jueves, 11 de junio de 2020

Hamburguesas de unicornio


En la dimensión fantástica, que además de fantástica es mágica, hermosa y pacífica como ninguna otra, tienen su hogar las criaturas más peregrinas que puedas concebir. Allí cohabitan afablemente los seres más dispares: gigantes, unicornios, gnomos, sirenas, orcos, centauros, grifos, perros verdes, el hombre de arena, el de las nieves, hadas, dragones y en definitiva los individuos más disparatados y rocambolescos. Si hubiese un pepero con escrúpulos, estoy convencido de que este sería su lugar. A tal extremo de la fantasía llega la fauna de esta dimensión. 
Su entorno está, por supuesto, a la altura de sus huéspedes. Ríos de oro, frutas que saltan a las manos mientras se pelan solas, piedras mágicas, arbustos curativos infalibles, los legendarios calabacines con sentimientos de los que tanto hablan los carroñeros de otras dimensiones (¡y yo que siempre los consideré una retrechería infantil!), nubes que cambian de color, montañas de gelatina y quince mares, unos de agua salada y otros de agua dulce como las fresas maduras. En la región sudeste de la dimensión se yergue, imponente, el gran palacio de topacio, única construcción de toda la dimensión y que tiene capacidad para hospedar a todas las criaturas a la vez, si estas así lo desean. Un palacio con incontables pasillos, ventanales, habitaciones y con una larga serie de puertas, pórticos y portezuelas que conducen a las otras dimensiones, aunque solo pueden abrirse desde este lado. 
En este espectro, que coexiste con el nuestro y con muchos otros, formando parte de la misma existencia pero desarrollándose en un nivel distinto, impera la armonía. No precisan de autoridad alguna y, sin embargo, cada cinco mil años tiene lugar una ostentosa ceremonia que releva el poder de manera simbólica. La sagrada “Cayada de las decisiones”, bastón ancestral con una gran cornalina incrustada en su empuñadura, cambia de mano. A su portador se le concede la gracia de tomar decisiones importantes e irrevocables, aunque se otorga tanto poder a un solo individuo porque se tiene plena confianza en cualquiera de ellos por igual, todos comprenden y conservan el equilibrio igualitario que caracteriza a su dimensión.
Y, tras cinco mil años de un poder tan conservador como lo fueron todos sus antecesores, llegó un día en que la Cayada de las decisiones fue a parar a la pezuña de un joven e impetuoso unicornio amarillo. Este tuvo algunas ideas brillantes que fueron muy bien acogidas por sus contemporáneos, pero hubo una en concreto que lo cubrió de gloria para siempre. 
Mientras paseaba por el Palacio de topacio, dándose golpecitos en el cuerno con la Cayada de las decisiones, se detuvo un momento a observar la poterna que conducía a la dimensión humana y se preguntó a sí mismo: “¿Por qué no invitar a un par de ellos?”, y con esta idea se fue a dormir, ansioso por comunicarla al día siguiente en la gran asamblea.

Ante tamaña ocurrencia, una vez expuesta, las criaturas de la dimensión fantástica reaccionaron con excitación. Era algo que ni siquiera se les había pasado jamás por la cabeza. El único orden, secular e inamovible, que habían conocido, establecía que los humanos tenían su propio espacio y que estaban muy bien allí. Pero la posibilidad de traer a dos de ellos como invitados de honor, para estrechar lazos y enriquecerse con el intercambio, ahora les parecía una genialidad y se reprochaban no haber dado con ella mucho antes. Bendito unicornio amarillo, qué listo era. 
A la mañana siguiente, con gran pompa y entre rituales colmados de buenos augurios, se abría por primera vez en milenios la poterna que delimitaba la dimensión fantástica con la humana.
Como ninguno de ellos quería atravesar el portal interdimensional hacia el otro lado, sino simplemente acoger a quien viniese de él, se limitaron a esperar, con admirable paciencia dado su entusiasmo, hasta que al fin alguien respondió a la invitación.

