sábado, 6 de junio de 2020

¡Guerra!


Los primeros rayos del sol despuntan sobre el campo de batalla, desplegando una tímida luminosidad incipiente que pronto se expandirá y terminará por abarcarlo todo.
En este escenario tendrá lugar hoy la enésima batalla, se ha perdido ya la cuenta, de una guerra milenaria. Los motivos de este sangriento conflicto, si alguna vez los hubo, se disiparon con el transcurrir de los siglos. No puede afirmarse que alguna vez este combate tuviera objeto alguno. Pero aun suponiendo que así fuese, si alguna vez fue inevitable, lo cierto es que hace ya demasiado tiempo que dejó de serlo. Hoy esta guerra se libra, prácticamente, por puro capricho. Y por lucro, claro está, que siempre hay quien sabe rentabilizar cualquier capricho, en especial aquellos que se enmarcan en un contexto bélico.
Los motivos pueden ser vagos y abstractos, pero los bandos sí están claramente definidos. Por un lado está el que siempre ha sido el bando agresor, el bando invasor, la ofensiva.

Este ejército es de integridad y naturaleza más que cuestionable. Está compuesto por los individuos más abyectos de entre su especie. Verdaderos mamarrachos que han sabido encontrar en la guerra despiadada una vía de escape para todas sus frustraciones vitales. De alcurnia cobarde, recurren a todo de tipo de ardides, tretas y armadijos para lanzar sus ataques. Se agazapan como sabandijas y, desde la distancia, abren fuego con sus escopetas. Si pudieran, llevarían a cabo la guerra desde el sofá de su casa y presionando un botón, así de valientes son. Absolutamente negados para cualquier confrontación en igualdad de condiciones, si su ineptitud para el choque cuerpo a cuerpo causa sonrojo, su incapacidad para el choque mente a mente clama al cielo.
Este ejército ancestral, al que han pertenecido los seres más abominables de cada generación, se distingue por exhibir armas de enorme longitud, que no son sino un apoyo para aliviar el atentado a su ego viril que les supone tener un pene diminuto. Cuanto más corta la verga, más larga la escopeta. Podrías elaborar, a simple golpe de vista, una clasificación fálica del batallón entero partiendo de esta premisa tan sencilla.
La ventaja que les otorga sus métodos mezquinos y medrosos, su estrategia de atacar desde la mayor distancia posible y por la espalda, es tanta, que pueden permitirse flirtear con el alcohol sin que esto suponga para ellos óbice alguno en su campaña bélica. Con mucha frecuencia se puede observar a estas hordas de gañanes, beodos como cubas, apoyar sus larguísimas escopetas contra los árboles, para luego sacar sus pililitas al viento y orinar sin darse cuenta de que están salpicándolo todo: las botas, sus pantalones, las escopetas, absolutamente todo.
El alcohol quizás despierte en el fondo, muy en el fondo de la sentina que tienen por alma, algo parecido a lo que en las personas normales puede llamarse escrúpulo, y esto les crea una vaga carga de conciencia que les empuja a preguntarse por qué están tomando parte en toda esta violencia infame. Pero su sed de sangre encuentra recursos enseguida para acallar la vocecita. “Es necesario”, “La naturaleza me ha elegido a mí para ocuparme del equilibrio”, “Siempre se ha hecho”, “Es legal” y demás subterfugios cimentados sobre el lodazal. Recursos estúpidos, pero brillantes para la materia gris que los engendra, y desde luego más que suficientes para echar otro trago, pasar el paño sacando lustro al largo caño y buscar de nuevo rivales a los que abatir.
Orgullosos de su propia mediocridad, jactándose de sus actos cagones, los cuales son tildados por ellos de heroicidades, se vanaglorian ante los demás de su desempeño en combate, incluso en esas frecuentes ocasiones en las que se ven obligados a alterar las condiciones para forzar ventajas escandalosas.
Son necios. Están frustrados. Están apocados y encogidos. Suelen estar borrachos. Pero eso sí: están armados hasta los dientes.
Se presentan en el campo de batalla con todo un arsenal. El terreno estudiado, trajes de camuflaje, crueldad sanguinaria, trompas y tramposos, cargando con más armas de las que van a necesitar, con un incontenible prurito por la saña, descabalados y con demasiado dolor que desahogar a cualquier precio. El bando invasor ha ocupado posiciones y se prepara para abrir fuego y dar inicio a la feroz batalla de un momento a otro.

