miércoles, 3 de junio de 2020

No habrá una florecilla más


De entre todos los pequeños goces que conformaban su felicidad, retozar entre las jaras se presentaba para él como uno de los mayores y más valorados. Aquellas flores blancas no solo eran hermosas por sí mismas, no solo constituían una visión capaz de hacer crecer en él verdadero amor por la existencia y los renglones en los que esta era escrita, además representaban lo que sin duda él más apreciaba: la primavera. Con la primavera llegaban los deshielos, se desperezaba el espíritu y se abría los ojos a una nueva vida que estallaba con fuerza en cada tallo y cada rayo de sol incisivo y salvador.
No podía sino regocijarse y abandonarse sin mesura a la sensación de la promesa que se cumple al fin tras una larga espera. Saltaba entre los parterres, respondía con trémulos silbidos a los pájaros canoros y se sentía parte de ellos mismos. Una fracción fundamental de las abejas, del murmullo del arroyo que venía desbordado de lo que en tiempos peores fueron nieves silenciosas pero que ahora fluían sonoramente; una fracción vital de cada ruiseñor, de cada cerezo, de cada nube con forma de lo que él quisiese creer, admirando el ensoberbecimiento de la naturaleza en su generosa majestuosidad, según él inmerecida para todos aquellos que no saben valorarla, que aunque parezca mentira, no son pocos.
Él nunca pecó de semejante desinterés indigno. Sabía pasar horas sentado a la sombra de cualquier árbol, ahora frondoso y exuberante, admirando con solemne respeto la vuelta a la vida en parajes hasta hace poco yermos. Podía sentir palpitante la estrecha relación entre la crecida del río y la fuerza que irrumpía en su propia sangre, desbordando el turbión de su vibración, de su energía, de su virilidad, de su vida. Todo manaba de la misma fuente, todo brotaba del mismo venero.
Las visiones del inabarcable lienzo cerúleo y la disposición caprichosa y siempre novedosa de las nubes que lo adornaban, le incitaban a menudo a intentar recrearlo, ora en telas que pintaba con aceites, ora en palabras que elegía con esmero y colocaba suavemente en cualquier hoja valiéndose de un lápiz. Experimentaba un amor sincero y humilde por la primavera y cuanto esta traía consigo. Ella le hacía sentir muy pequeño y también le hacía sentir muy grande. Y lo que más le henchía el corazón era compartir todo aquello con aquella muchacha con nombre de florecilla silvestre, inmarcesible aunque fuese en engañosa apariencia, que también era capaz de apreciar con devoción las maravillas en forma de ofrendas vitales que arrojaba a manos llenas la primavera. Ella vino mientras pudo desde el pueblo próximo a observar las flores y recrearse junto a él en la paz y en el grácil gorjear de los pájaros rumbosos.

