jueves, 22 de abril de 2010

Las aventuras y desventuras de Simbad el marino y Simbad el morino.




                                            Simbad senior el marino.
                                                 




Hace muchos, muchísimos años, en la ciudad de Bagdad vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y, para ganarse la vida, se veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que se le conocía como Simbad el Cargador. - ¡Pobre de mí! -se lamentaba- ¡qué triste suerte la mía!

Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por el dueño de una hermosa casa, el cual ordenó a un criado que hiciera entrar al joven.
A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones.

En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las más exóticas viandas y los más deliciosos vinos. En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que destacaba un anciano, que habló de la siguiente manera:
-Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a contar mis aventuras...
"Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable; fue tanto lo que derroché que, al fin, me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué con unos mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir hasta el barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el primer barco que zarpó de vuelta a Bagdad..."

Llegado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al muchacho 100 monedas de oro y le rogó que volviera al día siguiente.

Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas...
"Volví  a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté, el barco se había marchado sin mí.
Llegué hasta un profundo valle sembrado de diamantes. Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo de carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar."
Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven 100 monedas de oro, con el ruego de que volviera al día siguiente...
"Hubiera podido quedarme en Bagdad disfrutando de la fortuna conseguida, pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una gran tormenta y el barco naufragó.
Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos terribles, que nos cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca ardiente en su único ojo  y escapamos de aquel espantoso lugar.
De vuelta a Bagdad, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré mañana..."
Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.

"Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta vez fuimos a dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino: que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último momento, logré escaparme y regresé a Bagdad cargado de joyas..."

Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De este modo el muchacho supo de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna.

El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido como esclavo a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un día, huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar más elefantes.
Simbad así lo comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría encontrar gran número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y le hizo muchos y valiosos regalos.

"Regresé a Bagdad y ya no he vuelto a embarcarme -continuó hablando el anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes he conocido todos los padecimientos."

Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara quedarse a vivir con él. El joven Simbad aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo que soportar el peso de ningún fardo...

Aún así, al cabo de un tiempo, el anciano añoró sus excursiones marítimas y el aliciente de descubrir mundo, y decidió enrolarse en una nueva travesía, cediendo el timón por quincuagésima vez a la jurisdicción de la diosa Fortuna.



Confiando en esta, y llevándose al muchacho consigo, surco los mares durante unas cuantas jornadas, anotando en su cuaderno de bitácora sus sensaciones y las fantasías que evocaban en él los nuevos horizontes.

Una mañana, hallábase precisamente anotando sus impresiones, cuando escuchó al vigía exclamar “¡¡tierra a la vista!!”, y rápidamente, excitado, se asomo por la borda a contemplar con su catalejo su próximo destino.
Aquellas tierras le parecieron a priori fascinantes, y deseó tener mejor suerte esta vez.

Pero a posteriori deseó haberse quedado viendo el techo de su salita de estar.

Poco antes de haber conseguido incluso acercarse, unos extraños personajes con uniforme verde empezaron a arrojar piedras sobre él y su embarcación, y de hecho extrayendo pistolas de sus cinturas, consiguieron hundirla y obligarle a nadar los extensos metros que le separaban aún de la orilla entre disparos e improperios.

Simbad el anciano, presa del pánico y exhausto por el esfuerzo, terminó por sentir sus pulmones abnegados irse al fondo del mar mediterráneo, donde se mezclarían con mil residuos industriales. Fue un trágico fin para una longeva vida de peripecias.

Simbad el muchacho y algunos de los tripulantes del navío, en cambio, persistieron. La fuerza y el coraje juveniles empujaron a Simbad hasta la orilla, y aunque estaba agotado al alcanzarla, tras toser agua con violencia no pudo sino echar a correr, pues seguía cayendo sobre el una lluvia de piedras e insultos, y algún que otro balazo por suerte lanzado por alguien demasiado idiota como para acertar.

Se topó de frente con una alambrada, circunstancia que no había notificado el vigía, (ahora pasto de los peces y las gambas) y sin pensarlo dos veces, saltó y apretó a correr como alma que lleva el diablo, como vio hacer a sus compañeros. Consiguió alejarse lo suficiente y oyó a sus depredadores incluso reír en la lejanía, pero al menos estaba a salvo.
Con rasguños, una hipotermia, hambre y agotamiento, en un país extraño, pero a salvo.

Lo primero que sintió fueron las lacerantes quejas de su estómago. Había oído con pasión los relatos del difunto Simbad, pero nunca hubiera imaginado que sería tan duro verse en tan precaria situación, siempre habíase mostrado mucho más valiente en su imaginación.

El instinto le hizo olvidar sus temores, o mejor, atenazar levemente su pánico, e intento solicitar ayuda por las calles, pero antes de poder mediar palabra, siete transeúntes de poco pelo en la cabeza le estaban dejando el rostro hecho un mapa, pisoteando sus sienes y rompiendo sus costillas al rebuzno de “¡viva España!”, o algo así le pareció entender, pues no entendía el idioma y para colmo la sangre encharcaba sus oídos.