En el otro lado, Manuel Paredes y Manuel Jacinto Sánchez, dos manueles cualesquiera, volvían a casa después de una dura jornada de trabajo intercambiando pareceres; los mismos pareceres que llevaban años intercambiando a diario, sobre fútbol, política, programas de televisión y demás basura ideada solo para entretenerlos y hacerles sentir parte de algo mientras el dinero, o más bien las cuatro personas que lo detentaban, lo engullían todo. 
Pero aquella tarde era especial. Una especie de gran círculo humeante, con un interior que parecía líquido y rojo, como una cornalina disuelta, brillaba tras el muro de un viejo descampado que servía de picadero para gatos y adolescentes y que formaba parte del hermoso paisaje que adornaba el eterno trayecto de casa al trabajo y del trabajo a casa.
Primero permanecieron un rato turulatos ante la aparición, después se acercaron, e indecisos, pues algo les llamaba a atravesar el aro mágico, lo resolvieron de una manera consensuada e intelectual, como suelen hacer los humanos. Uno empujó vilmente al otro por la espalda y este cayó dentro del aro agarrando al primero y arrastrándolo consigo.

Los manueles cayeron de bruces en la dimensión fantástica y casi se orinan en los pantalones al ver al séquito de bienvenida que aguardaba deseoso su irrupción. Retrocedieron por el suelo como buenamente pudieron, apoyándose en las manos y gateando panza arriba, como cangrejos borrachos y horrorizados, hasta dar con sus lomos contra la gruesa, y por otra parte tallada con esmero, pared del Palacio de topacio.
Las criaturas fantásticas se las ingeniaron para hablar en algo parecido al idioma de sus estupefactos invitados, y merced a un discurso muy conciliador y diplomático y a gestos amables y comedidos, consiguieron al final serenarlos.
Les dieron la más profusa bienvenida y les obsequiaron con muchos regalos pequeños pero de gran valor, al menos en la dimensión fantástica. 
Durante los tres siguientes días, los dos humanos, desbordados por la imprevista situación, se esforzaron en fingir modestia y buenos modales, intentando disimular su confusión a la vez que se dejaban agasajar. 
Ese mismo día que resultaba ser el tercero, los llevaron, a lomos de corceles alados, a una suerte de visita turística que les permitió ver los más recónditos y fabulosos enclaves de la dimensión, sus selvas, sus montañas, sus mares. Ellos observaban todo estupefactos e incrédulos, frotándose los ojos ante lo que interpretaban como el colmo de las ensoñaciones. Ni siquiera estaban convencidos de estar despiertos.
Y al concluir la jornada, tras un opíparo banquete frutal, descansaban en sus suntuosas cámaras, reservadas para los huéspedes de honor, cuando uno le dijo al otro:
- Oye, Manuel.
- ¿Qué quieres?
- ¿Te has fijado en lo amables y generosos que parecen todos aquí?
- La verdad es que son un encanto –admitió el otro bostezando y sonriendo a la vez.
- ¿Y no te parecen… demasiado encantadores?
- No sé a dónde pretendes llegar –respondió incorporándose empujado por un súbito interés.
- Bueno… lo cierto es que no he visto ni rastro de armas. ¿Tú sí? El Palacio de topacio no está fortificado, ellos no se atacan entre sí, ¡incluso el cuerno del que parece ser su líder está romo!
- Ahora que lo dices, lo cierto es que sí aparentan ser seres de lo más pacífico –asintió de voz y gesto el segundo Manuel.
-La palabra no es “pacífico”, alma cándida. La palabra es INFERIOR. Algo me dice que estas criaturas no están ni de lejos en disposición de defenderse. ¿Comprendes lo que implica eso? Podemos apoderarnos de todo esto sin dificultad. Entonces seremos los reyes aquí y haremos lo que nos venga en gana con estas tierras de cuento de hadas. 
Su compañero dio un respingo e irrumpió en un caudal de desaprobaciones y dudas sobre los proyectos que comenzaban a pergeñarse en aquella habitación, pero la insistencia y sobre todo, las promesas avaras que mascullaba el primer Manuel, terminaron por moverle a una especie de complicidad cobarde, de esas que titubean en la acción, pero se regodean si el resultado acompaña y huyen despavoridas cuando no es favorable. 