¿El otro bando? El otro bando está compuesto por individuos que no saben que hay una guerra. No tienen ni la más remota idea de que hay, o ha habido nunca, una guerra. Están en el campo de batalla porque para ellos el campo de batalla no es el campo de batalla sino su hogar. Pacen mansos, ajenos a todo. El ciervo saltarín, la jabata nefelibata, el zorro escurridizo. Disfrutan de las flores, del rocío en las flores. Acercan a sus cachorros al río y se bañan con ellos. Si les dijeses que hay una guerra, probablemente huirían. Jamás provocaron al otro bando, jamás fueron culpables de ninguno de los pretextos que los invasores esgrimen como razón de peso para su ofensiva. Y si hubo algún malentendido, siempre hubo también otras formas de resolverlo. Pero el bando invasor no quiere saber nada de soluciones pacíficas, exige muerte y destrucción.
El bando inocente, compuesto por animales cuya desgracia es no pertenecer al colectivo humano y que solo pasaban por allí, no tiene modo de defenderse. Tan solo sus garras y colmillos, pero precisamente por eso son disparados desde tanta distancia como sea posible. No tienen como replicar. Ni siquiera tienen la capacidad de ondear una bandera blanca que simbolice su rendición. De una inocencia inmaculada, están a punto de vivir el mismo martirio gratuito que vivieran sus ancestros, y retozan en la hierba sin sospecharlo.

Así que uno de los gañanes con micropene hace una señal y pronto se desata el infierno. El plomo perfora a las víctimas, agujerea su pelaje, destruye sus huesos y arterias y la sangre empieza a regar el monte, para regocijo y diversión de los demonios invasores. Algunos de los atacados intentan huir, pero es inútil, está todo sembrado de trampas para poder acabar con ellos haciendo el menor esfuerzo posible, como mandan los cánones de la cobardía. La masacre se sucede durante horas, entre chillidos agónicos y vítores ebrios, y solo cuando el ejército invasor ha abusado lo suficiente de su situación de poder, solo cuando ha atropellado lo bastante a las criaturas indefensas y la adrenalina que se dispara en sus organismos al cometer injusticias crueles empieza a descender, solo entonces pone fin a la contienda.
Recolectan los restos de las víctimas, para poder relamerse rememorando, para tener con qué aplacar el síndrome de abstinencia que les crea la sangre inocente, y los colocan artísticamente para entonces sacar pecho ufanos.
Y entonces, vuelven a casa. Los que han cazado menos tal vez peguen a sus hijos y mujeres para terminar de desahogar lo que no consiguieron desahogar en el monte, resentimiento agravado por los efectos del alcohol y del éxito de sus compañeros. Un gañan lo es las veinticuatro horas, no se conoce caso alguno de imbecilidad parcial capaz de brillar solo en un determinado contexto.

El monte queda en silencio, lleno de árboles astillados, de extremidades, de sangre empapando las raíces y los tallos de la flora; ahora hay muchos menos animales sobre el escenario. Pero no llames a esto paz. No lo es. Es una tregua unilateral a la que también son ajenos los animales supervivientes. Y como todavía quedan animales vivos que han conseguido escapar hoy a la locura, mañana mismo la tregua se romperá. El ejército invasor volverá a la carga, con sus rifles, con sus cepos, con sus frustraciones y su alcohol. Mañana mismo. Y pasado mañana también. Siempre que los mamarrachos violentos puedan pagárselo o hasta que absolutamente todo haya muerto. Ten cuidado de no pasear entonces por allí, porque su fijación con el asesinato no conoce límites y no serías el primero en salir en los periódicos como “accidente de caza”.

Para ti es la tranquilidad del paseo por el campo. Para los animales es su hogar. Para los gañanes es el campo de batalla. Y nos vemos obligados a compaginar esas tres visiones tan distintas en el mismo lugar.

Pero no todo está perdido. Aún queda algo a lo que aferrarse. Busca a los saboteadores de caza y ayúdales como puedas. Tal vez algún día la sinrazón toque a su fin.








No hay comentarios: