jueves, 1 de abril de 2010

¡Cereales cerebrales y a celebrar!











A tientas por el tubular pasillo estrellado, cuento puertas, grandes, pequeñas, triangulares. La tercera, de madera a rombos, es la mía.
El pomo se deshace en mis manos, parece caucho sometido a temperaturas extremas. Y tras darle doscientas cincuenta y tres vueltas, me dice “me he mareado”, y la puerta desaparece y tras dar un saltito sobre el abismo sin mirar hacia abajo, entro en mi habitación.

No lo recordaba yo todo así, ni recuerdo como lo recordaba, pero así era como estaba, y al mal tiempo buena cara.
La cama está intratable, bravía, con su intempestivo oleaje, con las sabanas bramando y agitándose diabólicamente. Y eso que las había puesto limpias dos días antes. Siempre las preferí impías que limpias, aunque ahora no me puedo permitir ese tipo de reflexión, porque amenazan con inundar de textil los jardines bocabajo que me rodean.
Del corcho cuelgan tampones, ristras de ajos y cáscaras de nueces que suplantan a las típicas cuentas del rosario. Nada parecido ni de lejos a recortes de prensa, ¡pues esta será mi protección ante las embestidas del edredón! El corcho me sirve como escudo y me siento algo mejor, más protegido, incluso me infunda cierta sagacidad imprudente, y aunque me cae un poco la baba, me gustaría poseer una lanza, o una espada, o cualquier otro arma blanca contundente.
Avanzo haciendo unas minúsculas eses en apenas un metro cuadrado, o circular, que huele a geranios pero sabe a polvo, y el somier muaré, el mar de arrugas, se amansa porque ya no le presto importancia y los sapos de trapo hacen carreras absurdas sobre el escritorio. ¿Qué motivo os empuja a competir de un modo tan feroz? Pregunté. Croaron el “Movimiento perpetuo” de Strauss y no sin talento la verdad. Aunque no me sirvió en absoluto para comprender la enjundia de su omnium. Les observé un rato más y tras mucho esfuerzo me percaté de dos cosas. Bueno, tres.
1) Sapos de trapo los hay de muchos colores, pero el tamaño es uniforme hasta el punto de que parecen estar hechos con molde los muy hijos de la gran puta.
2) No corrían hacia adelante, sino hacia atrás. Sucede que sin fijarme en la dirección, mi cabeza asentía en sentido contrario a la órbita que describían. Supuse que no competían por quedar primeros sino últimos pues.
3) En un soleado rincón del escritorio un sapo de trapo permanecía absorto en sus cosas, ajeno a los vaivenes de su especie. Absorto en sus cosas y practicando el pecado de Onán. Y es que según pude entender en su mirada, así como el pazguato hebreo original, el también estaba jodido, y dije jodido sin buscar tres pies al gato.
Bueno, este último detalle quizás no fuera de mi incumbencia, ya podía darse palillo sobre mis muebles aquella criatura, mientras no me salpicase. Ese era sin duda el motivo de las tonalidades fluorescentes de verde, añil y beige que constantemente aparecían y desaparecían de mis paredes. Que manera de reír, me dolía la barriga. Me hacia gracia que gotearan colores fosforitos de unos testículos de trapo. Aun así, no era una lefa viscosa en exceso. Sí que goteaba por mis paredes túrgidas e inundaba la vegetación de los zócalos, sin embargo observé que al impactar tal semen sobre mis altavoces se formaba una especie de densa malla que impedía huir a las semicorcheas y las claves de sol.
Estas retrocedían atropelladamente, pisándose, insultándose, presas de la ansiedad y el pánico, y formando un estruendo insufrible, un galimatías sonoro que laceraba mis tímpanos, que oprimía mis sienes y que me recordaba vagamente a una vieja canción de King África. Las pobres notas musicales se envolvían en los pentagramas e iban a morir sin conseguir ser melodía, todo por el sabo de sapo. Maldito.

Me fijé también en que el póster que solía decorar mis paredes curvas había huido ante la fosforescencia, y me pregunté como demonios lo habría conseguido, porque la ventana no había Dios que la abriese. Si me acercaba, veía el cristal mirarme burlón. Con ojos enajenados enojados y rojos, que supuse serían los míos y me alegre de poder seguir haciendo suposiciones un ratito más, dilatando el colapso neurotransmisor.
Me veía reflejado, con las mil bestias, los colores y los gansos revoloteando a mis espaldas, con la puerta detrás de mí acercándose y alejándose a una velocidad pasmosa. Entonces, seguía la ventana cerrada. Sí. Pero donde a veces la brisa me abrazaba con la ventana abierta en noches de verano, ahora el viento me abrasa con la ventana cerrada en un confín fuera de estación o límite temporal, en el espacio entre las dimensiones.
 Era un viento sofocante, que secaba la boca y la garganta, que hacia que el sudor  sólido se evaporase y que obligaba a la manada de gansos a interrumpir sus danzas griegas para permitirse un solaz y refugiarse unos a otros cubriéndose mutuamente con plumas y nylon.

