sábado, 20 de junio de 2020

Manos a la obra


El asombro y la indignación fueron unánimes en el despacho del notario tras la lectura del testamento del viejo señor Bande. Se había congregado allí toda su familia; una decena de parientes ávidos de recoger cuanto antes la herencia que presuponían les había sido adjudicada. Todos se sentían optimistas y convencidos de su suerte por igual.              Aquella reunión triste en apariencia, con todas aquellas personas exhibiendo atavíos fúnebres y lágrimas de cocodrilo, escondía una intensa competición crematística carente de sensibilidad. Sin embargo, en el clímax de la ceremonia, descubrieron con horror que el anciano Bande les había negado legado alguno. No había ni un céntimo para ninguno de ellos. Y no era eso lo peor del asunto. Resultó que todo el patrimonio había quedado en manos de Teo, un joven atolondrado, irresponsable, altanero y que caminaba por la senda de la perdición, en línea recta hacia el abismo. 
  Todos atribuyeron la decisión del difunto a la demencia senil, e incluso, desde el resentimiento, alguno lo interpretó como una venganza personal. Varios de los parientes se quitaron la máscara del duelo e irguiéndose con enojo, aseguraron que encontrarían la manera de alterar el inexplicable curso de los acontecimientos, aun a sabiendas de que era un berrinche inútil. Luego todos se fueron, algunos entre reniegos, otros abatidos por la resignación, y fue tarea del notario hallar al afortunado Teo. 
  Tardó varias semanas en dar con él y cuando por fin pudo comunicarle su nueva situación, Teo ni siquiera pareció inmutarse. Ajeno a las formas y el protocolo, exhibió una indiferencia total por el fallecimiento del señor Bande, al que admitió no haber visto desde que era un niño. No se molestó ni en parecer padecer el perecer del viejo terrateniente. 
No obstante, acogió la noticia de su herencia con gusto evidente. 
   Había heredado una bonita granja, compuesta por una gran casa, varios establos y una extensión de terreno más que considerable. La casa reposaba en el centro de todas aquellas cuantiosas hectáreas de feraz tierra, que por otra parte, se hallaban bastante alejadas en todas las direcciones de los primeros indicios de civilización. 
   La granja, por orden expresa del viejo Bande, debía conservar el servicio contratado y perpetuar los mismos mecanismos de explotación de los recursos que había mantenido durante las últimas décadas. Y este era el único requisito impuesto al incomprensible regalo hecho al joven.
   Teo soportó con entereza la burocrática perorata en la que se le informaba de todos los detalles de la operación, cogió las llaves y propinó una insolente palmada a la espalda del notario, que no pudo sino alegrarse al ver al balarrasa aquel alejarse de su despacho para siempre. 

   El chaval llevaba hasta entonces una vida bastante difícil. Se había metido en incontables líos absurdos que le habían llevado a verse hasta el cuello de deudas y problemas. Sus excesos eran constantes y cuando por fin escapaba de un problema, se daba cuenta de que se hallaba entonces en otro aún mayor. Por eso aquel improvisto golpe de suerte le supuso un alivio, que su mente interpretó a priori como señal de su buena estrella, a posteriori de sus aptitudes tempranas que el viejo Bande supo reconocer, y ya en la cima de las ínfulas, de las merecidas grandezas que el destino reservaba para él. Había pasado de ser carne de prisión, de manicomio o de camposanto, a ser todo un ínclito señor, dueño de tierras y con criados bajo su mandato.

Y con estos aires tomó posesión de la vieja granja. El primer día el servicio al completo le esperaba reunido en el recibidor de su nueva, enorme y hermosa casa. Más de veinte personas que mantenían la sonrisa en el rostro, imperturbable, desde media hora antes de que él se dignase a aparecer, deseosas de causarle una buena impresión.
   Pero la verdad es que él entró por allí como lo haría un emperador enloquecido por el egotismo, y sin haber saludado, se limitó a dar órdenes a diestra y siniestra, empleando un tono adusto. Se desnudó, y escupiendo sobre el suelo recién encerado, actuó como un demente durante un par de semanas, alternando los gritos de euforia con los gritos a las personas encargadas de las tareas de la granja. 
   Vaya años de tiranía y despotismo les hizo sufrir. El servicio empezaba a dar por bueno al viejo patrón ausente, si es que «patrón bueno» no es más que un oxímoron consecuencia del síndrome de Estocolmo que padece en cierto modo casi todo asalariado, o al menos su estómago. Pero no solo atormentaba al servicio, sino también a los animales allí atrapados y al propio inmueble. Los desaires eran constantes, las extravagancias eran surrealistas y tan pronto estrellaba platos contra la pared entre carcajadas como pateaba al perro y al gato, los cuales se cuidaban de no acercarse en exceso a Teo el cruel.
   El ambiente en la vieja mansión se tornó irrespirable y el contraste entre el infierno que se había creado entre sus paredes y el aspecto exterior de las mismas, con su inmaculado frontispicio y el abundante reguero de girasoles y gencianas resplandecientes que la rodeaban, era algo difícil de comprender, casi antinómico.

Una de las estrategias que desarrollaron las personas atrapadas por esta infame situación, fue tan cándida como antigua: elevar sus plegarias a los dioses en busca de consuelo y alivio, y a poder ser, de soluciones. Los dioses encargados de mantener el equilibrio entre las fuerzas, seres multiseculares del orden divino más elevado, tenían un ojo para observar el mal y otro ojo para observar el bien, pero resulta que eran bizcos, así que se armaban líos con frecuencia. No obstante los humanos insistieron en sus peticiones, y no solo los humanos. La devoción se extendió por toda la granja. Empezaron a rezar también los animales explotados, y el perro, y el gato, y pronto en medio de aquel totalitarismo las palomas zureaban oraciones, e incluso aprendieron a rezar hasta las ratas. Aunque las más espabiladas entre ellas se preguntaban bajo qué justicia divina podría castigar ningún Dios a su propia creación por ser como él mismo la había creado. Pero las ratas listas solo se hacen las preguntas en silencio, así que callaban y retomaban diligentemente sus jaculatorios.

Cuando los dioses se dieron cuenta de que los propios gusanos imploraban auxilio desde aquel lugar maldito, decidieron intervenir. 
   Observaron la situación el tiempo necesario hasta comprenderla, y tajantes, decidieron cortar por lo sano. Sacaron a todas las víctimas del terror de la granja y obligando a Teo a asomarse a la espaciosa veranda, le comunicaron su castigo, con voz solemne pero cómicamente aguda, impropia de unos seres con su poder: sería alejado de todo individuo susceptible de sufrir sus escarnios, durante un tiempo indefinido, hasta que recapacitase. Elevarían su casa con él dentro hasta los cielos y la depositarían sobre nubes mágicas creadas por ellos mismos para soportar su peso; el del edificio y el de su cinismo inaguantable. El tiempo no correría para él, quedaba fuera del alcance de la muerte y sus intentos por hallarla serían inútiles. Sería provisto periódicamente de lo necesario para vivir merced a un séquito de cigüeñas que le abastecerían. Su única opción era corregirse. 
   Él respondió en los términos que cabría esperar del monstruo sin escrúpulos en que se había convertido: los llamo bizcos, necios, les escupió y les dio la espalda, riendo entre carcajadas blasfemas mientras su hogar ascendía dejando en el terreno bajo sí una gigantesca depresión huera rodeada de refulgentes flores amarillas en derredor.
   Uno de los dioses, en el último momento, tuvo un destello de sensatez que resultaría determinante: abrió un claro entre las nubes mágicas justo frente a la veranda y dejo en ella un catalejo, de modo que Teo, el demonio con el corazón de pedernal, pudiese observar el mundo que había quedado allí abajo, lejos de su alcance e influencia. 
   Así fue como pasó a habitar un islote celícola que recordaba a la prodigiosa Laputa, aunque el islote de Swift estaba habitado por personas extraordinarias y en este sucedáneo de Laputa solo vivía un cretino. 

Las primeras décadas de ostracismo fueron especialmente duras para el réprobo; a duras penas daba con la forma de entretener sus ocios. Se divertía escupiendo por el hueco entre las nubes a un mundo al que intentaba despreciar del modo más evidente posible, como desafío a las deidades punitivas. También se reía intentando patear las cigüeñas que le traían la comida, aunque estas lograban escapar siempre a sus puntapiés. 
Caminaba durante horas de un extremo a otro de la veranda sin fatigarse, pues era empujado al movimiento por su propia frustración. Y desde luego empezó a aburrirse cada vez más.
No tenía nadie a quien martirizar y esto era un atentado contra sus costumbres. Ni siquiera encontraba ya la gracia a infligirse daño a sí mismo, y lo cierto es que no le habían dejado allí arriba ni una sola gota de licor.
   Se aburrió más y más, y no tuvo otro remedio que aprender a sentarse en silencio y escrutar el mundo que había dejado atrás. Obligado a la introspección, por vez primera se hizo preguntas a sí mismo. Todavía no hallaba respuestas para las mismas, pero las preguntas ya le traían cierto consuelo per se.
   Se dio cuenta de que había adelgazado, estaba más fibroso, y esto le hacía sentir mejor. Madrugaba un día tras otro, pues estaba ya aburrido de dormir, y encontró este hábito a su vez beneficioso para él. Miraba a la humanidad en silencio desde su atalaya y un buen día empezó a obrarse el cambio. 
   Fue una tarde en la que el paisaje ante sus ojos, con intensos arreboles, habría secuestrado la vista a cualquiera. Pero él miraba mediante el catalejo hacia una lejana casa en la que un ser abyecto trataba con vileza y hostilidad a un niño pequeño que poco podía hacer por defenderse. Por algún motivo esta vez un espectáculo así no le pareció divertido. De hecho, llegó incluso a indignarse. Se incorporó como empujado por resortes y lanzó con todas sus fuerzas un cenicero que hacía muchísimos años que no tenía función alguna más allá de ornar, pero el intento fue ridículo. El cenicero, por supuesto, distó mucho de alcanzar a su objetivo. 
   Quedó fuertemente impresionado por lo que había visto, y odió a aquel maltratador, mientras la impotencia le consumía. 
Desde entonces, su espionaje se sucedió con más frecuencia cada vez. Y aunque se topaba con cosas bonitas mientras escrutaba la tierra con su ojo de cristal, no dejaba de admirarse ante la abundancia de abusos de poder y fuerza, de actitudes aberrantes y de injusticias capitales que parecían incontenibles. 
   La gente explotaba a inocentes. La gente bebía venenos. La gente procedía con arrogancia injustificable ante el prójimo. Empezó a odiar a la gente y despertaba junto al sol, atosigado por preguntas cada vez más punzantes.
Se sentía como un justiciero impotente.       Deseaba imponer orden a sangre y fuego ante todos aquellos insoportables escenarios de crueldad y se preguntaba por qué diablos los dioses no condenaban a todos esos tiranos a castigos como el suyo. Nunca obtuvo respuesta para eso, pero para que no os carcoma la duda como a él, os lo explicaré yo mismo: los dioses no daban abasto. Y siguen sin darlo.
   Empezó a consumirle la furia, y pasaba cada vez más horas pegado al catalejo, apuntando en una y otra dirección a toda velocidad. Ahora ya estaba demasiado ocupado asistiendo a la desgracia humana como para querer patear a las cigüeñas, a las que de hecho había empezado a agradecer. Y mejor para él, pues estas aves estaban más fornidas que nunca, tras largas décadas de subir hasta las alturas kilos y kilos de arroz, patatas, sandias, naranjas y cerezas para él, por no contar toda el agua.
   Había pasado de ser el demonio excluido a convertirse en el justiciero atado de manos, incapaz de actuar debido a la lejanía. 
   Y entonces su cerebro dio otro pasito más en el proceso de la enmienda. Entonces dejó de verse como un ser distinto a todos esos bastardos sanguinarios que cometían abusos... y se reconoció en ellos. Y recordó todo lo que él mismo se había dedicado a hacer. No podía aborrecer a unos demonios entre los que él había contado tantas veces.
   Gran parte de su impotencia se convirtió en vergüenza y arrepentimiento, e incapaz de contener por mucho más tiempo el peso de sus emociones, estalló a llorar. Y lloró muchísimo. Lloraba a todas horas. Cogía el catalejo y sentía impotencia, pero también sentía culpa. 
   Y lloraba desde la veranda y no llegaba a regar los girasoles y las gencianas que reposaban a cientos de metros debajo de él, pues las nubes mágicas se tragaban hasta la última de sus lágrimas.  
Estas nubes, que fueron acumulando una cantidad indecible de esas lágrimas, fueron hinchándose y oscureciéndose y pronto el peso del salado líquido empezó a hacerlas ceder. Aquel parecía ser el único peso capaz de desplazarlas.

   Las cigüeñas avisaron a los dioses de la situación. Cada vez se veían obligadas a elevarse menos para llegar hasta el proscrito, por lo que estos volvieron a observar por segunda vez a la granja y dieron el asenso a la explicación de las esbeltas ciconias. La granja descendía. Pero al ver el motivo del descenso, prefirieron no intervenir. El arrepentimiento era la llave que pondría fin a su encierro, eso era lo acordado, y se dijeron satisfechos que concederían al preso entre las nubes una solución bonita y autosuficiente, jactándose del encaje que lo resolvía todo como si fuese obra de su propio ingenio, cuando lo cierto es que eran unos vagos en el peor escenario de la vagancia: con demasiados quehaceres que afrontar. Y aquella novedad en aquel viejo castigo no era sino un imprevisto que acogíeron con tanta sorpresa como alivio.

Teo continuó con su plañir apoyado en la veranda. Y las nubes estaban ya en disposición de estallar en litros imparables, así como había estallado él mismo. Pero al ser nubes mágicas no podían llover, así que continuaron engordando, negras como la pez, y descendiendo a una velocidad cada vez mayor. 
   Cuando la granja estuvo a menos de dos metros del suelo, Teo era alguien completamente distinto al crápula que había subido muchísimo tiempo atrás, y había alcanzado un nivel admirable de comprensión. Bajaba absolutamente decidido y ya no ardían en él las pasiones del rencor y la venganza, tan solo un pulcro y recto sentido del deber. No cabía considerar obligar a los demás a corregirse, pero estaba determinado a acometer cien bondades por cada maldad ajena que se diese. No pudo ni esperar a que el edificio tocase el suelo, se remangó y se apeó de un salto tan pronto como pudo permitírselo. En el mundo había, y hay, muchísimo por hacer. 



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