domingo, 14 de marzo de 2010

Cita diáfana bajo un límpido cielo azul




Que afable mañana de primavera con los pajaritos haciéndole coro a la calidez que transmitía el astro rey. Me invitaste a dar un paseo, y yo acepté, dispuesto a emplear mi tiempo en algo agradable.

Te vi llegar con aquel sutil vestido de lino pensado para provocar al más casto desde la apariencia de la inocencia. Cogiste mi mano y caminamos con pausado sosiego hasta tu hogar. Me sorprendió que conocieras mis preferencias culinarias, y que te molestases en prepararlas con el único afán de complacerme. Comí hasta la saciedad, y tras reposar confiadamente en tu sofá, propusiste dar otro paseo, esta vez acompañando al río en su digna marcha hasta el mar, al menos durante un breve trecho de su recorrido y desde la seguridad de su orilla.
Acepté, y te acompañé. Volviste a coger mi mano y sonreíste con mirada distraída. Escuchaba a las criaturas disfrutar del buen tiempo como nosotr=s y veía las nubes mansas intensificar el azul telón en que eran expuestas. Propusiste sentarnos en un banco situado a la sombra de un bello y en apariencia antiguo ciprés, y allí nos quedamos, con la calma de quien se deja llevar.

Cuando de repente, aquella curiosa criatura asomó sus antenas a modo de preámbulo, y poco después, con gesto noble, su cabeza de entre dos piedras. Observó a su alrededor, en mi opinión con inteligentísima actitud, sopesando sus posibilidades. Yo enseguida me planteé sus razones para aparecer allí. Podría perfectamente ser un padre de familia, o un intrépido aventurero en busca de nuevos confines por conquistar. Tal vez estuviera desarrollando una tesis sobre las propiedades minerales del entorno en que nos encontrábamos, o tan solo anotando la actitud social de quienes frecuentaban aquel rincón cercano al río, en un intento de acercarse a las motivaciones de la especie humana.
Me pregunté si aquel insecto de escasos tres centímetros estaría enamorado o lo habría estado alguna vez. Sus cortas alas parecían dotarle de la capacidad de superar cualquier obstáculo, aunque solo fuera la sensación que transmitía. Quizás las habría usado para acudir raudo al encuentro de su amada. O para transportar comida para su progenie bajo las más adversas condiciones climatológicas, o quizás solo estaban de adorno, y nunca tuvo deseo de conocer el amor o la paternidad. Me encantaría poder preguntárselo al decir verdad.

Mientras la observaba, trepó a un banco próximo, desde donde parecía gozar de una perspectiva mucho más satisfactoria, fuesen cuales fuesen las metas de su visita. Una vez en su atalaya de madera, y aunque parecía parco en mostrar sus intenciones, se dejó dominar por la necesidad y se acercó a roer los restos de un bocadillo que algún ser ya saciado había abandonado allí. Parecía gustarle el aguacate tanto como a mí. Quizás ser un insecto no implicaba necesariamente tener mal gusto, o por lo menos tener que limitarse a comer escoria. Parecía estar disfrutando del aguacate, y eso me alegró. Puede que su olfato le empujase hasta allí precisamente en busca de aquellos desechos, esas criaturas a veces gozan de unas facultades que ya las quisiera yo para mí.
Pronto hubo dado cuenta del tentempié y aunque si se tomó su tiempo en saborear y permitir que su organismo asimilase, al menos en parte, la ingesta, prefirió no ocupar mucho mas su tiempo en permanecer allí.  Tras evidenciar sus espiráculos, agitados durante el proceso digestivo, decidió seguir adelante con su camino, ese que tan incierto y divertido me resultaba a mí.
No pude despedirme, aunque no me dio la impresión de que le importase demasiado, quien sabe que se traía aquel ejemplar de blattodea entre manos, o mejor dicho, patas.
Me giré, ligeramente desalentado, aunque satisfecho, y tú ya no estabas ahí.

Debiste irte cuando me viste divagar, te debí parecer bastante ingrato. Y no es eso, de veras, agradezco tu intención y tus esfuerzos, y además lo hago con sinceridad. Pero es que me llamó más la atención la cucaracha, es mi deber ser honesto.
 Y es que eres tonta. Tonta con avaricia. Tonta hasta la extenuación. Tonta de cojones vamos. No podía soportar oírte hablar de estupideces mucho rato más. Por suerte acudió aquel grácil y vivaz insecto hemimetábolo a rescatarme del sopor intelectual, y fue la compañía más interesante y gratificante que hallé al repasar la jornada.









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