Cuando volvió en sí, se recuperaba en una especie de tienda que en vez de media luna roja lucía una cruz roja, y donde le interrogaban con desdén y agresividad unos cuantos tipos de verde como aquellos que acabaron con la vida de su benefactor y casi con la suya.

Tal fue la impresión al abrir los ojos y encontrarse con los sádicos, que echó a correr dejándose el catéter y parte de la vena tras de sí, y tras esquivar a algunos sádicos mas de tricornio y mostacho, con una pizca de suerte, pudo poner pies en polvorosa.

Vagó acojonado y procurando pasar desapercibido durante unas cuantas horas hasta que encontró a algunos hombres que hablaban un dialecto parecido al suyo, y le ofrecieron algo de comida y techo al menos por una noche. Les narró su traumática odisea, y se rieron de él como se ríe la gente experta de la ingenuidad de los principiantes.

Ellos también habían luchado contra los elementos y los sádicos, y contra la furia del mar.
Le explicaron que no esperaban encontrar el paraíso con incertidumbre, sino que en su país el hambre y los conflictos bélicos, (propiciados paradójicamente por Europa) estaban devastando sus pueblos, y que les habían jurado que Europa era la tierra prometida donde abundaban el trabajo, las comodidades y los lujos.
Tenían esa certeza inocente.
Así pues, tras ahorrar durante meses y meses de duro trabajo míseramente remunerado, consiguieron un carísimo billete para una patera, cayuco, crucero mal visto, o como diablos se llamase, y tras despedirse entre lágrimas y desesperación de sus mujeres e hijxs, se habían embarcado, apretando los dientes dispuestos a arriesgar su vida por dignificar y estabilizar la de su familia.

Esto impactó a Simbad, que había vivido una experiencia náutica de lo más placentera y que ahora, pese al territorio hostil que le rodeaba, se sentía sin derecho a quejarse ante estos hombres.

Cuando preguntó por alternativas para sobrevivir, le ofrecieron algunas. Uno de ellos conocía a un nativo llamado “Manolo”, que les proporcionaba droga mal cortada a precios relativamente asequibles y otro dijo poder ponerle en contacto con una casa donde había un tipo que les vendía música estúpida de esa que escuchaban lxs nativxs de cerebro adormecido.
No parecían ser del todo halagüeñas las perspectivas, pues Simbad tenía un gran sentido de la ética y no quería ser participe de la decadencia ajena vendiendo drogas, y en cuanto a la música, pues es que nunca había valido para negociar, lo suyo era cargar fardos.

Así, gracias a la propuesta de un tercero, decidió ir a recoger fresas.
A modo de advertencia, éste tambíen le explicó que le humillarían y le tratarían como a un perro, que lxs nativxs le acusarían de usurpador, que le pagarían una PUTA MIERDA que en comparación a lo que ellos conocían como sueldos en sus países estaba bien pero que en este “paraíso” no tendría suficiente para pagarse un café al día.
También le ofrecieron unirse a sus rezos, agradeciendo a Alá estar vivos una jornada más, pero el respondió que era agnóstico.

Esa misma madrugada, débil y con las costillas aún doliéndole horrores, pero esperanzado, se aseó como buenamente pudo y se dirigió junto al que esperaba sería su nuevo compañero hacia el campo en cuestión.

Allí vio a los gallos dormir a lo lejos, y a muchos de sus paisanos jadear con la lengua fuera, y poner las manos brevemente en sus riñones antes de proseguir con su labor.
También vio al tipo que su compañero le había señalado como el mandamás, hacer un extraño y sospechoso negociete con un sádico de aquellos de gracioso sombrero de charol.
Su compañero le aseguró que no debía preocuparse por la presencia del torturador, y que procurase no mirar con demasiado descaro el trapicheo que allí se estaba llevando a cabo.
Al final, el de verde se fue en su Nissan Patrol (verde también), y llegó el turno de Simbad.

El tal “Empre-no-se-que-más”, le gritó con un pesado aliento a brandy cuatro cosas relativas a unas monedas y unas cajas de fresas diarias, y le dijo a su compañero que le pusiese manos a la obra de inmediato, con unos guantes roídos, que el chaval parecía provechoso y no quería perder unos dedos productivos.

Simbad recordó sus días de cargador de fardos, llenándose de valor. Se convenció de sus propias capacidades y arrancó a trabajar, jurando que en cuanto consiguiese el dinero necesario, volvería a su país, donde al menos tenía parte de la riqueza que Simbad Senior le había regalado.

Fue una jornada bestial. Con apenas tres tragos de una manguera en la que había visto también beber a un perro, su cuerpo se vio sometido a un esfuerzo sobrehumano, bajo el sol andaluz, sol que le dejó la piel hecha jirones. Por suerte, los riñones le impedían sentir dolor en cualquier otro lugar del cuerpo, tal era la intensidad con que reclamaban protagonismo.

