plaza mayor de su ciudad. Un bar de decoración austera y oferta gastronómica bastante pobre. Un bar con plantas de plástico y un pobre loro amargado preso en una jaula, que pasaba la vida dando voces con sorna y rencor. Un bar que siempre amenazaba con cerrar. Su dueño, un vividor sin escrúpulos, era presa de la indecisión. Ora colgaba el cartel de “Se traspasa”, ora el de “Nos trasladamos”. A veces, como aquel día, podía verse incluso ambos carteles a la vez. A tal grado llegaba el titubeo del patrón. Pero entre que el hacha iba y venía, allí seguía el antro, abriendo sus puertas de buena mañana para alivio de nuestras queridas señoras, hechas a la costumbre.
 Así pues, un día tras otro, se repetía el mismo proceso de modo mecánico e infalible. Y aquel día había empezado como absolutamente todos los demás, con la salvedad de que las amigas de Hortensia, señoras de moral laxa y conducta distraída, se presentaron allí todavía de juerga, alargando la saturnal que había sido para ellas la noche anterior. Se apresuraron a pedir sus bebidas: chupitos y cubatas para ellas y un café con leche para Hortensia. El único café con leche que se pediría allí aquella mañana, por suerte.

Y es precisamente en este punto donde empezaron a confluir de un modo casi paranormal, atinando a la única probabilidad entre billones, unas desdichas que por sí mismas y de una en una ya suponían bastante desgracia, pero que al coincidir se convirtieron en una verdadera tragedia.
 Todas ellas giraron en torno al café de Hortensia. Y como no quiero dar a entender que alguna fuera mejor o peor que las demás, las narraré en estricto sentido cronológico, dejando a tu criterio ponderar qué nivel de importancia pudiera tener cada una de ellas per se.

En primer lugar, pocos días antes, a cientos de kilómetros de allí, un activista por los derechos de los animales, buscando estropear el producto de una central lechera y causar así estragos a la macabra y tiránica empresa, había mezclado, con nocturnidad y alevosía, galones y galones de un poderoso laxante en la leche almacenada en gigantescas cisternas. El activista confiaba en que el control de calidad sentenciaría que la producción había sido arruinada y no podía ser vendida. Pero en su país las cosas solo funcionaban así en el terreno de la teoría, y al desvergonzado explotador de animales y a su afición por el golf en Miami no les venía nada bien perder todo aquel dinero blanco, así que se le dio salida de todos modos.
 Un pequeño soborno a las autoridades sanitarias, suponiendo que estas se dignasen a aparecer, sería una pérdida nimia en comparación a malbaratar toda aquella leche.
 Total, la seguridad social podía atribuir “al estrés” la previsible marea marrón que se avecinaba, como ya hacía a menudo ante cualquier escenario que le supusiese el más mínimo esfuerzo de índole laboral o económica.
 Así pues, la leche fue distribuida sin recaudo alguno pero sí con ánimo de recaudar. Y fue a parar al bar de las inmediaciones de la plaza mayor.
Habían vertido un potente laxante en la leche del café de Hortensia.

En segundo lugar, el camarero, que llevaba once semanas sin cobrar y que en realidad no gozaba siquiera de contrato, que era sometido a constante escarnio y vejación por parte del sátrapa de su jefe, decidió acumular toda su frustración en la boca para luego expulsarla de su cuerpo escupiéndola en un plato o taza cualquiera, antes de dejarlos en la barra. Y le tocó al café con leche.
Habían vertido mucosidad, con gripe y rabia, en el café de Hortensia.

