viernes, 18 de junio de 2010

Los árboles no les dejan ver el bosque.



En otra de las mañanas desbordadas por la pesadumbre que conformaban su rutina diaria, Arnau dedicaba juramentos impropios de un niño de ocho años al despertador.
Sus padres le veían aquel ratito durante la mañana y poco más, pues eran victimas del esclavismo laboral. Pero era lo suficiente para darle por culo, asegurándose de que le garantizaban un puesto el día de mañana en el esclavismo laboral a él también. No tenían mala intención, ni puta idea tampoco.

Así que ahí estaba él, tan acompañado como solo, enojado, peleándose con el uniforme del colegio otra vez. El maldito uniforme del maldito colegio.

En realidad allí a ratos se lo pasaba bien. Pese a que el profesorado se empecinaba en adoctrinarle,  hallaba cierto consuelo cada día a la misma hora. En el patio, dada su poca predisposición a sumergirse en los mares del hipócrita protocolo social, que a esas edades empezaba a hacer sus pinitos, se escurría hasta un rincón tranquilo con algunos escalones, donde devoraba libros. Sumergirse entre las páginas de “La isla del tesoro” le reportaba sensaciones mucho más gratificantes que formar parte de corros discriminatorios hacía algún compañero desafortunado.
Pero ni por esas se sacudía de la exacerbación de la monotonía, y al acabar cada día aparecían en su mente espontáneas ideas de escapismo libertario, que progresivamente fueron adoptando forma.
Así llegó otra de aquellas mañanas pesarosas en la que armándose de valor y apelando a su libertad, fingió ir hasta el colegio, pero desvió su rumbo a medio camino.
Conocía aquellos parajes rurales hasta cierto punto, y cuando hubo sobrepasado sus propios límites, siguió avanzando, campo a través, un ratito más. Hasta adentrarse en la terra incognita.

En el pueblo se percataron de su ausencia más tarde que pronto pero enseguida se montó el revuelo, pues siempre era un aliciente que acaeciesen sucesos extraordinarios y morbosos. Las autoridades, incompetentes, nunca supieron ofrecer más que pesquisas estúpidas que giraban sobre si mismas. En el colegio se lavaban las manos. Lxs profesorxs se preocuparon por el “rarito” tanto como sus compañerxs; el tiempo que transcurrió hasta que les picó un mosquito o recordaron que debían devolver las películas al videoclub.
Su padre y su madre rompían en llanto impactadxs, y ajenxs a su parte de culpa. Y así estuvieron un tiempo hasta que se resignaron. Se consolaban pensando que le habían comprado muchas cosas, para ignorar así que no le habían hecho nunca puto caso. En cuestión de semanas, la novedad había pasado en el pueblo, y la familia de Arnau volvía a fichar en la fábrica, pues el empresario se pasaba los percances de su maquinaria orgánica por la bolsa de los huevos.

Arnau por aquel entonces había entrado tanto en el primer bosque que encontró que no sabía si había cambiado de país, eso le hacia creer su imaginación infantil nutrida por mil libros, de los que le acompañaban unos cuantos en su periplo.
Había estado zampando bayas, frutas e insectos, porque era un niño sin manías. Y tras los primeros compases en los que la soledad le atenazó algunos momentos se reconfortó sintiéndose libre por primera vez y así se reafirmó en su convicción.
Hubo caminado kilómetros cargados de descubrimientos entre el tupido bosque, cuando topó con un árbol como no había visto otro antes. Ni en los libros había leído nada similar.
Se erigía majestuoso por encima de los demás, y superados unos primeros instantes de respetuosa fascinación, decidió que aquel sería su hogar, pues sus anchas ramas bien ofrecían espacio para un cuerpo pequeño como el suyo.
Trepó jadeante con la lengua fuera durante un rato, hasta dar con un enclave que consideró idóneo. Y una vez allí, situado aún a una distancia relativa de la copa de aquel gigantesco árbol que nada tenía que envidiar al “General Sherman”, se tumbó y se durmió profundamente hasta perder la noción del tiempo.