Le dijeron que hasta el viernes no vería un céntimo por el sudor de su frente, pero allí conoció a dos chicos que le ofrecieron unirse a su campamento, bajo un puente considerablemente próximo. Lo sopesó y llegó a la conclusión de que al menos tendría compañía y de que así podría ahorrar, por lo tanto aunque con algún reparo, accedió.

En el “campamento”, que no era más que una colección de cartones y trozos de metal desvencijados, de colchones con manchas acojonantes y de residuos del “paraíso” (situado a siete kilómetros de ellos) de toda índole, pudo ver a más personas de las que esperaba.

Personas de varías nacionalidades y edades. Eso sí, ni un solo nativo, aunque le explicaron que a veces se acercaban dos o tres de ellxs de buena voluntad, a repartir un poco de comida y abrigo, pero que los sádicos los perseguían con las porras en alto así que eran ocasiones muy esporádicas.

Transcurrieron los días entre idas y venidas del campo de concentración de fresas al campamento y viceversa, y al fin llegó el viernes.
Estaba exhausto, quería morir. Deseaba que uno de esos sádicos por fin acertase con la pistola y acabase con su tormento, deseaba poder cargar el doble de fardos de los que cargó en su día, pero con los suyos, deseo ser un pájaro y poder volar lejos y lejos, escurriéndose entre nubes de algodón pero estaba divagando de puro cansancio, y su amigo le hizo reaccionar de un grito.
-¡Eh, Simbad! Te estoy hablando, joder. ¿Me acompañarás mañana a la ciudad a por algunas provisiones?
- ¡Claro!- exclamó mientras unas monedas tintineaban en sus manos alegrándole ligerísimamente. La perspectiva de comer y entablar amistad le hizo olvidar por unos instantes el emético devenir de su destino.

Por la mañana, moribundos pero con las fuerzas que imprimen cierta libertad, se acercaron a la ciudad.
No fue muy larga su estancia, pero pese a su brevedad, se sorprendió de que la mitad de las personas le mirasen con desprecio y asco, con cierto brillo en sus ojos, como el brillo de una pantalla de televisión o algún cristal parecido, aunque más bien ese.
Mas lo que le acabo de dejar atónito fue que la otra mitad, sin conocerle de nada, le paraba para preguntarle por “Costo”. El no conocía a ningún Costo, ¿que coño querían?, estaba hecho polvo y le imprecaban con sandeces inoportunas, por suerte su amigo les daba puerta rápidamente.

Compraron dos o tres paquetes de arroz y poco más, y volvían cargados con algunas bolsas cuando a Simbad se le congeló el alma del susto. Otra panda de la que conformaban los chicos de una ceja que gritaban “Viva Ejpaña” o algo así, estaba frente a ellos sonriendo con malicia. Oyó decir a uno de ellos “Sí mamá, enseguida llegaré” a través de una especie de teléfono que guardó en su bolsillo, e instantes después, el arroz había
caído al suelo y se había iniciado una frenética persecución.

Rebuznaban otra vez aquello de ejpaña mientras corrían, y esto daba más fuerzas a Simbad, que se habría enfrentado a ellos de no ser porque les triplicaban en número y porque estaba desnutrido. Al final, consiguió darles esquinazo, pero se percató de que había perdido a su amigo por el camino.

Así, aterrorizado ante la posibilidad de cruzarse con los niños violentos o los sádicos del mostacho, sin arroz, y sobre todas las cosas, sin saber nada de su amigo, volvió al campamento. A punto de echarse a llorar.

Su único día libre se había consumido entre desgracias, y ese mismo amanecer, debía volver a la rutina.
Pasó unas semanas de calamitosa exigencia física, y aun mas dolorosa exigencia anímica, pues nada supo de su amigo hasta los veintitrés días, cuando un conocido común le comunico que había sido apuñalado por los niñatos violentos.
Un sádico uniformado de verde encontró un teléfono móvil en la escena del crimen y había reestablecido la última llamada, para hacer sus pesquisas respecto al sospechoso, y resulta que le había contestado su mujer.
Así, su hijo y su panda de amigos habían quedado libres de sospecha y posibles consecuencias.

Esto sentó como un mazazo a Simbad que sintiendo como todo se acumulaba dentro de su ser, empezó a notar algo peor que la combustión de sus riñones y súbitamente, entre bellos recuerdos de su tierra, arrepintiéndose por haberse lamentado entonces por su suerte, cayó fulminado entre los campos de concentración de fresas para no volverse a levantar.
El cansancio, el desánimo, la injusticia, la discriminación, la soledad, el miedo, la desnutrición, los prejuicios, en definitiva, el estar rodeado de garrulxs, habían sido más fuertes que él.

Simbad Senior había sobrevivido a muchos horrores y situaciones peliagudas gracias a su ingenio y su valor, pero el pobre Simbad Junior había ido a parar a un país de garrulismo y crueldad, y no hay nada más peligroso que eso. Ni cíclopes gigantes antropófagos, ni pollas en vinagre. El horror cabalga desatado a lomos del etnocentrismo egoísta e ignorante.



                        
                                            Simbad junior el morino.

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