En tercer lugar, se urdía en el bar la consumación de una venganza. A Juan José Gutiérrez, Juanjo para los amigos, lo había estafado humillantemente una compañía de seguros.
 Apenas seis meses antes, contrató un seguro a todo riesgo para su hogar, intentando escapar de la astrosa póliza que le había obligado a firmar el banco como condición indispensable para otorgarle la hipoteca, en una maniobra clásica de la ingeniería del chantaje por parte de los ladrones con corbata.
¡Qué alivio sintió al firmar aquel nuevo documento que por fin le garantizaba protecciones básicas!
 El comercial que le vendió la póliza era un novato e iba acompañado por su “instructor”, un cretino de sonrisa inamovible que merece mención aparte.
El cretino en cuestión había forzado esa sonrisa de un modo tan constante y antinatural, que esta se había instaurado de manera crónica en su careto y se había constituido como la única expresión posible, ocultando a todas las demás.
¿Le picaban las gónadas? El sonreía. ¿Le pisaban un pie? El sonreía. ¿Morían sus seres queridos? El siempre daba la sonrisa de mármol por respuesta, aunque sus ojos fuesen un río.
 Con la misma sonrisa pétrea iba intentando abaratar la póliza de Juanjo, dejando constancia, por ejemplo y a espaldas del asegurado, de que el inmueble no estaba construido con materiales inflamables, cuando en realidad sí lo estaba. ¿Qué podía salir mal? Lo importante era encasquetar el producto cuanto antes.
 Un mes después se hacía efectiva la póliza. Un mes y un día después, ardía la casa de Juanjo, sin dolo, debo aclarar.
Dos meses después se celebraba un juicio en el que la “justicia”, insuficiente eufemismo moderno para no hablar de “el negocio de la ley”, fallaba a favor de la compañía aseguradora. Dos meses y un día después alguien cambiaba la toga por un horripilante bañador y se disponía a pasar unas vacaciones de ensueño en Aruba. Pero no voy a extenderme en la explicación de una situación tan arraigada en la cotidianeidad ibérica.
El caso es que seis meses después, Juanjo, que anduvo durante semanas tras el husmo de cierto director de compañía de seguros, responsable último de la situación y jefe del cretino de la invariabilidad facial, descubrió dónde tomaba el café por las mañanas. Por supuesto en el bar que frecuentaba Hortensia. Y allí estaba Juanjo, que había preparado una mezcla de cicuta y estricnina con cierto retardador que dilatase la agonía, dispuesto a tomar la justicia por su mano, volcando la letal mezcla sobre el café del director. El café aguardaba en la barra, sobre una bandeja y junto a todos los demás. Sucede que el bueno de Juanjo era miope y un poco torpe y erró el tiro.
Habían vertido un veneno letal en el café de Hortensia.

 Por último, sucedió aún otra catástrofe imprevista. Habiendo sido el café ya depositado en la mesa delicadamente, con el suave tintineo de la porcelana repicando, se convirtió de inmediato en el centro de atención para las amigas de Hortensia, que tenían un plan. Estas post-adolescentes septuagenarias, punks destroyers del imserso, balarrasas jubiladas, llevaban la más díscola de las vidas, a todo trapo.
 Ellas vivían sumidas en la convicción de que Hortensia, uncida por incontables remilgos y recatos, debería divertirse mucho más. Razón por la cual, aquella mañana resacosa, se conchabaron para meter droga en la bebida de su pudorosa amiga.
 Ya lo habían acordado de antemano, y tras discutir qué sustancia era la más adecuada para la situación, discusión que les ocupó durante tres cuartos de hora eternos que no acabaron en puñaladas por obra de algún artificio divino, se decidieron por el ácido.
 Ellas sostenían que eso de andar chupando cartoncitos era para blandengues sin personalidad. Ellas llevaban el ácido en petacas. Así, llegado el momento decisivo y aprovechando un inocente descuido de Hortensia, la más lanzada de entre la gavilla de antisociales que tenía por amigas sacó su petaca, y alzándola sobre el cafecito e inclinándola con suavidad, desleyó lo que se esleyó.
Habían vertido un fortísimo alucinógeno en el café de Hortensia.