Pasó semanas de comunión con aquel enorme ser, en las que aprendió muchas cosas útiles, y aún más importante, olvidó otras tantas inútiles. Vio corretear a sus pies y su vera infinidad de criaturas variopintas, de gesto apacible en su totalidad. Pájaros, ardillas, hurones, mofetas, conejos, y un sempiterno etcétera.
El transcurrir del tiempo se volvió intangible y anecdótico, y le fue preparando para su hermanamiento con la naturaleza.
Se le fueron quitando las ganas de nutrirse de insectos, porque se sentía agradecido por el cobijo que recibía, y encontró no lejos de allí un riachuelo de agua bastante limpia, lo que le hacía suponer que no había fábricas en aquella distante región que había alcanzado, aunque eso ya poco le importase.
Entabló amistad con algunos de los animales que a menudo le visitaban, y terminó por jugar al escondite y a la pídola con ellxs, y éste era, junto a las visitas al riachuelo, el único motivo por el que se separaba de su enorme hogar de ramas y hojas infinitas.
Cada día se abrazaba a él con mayor intensidad, se sentía a salvo bajo sus ramas cuando llovía o los días en que el sol incidía perpendicular e implacable sobre la zona.
Fue haciéndose “salvaje”, es decir, fue haciéndose persona, y pese a que los libros que leía mantenían su faceta civilizada activa, fue convirtiéndose en alguien sincero, atento, autosuficiente y alegre. Y también expandiendo a pasos agigantados los límites que siempre habían impuesto a su conciencia.
Cuando un día su percepción estuvo preparada, y sin él pretenderlo en ningún momento, de repente descubrió lo que oculta el mundo a los ojos del hombre superficial.
Y así fue como pudo hablar por vez primera con todo cuanto allí le rodeaba.

Primero sintió cierto pavor, que muy rápidamente sucumbió ante una extraña sensación de paz y plenitud, de armonía.
Por fin conoció a su hermano, el enorme árbol, quien pese a expresarse con escasos monosílabos le agradeció su compañía, fidelidad, cuidados y miles de abrazos. Resultó llamarse “Rutanagira”, aunque él mismo restaba trascendencia a tal circunstancia asegurando que somos quienes queremos, nos llamen como nos llamen.
Conoció a la ardilla pizpireta con la que solía jugar y al hurón tosco pero leal que a menudo le acompañaba al riachuelo.
El mundo y él eran uno y estaba vivo y radiante, y se preguntó si alguna vez habría llegado a entender mínimamente la existencia de haber continuado con su sombrío adoctrinamiento escolar, concebido con el objetivo de poner miles de trabas a su percepción y de hacerle dudar incesantemente de si mismo.

Ahora que era parte activa además de pasiva del bosque, del mundo y del todo, correteaba feliz por sus entrañas, soñaba a lomos de Rutanagira, y exploraba las capacidades de su mente, consiguiendo hacer cosas inconcebibles para la asquerosa sociedad del “progreso”, cosas peregrinas que no tiene sentido que describa aquí ahora.

Así que entre la elevación espiritual y su coexistencia respetuosa y amable, vivió mucho mejor que todos los millonarios del mundo, mejor que quienes habían conseguido concluir sus estudios con éxito, mejor que quienes ganaban competiciones deportivas en las que siempre hay perdedores, mejor que con todo el éxito mundanal en definitiva. Y esto duró un tiempo largo e intenso, aunque él se burlara de los conceptos “tiempo” o “largo”.


Pero el mundo seguía inevitablemente su curso lerdo ahí fuera.
Una mañana, en algún lugar no lejos de allí, a Bartolo, cincuentón de sesera bastante limitada, se le ocurrió que la solución a su fatiga física y emocional bien podría consistir en organizar una partida de caza con sus amigotes.
Siempre le relajaba asesinar impunemente y desde la distancia a criaturas indefensas, le hacía sentir cierta sensación de poder, en las antípodas de la debilidad que en realidad demostraba. Pero él no podía percatarse de ello.