Apenas una hora después, ya habían trazado un plan que acometieron sin más dilación. Se deslizaron entre las sombras de la noche, robaron la Cayada de las decisiones y empuñándola, se dirigieron al aposento del unicornio amarillo, al que encontraron durmiendo y al que machacaron el cráneo con la respetable vara hasta que quedó destrozado. 
La adrenalina les hizo lanzar un alarido triunfal que desgarró el silencio de la noche fantástica y que advirtió a todos los que habitaban aquella dimensión. 
Sin embargo,los lugareños no estaban preparados para la violencia. Los dos manueles pronto redujeron y sometieron a aquellas criaturas, sin que ello llegase a suponer esfuerzo en momento alguno. Incluso los gigantes y los orcos reaccionaban con mansedumbre ante los ataques humanos.

De este modo atroz se convirtieron en la primera autoridad jerárquica de la historia de la dimensión fantástica e impusieron su orden del pánico y la violencia a lo largo y ancho de la misma. Pero la bulliciosa excitación que les supuso tal gesta, la gloria de su nueva y exultante posición no les satisfizo más que tres días contados. Los habitantes de aquel lugar eran tan rematadamente mansos, oponían tan poca resistencia y les importaba tan poco acceder a la adoración, que el poder les resultaba insípido. Parecía que de haberlo pedido de buena manera, habrían accedido del mismo modo a concederles el poder que ahora tenían. 
Así pues, resolvieron exportar su nuevo poder, en un intento ansioso por dotarlo de significado. 
Se acercaron a la misma poterna interdimensional por la que habían entrado apenas una semana antes, día arriba, día abajo, y decidieron conectar sus nuevas riquezas a un mundo en el que estas sí causaran envidia y admiración en los demás. A un lugar en el que su ego se viese enaltecido por la inferioridad ajena, o más concretamente, por la consciencia ajena de la inferioridad. 
Ellos, ignorantes, no tenían ni idea del funcionamiento de la Cayada de las decisiones. No podían siquiera sospechar que solo respondía a los deseos que decidía ejecutar su legitimo portador, portador que yacía exánime con la cabeza hecha puré desde hacía días y que no podía ya revocar ni alterar ninguna de sus decisiones pasadas. El portal seguía abierto, pero solo para ellos dos. La Cayada no les obedecía y tampoco podían transportarla al lado humano, no podían traer a ningún humano a observar el territorio colonizado ni podían arrastrar criaturas fantásticas al lado humano. Parecía que iban a verse resignados con el consuelo de  escapadas esporádicas al dominio fantástico, a atemorizar a sus seres y sentirse emperadores, ¿pero de qué les servía eso? Ni siquiera iban a obtener la admiración de sus semejantes, difícilmente les creerían y hasta correrían el riesgo de acabar con una camisa de fuerza.

En un arrebato de brillantez, el primer Manuel se pronunció entonces en estos términos:
- Fabricaremos un imperio aquí y lo venderemos allí. Piénsalo. Explotaremos toda esta materia prima y nos bañaremos en oro en el otro lado. Las posibilidades son infinitas: hamburguesas de unicornio, almohadones de pluma de corcel alado, kilos de manteca extraídos de Grifo ecológico y Bio, lágrimas de hada que aumentan la potencia sexual, abrigos de piel de orco solo para gente potentada y que sabe demostrar su glamur, ungüentos mágicos hechos con arbustos del más allá. ¿Qué importa si nos inventamos las propiedades de las cosas? Lo único importante aquí es vender. No nos creerían si les decimos que hemos estado aquí, pero cuando tengan todos esos productos en las manos, entonces los venderemos como churros. 

Y lo cierto es que el plan funcionó a las mil maravillas. Crearon un verdadero campo de concentración en la dimensión fantástica, donde la carnicería era imparable. Descuartizaban unicornios y grifos, desollaban orcos, deforestaban a troche y moche, montaron una cadena de hadas que lloraban a latigazo limpio llenando incontables frascos con sus secreciones oculares y toda esta mercancía era arrastrada día y noche por legiones de gigantes a los que habían colocado gruesas traíllas.
Mientras tanto, en la dimensión humana, lo primero que hicieron fue comprar el descampado con el muro en el que aparecía para ellos el portal, colocándolo de tal guisa que quedaba en la trastienda del edificio que construyeron allí mismo, maldiciendo no poder traerse unos cuantos gigantes para tal propósito y en el que obtenían pingües beneficios con sus productos fabulosos. 
El gobierno humano siempre tuvo ciertas suspicacias por la naturaleza de dicho negocio, sus condiciones de salubridad, sus bases, procedencia y método. Pero funcionaba tan bien, que el gobierno, que no era sino otra empresa más ahogada por la deuda con los banqueros, hizo la vista gorda y lo aprobó todo esperando su pellizquito con desesperación.

Esta vil tiranía entre los mundos se alargó durante décadas. Para entonces la dimensión fantástica ya se había convertido en una gravera, un lodazal. Deforestada, saqueada, esquilmada, apestando y llena de basura y colillas, no quedaba ni rastro del esplendor que la había hecho ser durante milenios el lugar que uno siempre deseaba visitar en sueños.
Y la suerte de los habitantes de dicha dimensión fue que el par de cenutrios humanos llevaron tan mal el éxito como de costumbre. Pronto se acostumbraron a pasar el día bebiendo, embriagados de ego y alcohol. Alcohol carísimo, huelga decir. Dilapidaban su fortuna en juego, en apuestas estúpidas, en drogas estúpidas. Y no pudieron soportar ese ritmo de autodestrucción frenético en la cúspide demasiado tiempo, por lo que murieron más pronto que tarde, poniendo fin no solo al tráfico de mercancías entre ambas dimensiones, sino por añadidura a las relaciones entre las mismas. Murieron entre estertores horribles ambos a la vez en el mismo hospital, y nadie supo nunca nada del portal. El muro siempre mostró su aspecto habitual para el resto de humanos. 
Simplemente un día su tienda de productos fantásticos apareció sellada a cal y canto y con un cartel explicativo que rezaba: “Cerrado por defunción”. El gobierno entró en depresión por perder una fuente de ingresos de tal calibre con la que contentar a sus dueños de la banca y los ciudadanos avispados empezaron a vender sucedáneos de los productos fantásticos que tanto éxito tuvieron las décadas anteriores. 

Eso sí, en la dimensión fantástica se suspiró de alivio cuando empezaron a transcurrir los días y las semanas sin que aparecieran los esclavizadores humanos. Poco a poco fueron asumiendo su reconquistada libertad y liberándose de las cadenas. Empezaron a sembrar y a desmontar la maquinaría montada. Volvieron a sonreír y a ayudarse mutuamente hasta que restablecieron algo parecido a lo que fueron sus vidas antes de la época oscura, de la cual aprendieron, y mucho.
¿Por qué la aceptaron? ¿Por qué no se rebelaron? Bueno, tenían ante sí el más nítido ejemplo de aquello en lo que te convierten la malicia, la avaricia o la crueldad. Lo último que querían era terminar transformados, ni lejanamente, en algo parecido a esos dos individuos a los que habían presupuesto equivocadamente como bondadosos. Sabían que no hay mal que cien años dure, y aún menos el humano. Sus vidas eran muchísimo más largas que las de los manueles. Aprendieron la valiosísima lección, y, tan pronto como se sucedieron los cinco milenios de rigor y una nueva criatura asumió el control sobre la Cayada de las decisiones, las viejas cicatrices condujeron de inmediato a proceder con sensatez: se construyó un foso de lava en el espacio entre las dos dimensiones. Se tapió por tres veces la poterna. Se aherrojó con quince candados y se decretó como inaccesible el lugar. Luego tomaron las quince llaves y fueron lanzadas en lo más profundo de sendas fosas abisales, una por cada mar. 


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