En cuanto a los sapos, no querían saber nada de todo esto al decir verdad. Bastante tenían con lo suyo, pues tras precipitarse trece de ellos por los lindes del escritorio, únicamente quedaban el pajillero que ahora eyectaba pétalos de alguna extraña flor tropical saxífraga que se enganchaban de un modo repulsivo sobre la argamasa de lefazos coloridos, y un solo sapo corredor.
Un solo sapo corredor que decía que lo importante era participar y le avergonzaría ganar y que no sabría consentir la derrota porque habían muchas expectativas depositadas en él. Su destino era morir corriendo hacia atrás completamente solo, hasta que el trapo de sus órganos simétricos e irregulares cediese y se desgarrase.
Me senté, esperando con paciencia tal momento y la silla casi me absorbe. Pensaría que se había vuelto una insociable antropófaga insaciable, pero es que el cojín se hundía muy por encima de sus posibilidades. Muy por debajo según se mire. Así que mosqueado, le recriminé su actitud y me remitió al armario. Se excusó jurando que llamaba mi atención en busca de ayuda. El armario, un ser monstruoso y vil, había robado sus ruedas mediante la fuerza bruta, y ahora estaba recorriendo el mundo, con dos cajones. Pero estaba obligado a volver porque se había dejado aquí el cajón de la documentación, y era cuestión de tiempo que la requirieran las autoridades mobiliarias. Que el armario siempre había sido bastante timorato a la hora de hacer frente a ese tipo de adversidades.

 Bien, ahora que ya estaba clara la línea de actuación, podía soltarme ya la puta silla. Debía pensar que huiría al otro lado de la ventana, a los jardines de fuentes secas, y me olvidaría de su problema, pero eso no era cierto.
Tras forcejear y chamuscarla con un encendedor que más que fuego expelía cava y chispas de vainillina, conseguí zafarme. Y para hacer tiempo hasta que el sapo muriese estúpidamente o el armario regresase de Kuala Lumpur, decidí hacer una orgía con la pléyade de ánades, poetas en su mayoría.
Así pues, follamos hasta que el viento árido y la fricción terminaron por desplumarlos, y así fue como sus plumas se unieron a los pétalos tropicales de las paredes iridiscentes donde también se juntaron mis lefas humanas con las del sapo que se la meneaba como un maníaco.
Fumamos unos cigarrillos de después y otros de después del cigarrillo, y así nos pilló el armario, que entraba hecho una furia, discutiendo y divagando sobre las connotaciones empíricas de la negación del ego y su trascendencia.
Rápidamente, sostuve el corcho con firmeza, y asestando el mechero rimbombante hacia sus puertas, aseveré:
- “Nefando villano, ¡torna a mi silla aquello que le arrebataste con tan poca honra, y póstrate en busca de su perdón, o haré astillas la espuma, ¿espuma?, de tu cuerpo amorfo!
Pareció consternado, pero pronto replicó:
- “Stultorum infinitus est numerus”
La virgen. Por ahí si que no pensaba pasar.
- Sucio imbécil, ¿que carajo dices? ¿Cómo osas?
- "Timeo hominem unius libri" -Suspiró-  "Tolle, lege".
Y me ofreció un tomo que a simple vista no tenía portada ni tapa alguna, pero que una vez abierto no contenía páginas en su interior, y que llevaba por título “Las sillas depresivas, se atiborran de novocaína y saltan al vacío”.
Y en efecto, mi silla antropófaga, pisoteando al único sapo corredor de mi escritorio y ahorrándole un interminable suplicio, sí había hallado el modo de abrir la ventana y se había arrojado a la acera de azúcar y plomo sin poder ser rescatada por los siluros con hélices que patrullan las alturas precisamente con el objeto de evitar tales percances.
Ahora las cortinas de moleskín bailaban cada una a su bola, cada una según su propio ritmo, gracias al (o por culpa del) gélido aire que entraba, que además escarchaba los fluidos que ornamentaban mis paredes cóncavas.
Al girarme noté la ausencia del cajón de la documentación y de su dueño de conglomerado, y vi también una manada de gansos desplumados muertos por culpa del frío polar que recorría la estancia. Nunca debimos follarnos tanto, pobres animales, cuantos versos se iban para no volver.
Sin gansos, ni sapos, sin tanto somatén, con las paredes recuperando su color y firmeza en principio gracias al soplo siberiano, con la cama en calma y la calma en cama, solo con bastante frío, pensé que debía meditar, una vez más.

 Tras soliloquiar desde el solipsismo y la fatiga, recuperé mi escasa sindéresis y concluí, merced al propincuo hueco, que el bagaje había sido el siguiente: Una silla chamuscada y lanzada a través de la ventana, un armario empujado hasta el pasillo, paredes expuestas a mi eyaculación, un corcho arrancado de la pared y el boquete en la misma, cigarrillos tirados por los suelos tras la orgia y millones de delirios.

 Por suerte, aún me quedaba hambre y algunos residuos del LSD recorriendo mis sinapsis, y gracias a estos últimos pude ver mi balón de baloncesto botar por su propia voluntad indicándome el camino hacia la cocina otra vez.
El desayuno es la comida más importante del día, todo el mundo sabe eso.







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