Cuando hubo reunido a la panda de cretinos que se mostraron dispuestos a acompañarle, emprendieron su camino armados hasta las cejas, dispuestos a celebrar una nueva jornada de relajante masacre injusta.
Se adentraron en el bosque y decidieron seguir el curso de agua que encontraron al poco rato de caminar y que tenía visos de agrandarse conforme avanzaran. Así tendrían una referencia.

Caminaron partiendo ramas, hundiendo sus botas en las flores, abandonando chustas de caliqueño encendidas tras de sí, y provocando el temor entre muchas criaturas que si bien no conocían al humano, algo malo presagiaban ante su presencia.

Y no eran los únicos, pues el pequeño Arnau, a lo lejos, sintió un escalofrío perspicaz y miro a su amiga la ardilla un poco consternado.

La observaba, preguntándose a que se debía el estremecimiento de su cuerpo, planteándose si es que acaso podían correr algún tipo de peligro en aquellas profundidades forestales. Ella le correspondía moviendo los bigotes e instantes después de que sonara un atípico estruendo ya no tenía bigotes, ni cabeza. Lo que antes era su cráneo ahora era una especie de puré esparcido por la hojarasca. Su cuerpo inmóvil yacía en una postura imposible y para Arnau fueron segundos eternos.

Al fin pudo reaccionar y el instinto le empujó a huir. Uno podría pensar que siendo un niño estaba a salvo, pero es que Bartolo y su cuadrilla de valientes se habían atiborrado a carajillos de brandy, y desde luego, no distinguirían a su propia madre. Tanto estrés social habían sufrido los pobres.

Arnau corrió lo suficiente como para llegar, pálido del pánico, hasta el árbol que siempre le protegió.
Mientras ascendía con dificultad asiéndose a su corteza de cualquier manera, oyó a lo lejos un chillido desgarrador y que retumbó como mil despedidas precoces, espantando a todos los pájaros por allí reunidos.
Reconoció la voz de su amigo el hurón, el hurón tosco pero leal, y no creyó que aquella locura fuese a tener otro final que no fuese la aniquilación total de todas las criaturas que habitaban aquel lindo lugar.

El hurón había visto lo sucedido y no había podido evitar abalanzarse sobre el beodo criminal, más por evitar que prosiguiese en su afán de abrir fuego gratuitamente contra el resto de seres vivos que allí habían que movido por ningún sentimiento de venganza.
Pero un amante del deporte de la caza no entiende de este tipo de matices, y agarrándolo por la cabeza le había abierto en canal y volcado sus entrañas con un cuchillo de caza diseñado para liberar estrés también en las distancias cortas.

Arnau estaba enmudecido y a punto de alcanzar la meta de su frenética escalada, cuando también fue derribado. Un disparo le alcanzó en la columna, agarrotando sus extremidades y desplomándole unos cuantos metros hasta dar de bruces contra el suelo. El genio que había acertado no se permitió un instante para celebrarlo, pues extrañado por aquella criatura de tamaño medio, sucia y que trepaba trémula pero veloz, decidió rematarla y así no darle opción a levantarse enfurecida. Así, agazapado aún tras unos matorrales, disparó otra vez y le reventó la cabeza, incrustando parte de sus sesos en el tronco de Rutanagira, los cuales se deslizaban como una loción, y complementaban a la perfección la sangre que alcanzaba sus raíces. Y las extrañas lagrimas de aquella descomunal planta que ahora lloraba.

El “deportista” ebrio se sentía mucho más relajado ya, claro está, y se acercó satisfecho y curioso a comprobar la naturaleza de aquel extraño ser.
Su sorpresa le hizo  tener ganas de mearse encima al instante. No era mas que un niño, mugriento y con marcas extrañas en el cuerpo, pero un niño.
Se arrepintió enseguida, y no es que sintiera el peso de haber arrebatado una vida ajena por diversión, un auténtico profesional de la caza jamás sentiría algo así, sino que pensaba en las consecuencias legales que podía tener aquel súbito contratiempo. Perlaban su piel mil sudores fríos con solo imaginar una existencia tras los barrotes. Con lo bien que se estaba en el bosque.