Aquella tacita, inocente en apariencia pero contenedora de un mejunje infernal, aguardaba mansa en la mesa. Su aroma avivaba las ganas de Hortensia, que se relamía ante el placer inmediato que obtendría. «La mejor salsa del mundo es el hambre», dijérale Teresa Panza a su querido marido Sancho, y es algo que a su vez afirmaba Hortensia, quien acudía cada mañana en ayunas a la cita, para saborear con más gusto su café.
 -¡Qué bien huele este café! -exclamaba Hortensia, vivaracha. Su rostro era puro prurito. Y tenía razón. No has probado un café así de intenso en tu vida entera. Ni lo probarás, te lo aseguro.
 Así, levantando el dedo meñique en claro gesto de pobre instrucción (cuanto más alto el dedo, más baja la educación) le dio un sorbito prudente al diabólico líquido.
-Uy, cómo quema -. Luego otro sorbito un poco más prolongado y eso fue suficiente. Hubo un minuto de silencio por parte de Hortensia y de máxima expectación por parte de sus amigas.
Después sintió un estremecimiento febricitante y tuvo tiempo solo de señalar que el café le supo raro, que “le supo diferente”, antes de, en subitáneo y lisérgico arranque, abjurar de su característica pudibundez, encaramarse a la mesa, remangarse las enaguas, y, exhibiendo orgullosa al mundo sus enormes bragas de color marrón, empezar a zapatear como en un tablao mientras berreaba por Camarón.
-¡Rosa María, Rosa María, si tú me quisieras que feliz sería!...
Cantaba con voz de mesosoprano. De mesosoprano afónica, desganada y sin el menor atisbo de formación como mesosoprano. Desafinaba tanto que parecía tener activado el autotune. Y el loro del bar, desde su cautiverio, cual canalla, no solo parodiaba su cante sino también sus gallos.
Ante aquel repentino numerito en el corazón de la sala, porque para más inri ocupaba Hortensia la mesa central, debió haberse sucedido una reacción a la altura, un revuelo enorme. Pero lo cierto es que la gente, moderna como era, se limitó a obrar con sensatez y a actuar de un modo más que inteligente: levantó un poco los teléfonos y empezó a grabar.
Todos allí grababan como abducidos, incapaces de reaccionar de un modo más humano, salvo algunas excepciones.
Las amigas crapulosas de Hortensia se partían a mandíbula batiente ante el descoco de la pobre bailaora con alucinaciones. Vitoreaban y daban palmas entre olé y olé, pero solo hasta que el laxante de la leche surtió efecto, relajando los esfínteres de Hortensia y llevándola a expeler con furia, aunque ella no pudiese dejar de zapatear gritando como una poseída.
 El vodevil fue excesivo incluso para las señoras punkis, que acusando una intoxicación etílica considerable, agravada por el hedor repentino, se vieron vomitando como fuentes. Aunque seguían revolviéndose y riéndose, así que más que fuentes se asemejaban a abyectos aspersores. La estampa era tan escatológica como apabullante.

 Otra de las excepciones a la lerda reacción colectiva de ponerse a grabar, la conformaba Juanjo. El pobre empezaba a ponerse nervioso, al no ver satisfechas sus expectativas tras meses de planear toda laya de asechanzas contra aquel hombre maldito de la compañía de seguros. Y ahora que por fin había llegado el día anhelado, algo fallaba. Para colmo, aquel incomprensible pesebre que se había formado en apenas unos instantes, le hacía sentir aún más tenso e intranquilo. Cuando al fin comprendió que había fallado al verter el veneno, pues el director de la compañía de seguros hallábase allí tan tranquilo y grabando todo pese a haber apurado su café, perdió el mundo de vista y se abalanzó sobre él.
El director, que grababa aquel suceso de la mujer enloquecida y sus amigas regurgitantes sin llegar a comprenderlo, tampoco comprendió el órdago que le lanzó de improvisto aquel demente desconocido.
 Ambos se enzarzaron, rodaron por los suelos llenos de vómito, se arañaron y mordieron, se patearon y ofrecieron un nuevo foco de atención a los abducidos por el teléfono, que tan pronto grababan a la bailaora y el coro de la arcada, como la pelea a ras de suelo.
 Algunos de ellos, no obstante, supieron apartar por un momento el dispositivo que dominaba sus vidas para reaccionar a la pelea con la más irlandesa de las actitudes. Esto es: tomando parte en ella.
Por lo que pronto la riña degeneró en una trifulca colectiva, en la que taburetes y botellas eran lanzados a matar sin que hubiese un motivo real para ello.
 De tal guisa que mientras una botella fue a estrellarse contra el sensor encargado de abrir la puerta ante cualquier presencia, destrozándolo e impidiendo escapar a cualquiera que lo intentase, un taburete fue a su vez a chocar contra la jaula del loro, que se abrió con metálico estruendo al contacto con el suelo, liberando al animal de su presidio. El ave, extasiada, comenzó a volar en círculos mientras exclamaba improperios a voz en cuello, añadiendo una grácil nota de color aéreo al conjunto.

 Habían pasado apenas unos minutos desde que se sirviera el café a Hortensia y el alboroto formado allí era indescriptible, con los luchadores sin motivo arrojándose cuanto tenían a mano, las señoras vomitando sin parar, Juanjo y el director sacudiéndose torpemente por los suelos, el cetrino loro volando en círculos y chillando, y, reinando en el centro de la sala, Hortensia y su exhibición flamenca y fecal, cuyas alucinaciones le llevaban a ver a todo el mundo con la cara del loro, excepto al loro, al que le veía cara de Camarón.