Por eso aquel trágico y subitáneo suceso que truncó la primavera de un modo insólito, imponiendo de nuevo un invierno al que creía haber despedido ya, supuso un verdadero mazazo para él, para sus gozos y deleites.
Atravesó una breve fase de negación, pensó que debía ser un día tonto, un día de mal tiempo, frío y tonos grises, enviado por los cielos para dignificar y enfatizar los días de cálido colorido. Que pronto todo volvería a la normalidad. Pero no pudo sostener su autoengaño demasiado tiempo. Volvía a ser invierno. Invierno a destiempo. Invierno en el punto álgido de la primavera. Y esto derrumbó su alma, la que apenas horas antes había sentido como incólume.
Incapaz de enfrentar la situación, a seguido se hundió miserablemente. Al verle postrado en su cama, su familia se atormentaba, incapaz de aliviar su reacción. Pensaron que había perdido la cordura. Les faltaba información sensible. Tal vez un exceso en el arrechucho primaveral le había llevado al otro extremo. Para sus familiares, no había tanta diferencia entre el invierno y la primavera a fin de cuentas. La vida seguía su curso implacable, para quienes tenían la suerte de participar todavía de ella.
Su madre le traía solícita y regularmente todo tipo de cordiales al lecho, que él rechazaba con la obstinación del desencanto.
Su padre se engolaba la voz para explayarse en sabias peroraciones sobre las ambigüedades de la dualidad, sugiriendo al hijo no caer en la trampa del maniqueísmo, ser capaz de valorar todos los hermosos tonos grises que mediaban entre el blanco y el negro. Pero los esfuerzos eran tan bienintencionados como inútiles, el muchacho continuaba aletargado y sordo a cualquier hálito cargado de esperanzas o razones.
El primer síntoma de cambio tuvo lugar cuando, a fuer de lamerse las heridas, el chico se hizo entender a sí mismo que nada podía alargarse por siempre jamás. Tal vez era una idea prudente volver a adoptar la postura paciente de cada invierno y limitarse a esperar, pese a lo injusto y fuera de lugar de este invierno en particular, que no era sino un anacronismo en toda regla. Así dio un pequeño paso, un pequeño paso enorme, y decidió que si tenía que soportar el doble de invierno, al menos no lo pasaría en el fondo del abismo. Esperaría como siempre, y como siempre llegaría la primavera, y quién sabe si, visto lo anómalo que podía llegar a ser todo, esta vez para quedarse definitivamente. La eterna primavera con su florecilla risueña, la solución por antonomasia que cualquier arbitrista debería considerar como la máxima prioridad.
Dicho y hecho. Con resignación, empezó a cerner su actitud ante la adversidad. Y lo cierto es que demostró mucha paciencia, mientras a través de la ventana el frío y la escarcha le recordaban a diario su pena. Durante días, durante semanas, durante meses, durante años. El invierno eterno, una perpetuidad inverniza que parecía sacada de la literatura rusa.
La lógica que sustentaba su resistencia estoica empezó a tambalearse. Un invierno que se presentaba de improvisto aplastando a la primavera era algo rocambolesco, pero asumía con humildad su propia incapacidad para hallar explicaciones satisfactorias. ¿Pero un invierno que no se acababa jamás? Esto ya era excesivo, misterio y castigo en demasía.
Por lo tanto, harto de esperar y de vivir en la aflicción, se levantó resuelto y comunicó a sus padres su decisión irrevocable: saldría a buscar la cura a su tormento. Lo que equivalía a decir que saldría en pos de la primavera o de la fuente de este invierno sin fin, lo que antes encontrase. Sus padres sollozaron ante la partida inminente de su hijo querido, pero sería mentir afirmar que preferían verlo gañir a verlo entregado al combate rebelde y dignificante.
La madre le preparó un hatillo, le dio sabios consejos y le otorgó toda suerte de viandas y viáticos, aunque por más que lo preparase a ella siempre le parecía poco. No obstante tuvo que poner fin al avituallamiento ante las protestas tímidas del chaval, que muy en el fondo acusaba el temor a echar de menos cualquiera de los recaudos que ahora pudiese rechazar.
El padre fingió dureza, de manera tan masculina como estúpida, pues en el fondo no engañaba al muchacho, ni engañaba a la madre, ni siquiera se engañaba a sí mismo. Cambió las peroratas de voz tonante por una breve arenga de voz quebrada, y dándole un afectuoso abrazo, le deseo la mejor de las suertes, mientras veía al chico partir.

De esa guisa, armado con su determinación, sus ganas de ver el sol y con los besos, consejos y víveres con que le había colmado su familia, salió por primera vez en su corta vida a enfrentarse a lo desconocido.
Y anduvo errabundo de un sitio para otro durante muchísimo tiempo. Su peregrinación fue toda una experiencia que abarcó tantas venturas y desventuras, que a duras penas puede ser explicada, solo se puede imaginar.
Conoció gente de toda índole, de todo abolengo, preguntó a meteorólogos, a poetas, a filósofos, y ninguno supo darle una respuesta convincente, sus preguntas les desconcertaban.
Tras recorrer medio globo, pensó que tal vez estuviera yendo en la misma dirección y a la misma velocidad que el invierno mismo, por lo que resolvió deshacer el extensísimo camino andado y desplazarse en dirección contraria. Pero aquello tampoco dio resultado, pues partiendo de la misma premisa, le habría bastado con esperar permaneciendo en el sitio, y aquello definitivamente no puede decirse que funcionase.
El invierno era omnipresente y amenazaba con arrastrarle a la desesperación, pero el jamás se dio por vencido y pensó que no se rendiría sin dar un paso más. En algún lugar terminaría por encontrar la solución.

Cuando lo conocí yo, quedé bastante impresionado por su presencia. Estábamos sentados en el mismo vagón de un tren que recorría las zonas más áridas de África. El calor era bochornoso y cada de nosotros hacía lo posible por aplacar su rigor. Algunos se abanicaban, otros se mojaban la cabeza desde la coronilla hasta el gollete, y absolutamente todos buscábamos la sombra. Excepto él. Él iba atildado con una chaqueta gruesa, y refrotaba sus manos como intentando calentarlas, expeliendo su resuello de tanto en tanto en ellas. Podía ver en los rostros del resto de pasajeros que todos pensábamos lo mismo: “este chico no rige, se está poniendo en peligro neciamente”. Pero luego llegué a entender que posiblemente él pensaba lo mismo de todos nosotros.
Me senté a su lado movido por la curiosidad y el desconcierto, y me dijo únicamente que buscaba el horizonte en el que claudicaba el invierno. El cese definitivo del estigio frío que le calaba el corazón y los huesos. Yo no conseguí entenderlo en primera instancia. Pero lo fui comprendiendo con el paso del tiempo. El tren iba de estación en estación y yo observaba al chico mirar hacia adelante con denuedo, para él la estación era siempre la misma. Iba al galope en una huída hacia ninguna parte, en una búsqueda estéril: jamás hallaría los confines del invierno. Porque llevaba el invierno consigo mismo, en lo más profundo de sus adentros. 





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