Empezaba a tramar como deshacerse de aquel entuerto incluso antes de que sus compañeros advirtiesen lo sucedido, cuando ocurrió algo completamente fuera de lugar.

Rutanagira, que llevaba siglos comprendiendo la esencia y necesidad del perdón, sucumbió a sus impulsos y actuó como un ser primitivo. Con odio y rencor, y aún a sabiendas de que estaba a punto de asesinar una parte de su propio ser.
Movió una de sus poderosas ramas y con la misma engancho al infanticida aquel, “Manué” para más señas, y le elevó unos cuatro o cinco metros por encima del suelo.
El pobre necio se revolvía como un insecto, su quijada atenazada, y sus compañeros, que llevaban rato buscándole, asistieron impávidos a la surrealista escena sin entender nada. Sus borracheras les abandonaron de sopetón.

“Manué” aullaba de pánico, y esta vez sí orinó en sus pantalones.

El árbol le dedico la mirada vacía de quien no tiene nada que perder, y acto seguido, le puso cabeza abajo y le descendió tan violentamente como pudo hasta el suelo.

La columna de Manué parecía ahora un juego de Mikado, fragmentada en mil astillas y su cabeza simplemente había desaparecido.
El árbol se secó en apenas instantes, aunque a Rutanagira los ojos sin limitaciones pudieron verle escapar desconsolado del mismo unas décimas de segundo antes, y esa fue la última “muerte” de la jornada en aquel paraje.

La cuadrilla de valientes y heroicos deportistas, había huido estrepitosamente sin poder advertir nada, con expresión de haber visto el demonio en persona, y así llegaron al pueblo, más estresados de lo que habían salido. Eso es algo que días después pagarían sus mujeres, pero esa es otra historia.

Cuando relataron lo sucedido, pese a que a priori le tacharon de borrachos que habían perdido el juicio, se originó mucha curiosidad sensacionalista entre la comunidad, pues como ya dije antes, siempre era un aliciente que acaeciesen sucesos extraordinarios y morbosos.

Organizaron una patrulla, que armada otra vez hasta los dientes para poder repeler la ira del monstruo arbóreo se dirigió al lugar de los hechos sin dilación.
Al alcanzarlo, siguiendo el curso del riachuelo en base a las instrucciones de Bartolo y los suyos, pudieron comprobar como en efecto el cuerpo de “Manué” reposaba inerte, con la espalda llena de protuberancias y sin cabeza.
De los otros cuerpos no se supo nada, parecía que se los hubiese tragado la tierra. Tan sólo quedaba el del árbol, seco y apagado.

Empezaron a hacerse mil pesquisas estúpidas de nuevo, hasta que acordaron acusar a los cazadores por el asesinato de “Manué”, ya que su viuda jugó bien sus cartas y había visto la posibilidad de ingresar una buena cantidad tras lo sucedido.
Una vez postergada la resolución del caso a la desidia de la burocracia y la lenta parsimonia del inútil sistema judicial, aún hubo quien supo sacar un poco más de provecho de la situación.
Aprovechando la ingenuidad del pueblo supersticioso, consiguió reunir firmas para acabar con el árbol y en realidad con toda la zona, por aquello de ahuyentar a “los malos espíritus”.
Una vez hubo convencido a la masa con un discurso tendencioso y bastante deficiente, se hizo con la propiedad del terreno, y tras vender toda la madera que obtuvo terminó por montar allí un matadero, que hacia las veces de tapadera para sus negocios turbios de burgués corrupto.
En cuanto a Arnau, Rutanagira, la ardilla y el hurón, claro que están allí, y aquí, y en todas partes, pero a su manera.

Desde luego la humanidad no iba a consentir que fuesen libres y felices sin más, ni aún escondidos en las entrañas de un profundo bosque. Era sólo cuestión de tiempo que lo impidiese, y además con la indiferencia de quien aparta una mosca de su estúpido y limitado campo de visión.







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