Otro de los que no grababan la escena era el camarero explotado, quien contemplaba divertido y estupefacto el bochinche que se había creado y llamaba a gritos al cocinero para que no se perdiese el espectáculo.
El cocinero, explotado también, estaba de vuelta de todo. Su más que precaria situación le había hecho perder el respeto por el jefe, la normativa interna y hasta la ley; vulneraba todas las normas habidas y por haber. Entre otras cosas, y aunque hubiese sido motivo de agrias discusiones en más de una ocasión, fumaba como un carretero en la cocina. El “pollo a la ceniza” del antro era legendario (aunque por pollo quiero decir heura, obviamente. ¿Quién podría comerse un cuerpo muerto?).
Por desgracia, tampoco se prodigaba mucho en la limpieza. Así que el cigarrillo que dejó encendido cuando oyó todo aquel estruendo y al camarero llamándole, acabo de algún sucio modo prendiendo el manto de grasa que lo cubría casi todo en la cocina. Cochina en este caso.

El loro, que se había hartado del lamentable esperpento que tenía lugar en la sala y se había dispuesto a buscar una salida con determinación, penetró en la cocina, donde halló a las llamas devorándolo todo con avidez, creciendo y haciéndose fuertes.
El ave gritó y chocó en iteradas ocasiones contra las cacerolas y el resto del utillaje colgado, procurando hacer ruido y llamar así la atención del cocinero, pero su denodado esfuerzo fue en vano.
El gas seguía abierto y a la vez las llamas reclamaban el lugar para ellas; era cuestión de tiempo que se encontraran y así terminó por suceder.
Entonces tuvo lugar una violenta explosión que sacudió el barrio entero. Cabe saber que instantes antes de la deflagración, la droga había dejado de solapar los efectos lentos del veneno en el cuerpo de Hortensia, y que la pobre mujer sufrió un infarto que la hizo caer de espaldas desde lo alto de la mesa y partirse el pescuezo contra el suelo. Murió tres veces en apenas unos segundos. Una vez menos murió Juanjo, quien había sido vencido por el director de la compañía de seguros y asesinado a puñetazos. Pero todas estas vicisitudes fueron borradas de un plumazo por la terrible explosión.

La primera consecuencia del estallido fue que a lo largo de todos los balcones que había en la calle, se asomaron abducidos con sus teléfonos móviles. A grabar, claro está. No debe descartarse la posibilidad de que, incapaces de separar sus ojos de dichos teléfonos, no los estuviesen usando para grabar, sino para poder ver a través de ellos.
La segunda consecuencia fue de corte artístico. Resulta que frente al bar, en la otra acera, habían terminado una tapia precisamente unas horas antes. Y que la misma lucía una hermosa capa de cemento fresco y gris. Por lo que cuando la explosión hizo salir despedido el bar entero de manera estrepitosa, casi todo quedó empotrado en aquella pared, formando un collage catastrófico de dimensiones dignas de alabar.
Allí estaba el bar entero. Las sillas, las tacitas, dentaduras postizas, los collares de pinchos de las septuagenarias punkis, el brazo de Hortensia, la jaula engarabitada del loro, la cabeza de Juanjo, tenedores, una mesa cubierta de excrementos y huellas de pisadas, cristales y sangre a espuertas, el zapato derecho del camarero explotado, un extintor, sobrecitos de azucar, la máquina tragaperras, las plantas de plástico y dos carteles contradictorios: “Se traspasa” (en efecto, ha traspasado la calle entera) y “Nos trasladamos” (así es, a la acera de enfrente).
Pero, sobre todo, reinaba en el collage, ocupando el punto álgido de la composición, la mancha de un café con leche. Un café de mucha calidad debo decir. Un café tostado en su punto justo, intenso, no excesivamente amargo. De negritud implacable, pero sobre todo, por encima de todo, un café rico en matices.

Ante la belleza de esta obra urbana, perpetrada por una trágica casualidad, Antonio, esteta estonio, se detuvo a hacer una foto que le valdría alcanzar la gloria dos meses después en el certamen fotográfico anual de la ciudad de Tallin.
Y este para mí ya es un final feliz a todas luces. Sin embargo, hay algo más que debo explicar.

Un instante antes de la salvaje erupción del gas al contacto con el fuego, un loro, durante largo tiempo preso injustamente, consiguió romper los cristales de una ventana cerrada en la cocina y salir despedido al exterior. Aquel momento de liberación animal supuso un soplo de aire fresco, una bocanada de dignidad entre la sucia y espesa columna de humo en la que había desembocado el rutinario y manido convencionalismo social.





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